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Luego, con el deber cumplido, Alexander Nikolaevich Romanov, zarevich de Rusia, sencillamente salió de la sala y fue a acostarse. Totalmente agotado y absolutamente victorioso.

4

Moscú. Domingo 19 de enero, 7:05 h

El timbre del teléfono despertó a Kovalenko de un sueño inquieto. Cogió el auricular al instante de la mesita de noche y se inclinó sobre el mismo, tratando de no despertar a su mujer.

– Da -dijo.

– Soy Philippe Lenard, inspector. Lamento despertarle tan pronto un domingo -dijo el policía parisino-. Entiendo que ha sido usted apartado del caso.

– Así es. El FSO se encarga de devolverle el coche.

– Lo sé, gracias.

Kovalenko ladeó la cabeza. Lenard hablaba con frialdad, pronunciando simplemente las palabras. Algo iba mal.

– Ayer estuvo usted casi todo el día de viaje, ¿no es cierto?

– Sí. De Zúrich a París, y de París a Moscú. Debí haberlo llamado en mi escala en París, lo siento. ¿Qué sucede? ¿Por qué me llama?

– Por el tono de su voz debo suponer que todavía no se ha enterado.

– ¿Enterado de qué?

– Nicholas Marten.

– ¿Qué pasa con él?

– Está muerto.

– ¿Cómo?

– Fue atacado por un grupo de activistas radicales en Davos, el viernes por la noche.

– Dios mío. -Kovalenko se pasó una mano por el pelo y se levantó de la cama.

– ¿Qué ocurre? -Su mujer se dio la vuelta y lo miró desde la almohada.

– Nada, Tatiana, vuelve a dormirte. -Volvió a dirigirse al teléfono-. Déjeme llamarlo dentro de media hora, Philippe… a su móvil, sí. -Kovalenko colgó y dejó la mirada perdida.

– ¿Qué ocurre? -insistió Tatiana.

– Un hombre al que conocía, un americano; lo mataron el viernes por la noche en Suiza. No sé muy bien qué hacer.

– ¿Era amigo tuyo?

– Sí, era amigo.

– Lo siento. Pero, si está muerto, ¿qué puedes hacer por él?

Kovalenko apartó la vista. Fuera oyó un camión que pasaba, con un fuerte ruido del cambio de marchas.

De pronto volvió a mirar a Tatiana:

– Te hice mandar un sobre desde Zúrich el… -Kovalenko tuvo que pararse a pensar, todos los días se le juntaban- viernes. Todavía no ha llegado.

– Estás hablando de antes de ayer, claro que no ha llegado. ¿Por qué?

– Nada, no es importante. -Kovalenko se tiró del lóbulo de la oreja y cruzó la estancia, luego se volvió hacia ella-. Tatiana, ya sé que acabo de llegar a casa, pero tengo que ir al ministerio.

– ¿Cuándo?

– Ahora.

– ¿Y los niños? Llevan mucho tiempo sin verte.

– Tatiana, tengo que ir ahora.

5

Ministerio de Justicia ruso, 7:55 h

Kovalenko no había vuelto a llamar a Lenard en la media hora que le prometió. La única llamada que había hecho había sido a su superior inmediato, Irina Malikova, una mujer de cincuenta y dos años, madre de cinco hijos y jefa de investigaciones del Ministerio de Justicia. Tenía que hablar con ella y en un espacio seguro como su despacho en el ministerio, cuanto antes.

Lo que iba a contarle era lo que hasta entonces había sido tan reticente a explicar a nadie por su pura volatilidad y por su falta de pruebas concluyentes. Pero ahora tenía la sensación de que no le quedaba más remedio que revelarlo porque era un asunto que afectaba a la seguridad nacional. Lo que iba a contarle era que Alexander Cabrera, segundo en la línea de sucesión al trono imperial, era con toda probabilidad el loco Raymond Oliver Thorne, el hombre responsable de los asesinatos de miembros de la familia Romanov en América el año anterior, de Fabien Curtay en Mónaco, y de Alfred Neuss, de James Halliday, un antiguo detective de homicidios del LAPD, del corresponsal en París del Los Ángeles Times Dan Ford, y de dos personas más, una a las afueras de París y otra en Zúrich… y, estaba seguro, de la muerte de Nicholas Marten en Villa Enkratzer, en Davos.

Lo que su superior Irina Malikova, de pelo gris y ojos azules, iba a decirle -en el interior de su despacho sin ventana de la tercera planta de aquel edificio utilitario del 4.a Ulitsa Vorontzovo Pole- era, para el mundo exterior, información altamente secreta, pero al mismo tiempo también era algo que todos los presentes en Villa Enkratzer ya sabían.

– El señor Cabrera no es el segundo en la línea de sucesión al trono -dijo Irina Malikova-. Ya es el zarevich. Sir Peter Kitner Mikhail Romanov abdicó ayer formalmente en favor de su hijo.

– ¿Qué?

– Sí.

Kovalenko estaba atónito. Prácticamente todo lo que Marten le había predicho estaba sucediendo.

– De modo que, inspector, le resultará más que obvio que le primer zarevich de Todas las Rusias desde la revolución no puede ser también un criminal común. Un asesino en serie.

– El problema, señora inspectora jefe, es que estoy prácticamente convencido de que lo es. Y con sus huellas digitales, podría eliminar cualquier duda al respecto.

– ¿Cómo?

– Tengo un disquete de ordenador. Pertenecía al antiguo detective de homicidios de la Policía de Los Ángeles asesinado en París.

Contiene la ficha original del arresto de Raymond Thorne en Los Ángeles, y en ella figuran su foto y sus huellas digitales. Tan sólo necesitamos las huellas de Cabrera para saberlo con seguridad.

– Thorne está muerto -dijo Irina Malikova con rotundidad.

– No -insistió Kovalenko-. Tengo todos los motivos para creer que es Cabrera. Su aspecto ha sido transformado mediante cirugía plástica, pero no sus huellas.

Malikova vaciló, mientras lo escrutaba.

– ¿Quién más sabe lo del disquete? -preguntó al final.

– Sólo lo sabíamos Marten y yo.

– ¿Está seguro?

– Sí.

– Y no hay ninguna copia.

– No que yo sepa.

– ¿Dónde está ahora este documento?

– En el correo, de camino a mi domicilio. Fue enviado el viernes desde Zúrich.

– Cuando lo reciba, entréguemelo de inmediato. De día o de noche, me da igual. Y… esto es muy importante: no hable con nadie de este asunto. Con nadie.

Irina Malikova miró fijamente a Kovalenko, como si con ello quisiera subrayar la importancia y el peso inmenso de su orden; luego su actitud se suavizó y sonrió:

– Ahora vuelva a su casa y esté con su familia. Lleva demasiado tiempo lejos de ellos.

Esto fue el final de la conversación y Malikova se volvió para abrir un archivo de su ordenador. Pero Kovalenko no había terminado.

– Si puedo preguntarle una cosa, señora inspectora jefe -dijo, a media voz-, ¿por qué me apartaron de la investigación?

Irina Malikova vaciló de nuevo y luego lo miró:

– Fue una orden de arriba.

– ¿De quién?

– «La participación del personal del Ministerio de Justicia en casos en el extranjero debe cesar de inmediato.»

»Estas fueron las palabras, inspector. No hubo ninguna explicación.

– Nunca la hay. -Kovalenko se levantó bruscamente-. Tengo ganas de pasar tiempo con mi esposa y mis hijos. Cuando reciba el disquete se lo haré saber.

Con estas palabras abandonó el despacho y bajó por un largo pasillo, pasando frente a los despachos tipo cubículo en los que ya habían unos cuantos investigadores que cubrían el turno de domingo. Luego tomó el ascensor hasta la planta baja y le mostró su tarjeta de identificación a la persona que había tras un biombo de cristal. Sonó un pitido y la puerta que había delante de él se abrió. En unos segundos se encontró bajo el cielo gris de Moscú. Hacía frío y caía una ligera nevada, igual que cuando los hombres de Murzin lo llevaron desde Villa Enkratzer hasta el tren de Zúrich, dejando a Marten a solas frente a Alexander Cabrera.