Выбрать главу

– De Rebecca.

– Sí.

– ¿Y qué hay de sus padres biológicos? ¿Qué hicieron?

– No se encontró jamás el rastro de su hija, y con el tiempo la declararon legalmente muerta.

– Dios mío… -exclamó Marten, y luego desvió la mirada. Luego volvió a mirarlo-. ¿Lo sabe ella?

– Todavía no.

El sendero se hacía más empinado y Marten oyó por algún lado el rumor de un caudal de agua. Ahora Cabrera seguía medio paso por delante de él, guiándolo. A la luz de la luna, su respiración aparecía como vapor que salía de la nariz y, hasta con el frío, tenía gotitas de sudor en la frente. Volvió a cambiarse de mano el paquete.

– ¿Por qué me lo cuentas antes que a ella?

– Por respeto. Porque vuestros padres adoptivos han muerto y tú eres el cabeza de familia. Y porque deseo que bendigas nuestro matrimonio. -Cabrera aflojó el paso y se volvió a mirar a Marten-. ¿Tengo tu bendición, Nicholas?

Oh, Dios, pensó Marten… menudo planteamiento.

– ¿La tengo?

Nicholas Marten miró a Cabrera fijamente. «Piensa en Rebecca y en lo mucho que lo ama, nada más. Absolutamente nada más. Al menos, por ahora. No hasta que sepas seguro quién es… o no es.»

– Sí-dijo, finalmente-. Sí, claro que tienes mi bendición.

– Gracias, Nicholas. Ahora entenderás por qué era tan importante que tú y yo nos viéramos a solas. -Cabrera sonrió. Con una sonrisa hacia dentro, privada. De alivio o satisfacción. O las dos cosas-. Comprendes que Rebecca está a punto de convertirse no sólo en mi esposa, sino en la zarina de Rusia.

– Sí. -Marten miró a su alrededor. Ya no quedaban luces para iluminar el sendero. El rugido del agua era ahora más fuerte. Mucho más fuerte. Miró hacia delante y vio que se estaban acercando a un puente de madera. Debajo, el agua oscura corría con fuerza y más arriba, detrás, la fuente del estruendo, una cascada alta y atronadora.

– Qué hijos tan hermosos tendremos Rebecca y yo. -Con un gesto lento, casi ausente, Cabrera empezó a abrir el paquete que tenía en las manos-. Hijos hermosos y nobles y sus descendientes, que reinarán en Rusia durante los próximos trescientos años, como los Romanov reinaron en Rusia durante trescientos años antes de que los comunistas trataran de detenernos.

Cabrera se volvió bruscamente y el envoltorio del paquete cayó volando por el sendero nevado a sus pies. Marten vio una caja en las manos de Cabrera. Ahora también ésta cayó al suelo. Se oyó un fuerte clic y un destello de la hoja cortante resplandeció a la luz de la luna. Y, de un solo gesto, Cabrera se le puso delante.

95Marten lo vio todo en una milésima de segundo. El cuerpo de Halliday tendido en la cama de la habitación del hotel de París, con la garganta seccionada. En la misma fracción de tiempo oyó la voz de Lenard que decía algo como «quienquiera que lo haya hecho le cortó el cuello en el momento en que le abrió la puerta». Al instante siguiente, Marten se apartó de un salto cuando la hoja de la navaja de Cabrera le rozaba la mejilla.

La rapidez del movimiento de Marten y el fallo de Cabrera provocaron que el criminal perdiera un momento el equilibrio, cosa que Marten aprovechó para estamparle el puño izquierdo en el riñón y luego pegarle un puñetazo con la derecha que le dio debajo de la mandíbula. Cabrera soltó un gruñido y se tambaleó contra la barandilla de madera del puente. Se tambaleó, pero no soltó el arma. Y el cuchillo era lo que Marten quería arrebatarle. Pero fue demasiado tarde. Cabrera se limitó a cambiarse el arma de mano y dejó que Marten lo embistiera. De nuevo, Marten lo esquivó y, de nuevo, la hoja cortante soltó un destello a la luz de la luna. Esta vez, el afiladísimo cuchillo atrapó a Marten justo encima del codo, cortando limpiamente la manga del esmoquin y la camisa, que se llenaron de sangre.

– ¡Ni lo sueñes! -le gritó Marten, antes de retroceder. Marten estaba herido pero el corte no era lo bastante profundo. Cabrera había apuntado a su arteria braquial, pero para alcanzarla tenía que hundirse al menos un centímetro y medio en la carne, y no lo había logrado.

– No, todavía no, Nicholas. -Cabrera sonrió y sus ojos desprendieron un brillo febril. De pronto ya no tenía el aspecto de Cabrera, ni siquiera el de Raymond, sino el de un loco peligroso.

Volvió a embestir otra vez a Raymond. Lentamente. Cambiando el arma de una mano a la otra.

– La muñeca, Nicholas. La arteria radial. Allí sólo necesito cortar unos cuantos milímetros. En treinta segundos te quedarás inconsciente. La muerte te llegará en dos minutos. ¿O deseas algo más rápido? El cuello, la carótida. Allí hay que hundir un poco más el cuchillo. Pero después de esto, son sólo cinco segundos hasta que te quedas inconsciente y, en doce segundos más, te mueres.

Marten retrocedía a través del puente a medida que Cabrera avanzaba, sintiendo como los zapatos le resbalaban sobre la plataforma de hielo que cubría el suelo. El rugido de la cascada lo dominaba todo y atraía los sentidos de Marten.

– ¿Cómo se lo contarás a Rebecca, zarevich? ¿Quién le dirás que mató a su hermano?

La sonrisa diabólica de Cabrera se ensanchó.

– Los manifestantes, Nicholas. Los rumores de que unos cuantos han logrado cruzar a esta parte del valle resultaron ser ciertos.

– ¿Por qué? ¿Por qué? -dijo Marten, usando cualquier excusa para retrasar los movimientos de Cabrera y darse tiempo para pensar.

Cabrera seguía acercándosele.

– ¿Por qué matarte? ¿Por qué he matado a los demás? -La sonrisa se relajó, pero la locura de la mirada permanecía-. Por mi madre.

– Tu madre está muerta.

– No. No lo está. La baronesa es mi madre.

– ¿La baronesa?

– Sí.

Por un instante fugaz Cabrera titubeó. Era la ocasión que Marten estaba esperando y se abalanzó sobre él. Apartó la mano con la que aferraba el cuchillo, lo embistió con todas sus fuerzas y lo lanzó contra la barandilla del puente. Una vez. Dos. Tres. Cada vez lo oía gruñir y sentía cómo expulsaba el aire. Cabrera se desplomó hacia delante, atónito, y la cabeza le cayó sobre el pecho. Al mismo instante Marten lo agarró del pelo, levantándole la cabeza, y le quiso estampar el puño derecho en la cara.

Cabrera sonrió con arrogancia y se limitó a apartar la cabeza a un lado, dejando que la fuerza del puñetazo fallido lo echara contra la barandilla. Al cabo de una décima de segundo Marten sintió un golpe devastador cuando el cuchillo de Cabrera se le clavaba por el costado. Soltó un grito y al mismo tiempo agarró a Cabrera por el cuello de la camisa, arrastrándolo. La camisa se abrió hasta la cintura y Cabrera intentó volver a clavarle el cuchillo, pero no pudo. Marten lo acercó más a él. Por un instante se miraron a los ojos. Entonces Marten estampó la frente en un cabezazo lleno de furia.

Se oyó un fuerte crujido y Cabrera se apartó de golpe, con la cabeza sangrando, para caer contra la barandilla del puente. Marten fue otra vez a por él, pero de pronto sintió que las piernas le flaqueaban y se quedó petrificado. Jamás en su vida había sentido tanto frío. Miró hacia abajo y vio que tenía la camisa empapada de sangre. Luego sintió cómo caía, los pies le resbalaban sobre el hielo y se dio cuenta de que Cabrera lo sujetaba por una pierna y lo estaba arrastrando hacia él. Trató de soltarse pero no pudo. Ahora Cabrera estaba de rodillas y con una mano tiraba de él, y con la otra levantaba la navaja.

– ¡No! -gritó Marten y, con todas las fuerzas que le quedaban, dio una patada que mandó el cuchillo volando por encima del puente. Pero Cabrera todavía no le había soltado. Todavía lo sujetaba por una mano y lo arrastraba hasta el borde del puente.

Marten oyó el rugido de la cascada y vio el batir del agua oscura debajo de él. Intentó luchar pero no le sirvió de nada. Lo estaba arrastrando hacia el borde y no podía hacer nada para evitarlo.