Hasta ahora, cuando abandonaba el ministerio y caminaba por las calles frías, grises y ventosas del invierno moscovita, no se había dado cuenta de lo mucho que la noticia le había afectado. Nicholas Marten estaba muerto. No parecía posible, pero lo era. «¿Era un amigo?», le había preguntado Tatiana y, sin pensarlo, él le había respondido que sí. Y era cierto. Apenas lo conocía, pero por alguna razón se sentía más próximo a Marten que a mucha de la gente a la que conocía desde hacía años. De pronto sintió que se le hacía un nudo en la garganta.
– Y entonces, eso es todo -dijo amargamente y en voz alta-. Eso es todo.
Todo lo que había sido la vida de un hombre. Desaparecido con su último suspiro. Así de fácil.
6
Universidad de Manchester. Miércoles 22 de enero, 10:15 h
Contra la voluntad de Rebecca, en St. Peter's House, la capilla del recinto universitario situada en Oxford Road, se celebró un servicio privado en memoria de su hermano.
Bajo un techo de paraguas para protegerlos de la fría lluvia que sostenían la comitiva del FSO del coronel Murzin, Alexander acompañó a Rebecca, la baronesa y lady Clementine desde el Rolls Royce gris oscuro, por la escalinata hasta la iglesia.
Lord Prestbury, el canciller y el vicecanciller de la universidad, varios profesores de Nicholas y un grupo de compañeros de estudios fueron los únicos asistentes. El servicio duró poco más de veinte minutos y al final del mismo los asistentes se levantaron, le expresaron sus respetos y el pésame a Rebecca y se marcharon.
– De verdad hubiera deseado que no lo organizaras -dijo Rebecca, de camino al aeropuerto.
Alexander le tomó la mano y la miró con cariño y delicadeza:
– Cariño, ya sé lo difícil que es para ti, pero ante estas cosas tan terribles lo mejor es ponerles un punto y final lo antes posible. De lo contrario siguen carcomiéndote el corazón y no hacen más que intensificar el dolor.
– Mi hermano no está muerto. -Rebecca miró primero a lady Clem y luego a la baronesa-. Tampoco vosotras creéis que lo esté, ¿no es cierto?
– Sé cómo te sientes. -Por mucho dolor, tristeza y sentimiento que lady Clem sentía por dentro, por fuera conservaba la compostura y la dignidad y, al mismo tiempo, el respeto por su buena amiga-. Ojalá pudiéramos despertar todos de esta pesadilla y descubrir que no es cierta, que nada de esto ha ocurrido. Pero me temo que no va a ser así. -Lady Clem esbozó una leve sonrisa.
– La realidad no coincide a menudo con lo que deseamos -dijo la baronesa con el mismo tono sereno-. Me temo que no tenemos más remedio que aceptar la verdad.
Rebecca se incorporó y su mirada se llenó de desafío:
– La verdad es que Nicholas no está muerto. Y por mucho que vosotros digáis o hagáis, no cambiaré de opinión. Un día se abrirá una puerta y aparecerá. Ya lo veréis, todos vosotros.
7
La baronesa observó a Rebecca, que iba sentada al otro lado de la cabina leyendo en silencio, y luego miró a Alexander, de pie en el pasillo, más abajo, que charlaba con el coronel Murzin. Finalmente se volvió a mirar por la ventanilla mientras el avión Tupolev fletado para el viaje cruzaba las nubes. A los pocos instantes habían superado la barrera del frente nuboso y pudo ver la costa inglesa mientras sobrevolaban el mar del Norte en dirección este, rumbo a Moscú.
Rebecca no había dicho casi nada desde su defensa categórica de la supervivencia de su hermano en el coche, y Alexander había tenido el acierto de no prestarle más atención. Su recuperación después de meses de psicoterapia la había dejado no sólo llena de salud, sino también con una voluntad de hierro y un espíritu muy independiente. Esta sensación devolvió a la baronesa a unos momentos atrás, cuando dejaron a lady Clementine en su despacho de la universidad de camino al aeropuerto y Rebecca salió del coche, bajo la lluvia, para darle un abrazo emotivo de despedida. Al verlo, ella sintió una repentina punzada de preocupación, casi mal presagio, de que su relación fuera demasiado fuerte y esto pudiera causarles problemas a ella y a Alexander. Pero fue una idea que alejó como infundada y tan sólo desencadenante de ansiedad, y se negó a darle ninguna vuelta más.
Más abajo se veían los puntos blancos sobre el mar gris y, a lo lejos, la costa de Dinamarca. Pronto lo estarían cruzando y se acercarían al extremo sur de Suecia. Pensar en la tierra que la había visto crecer le provocaba recuerdos, y pensó entonces en el largo viaje que emprendió a los diecinueve años, cuando su madre murió y ella se marchó de Estocolmo para empezar a estudiar en la Sorbona de París. Fue allí donde conoció a Peter Kitner, y ambos se enamoraron loca y apasionadamente de inmediato. Fue una relación tan natural y tan cargada física y emocionalmente que hasta la media hora que pasaban lejos el uno del otro representaba una agonía. Estaban convencidos de que era un amor predestinado y para toda la eternidad. El suyo era un amor diferente a todos. Se dijeron cosas profundas y secretas y muy personales. Ella le contó la historia de su padre y de su huida de Rusia, y la posterior muerte de él en el gulag. Luego le contó lo que le había ocurrido en Nápoles cuando tenía quince años, aunque lo ocultó cuidadosamente atribuyendo la historia del secuestro, la violación y la mutilación y muerte del violador a una buena amiga, y le dijo que a la amiga nunca la habían descubierto.
Aunque le contó la verdad sin descubrirse ella misma, era lo más cerca que había estado nunca de compartir su asesinato secreto con nadie. No mucho tiempo después Kitner le confesó su secreto, le contó quién era su padre y quién había sido su familia, y le hizo jurar silencio eterno porque temían las represalias de los comunistas y sus padres le habían prohibido terminantemente que contara su historia a nadie.
Fue una revelación que la impresionó en lo más profundo de su ser y la dejó literalmente boquiabierta. Si antes había habido alguna duda, ahora ya no existía. Su encuentro era realmente obra de Dios y su auténtico destino. Ella era hija de la aristocracia rusa y él heredero del trono. El alma sagrada de la madre patria, el ancho manto de sus ancestros y aquello por lo que su padre había muerto vivía dentro de ellos y a ellos les correspondía conservarlo. Ella lo creía y él también. Muy poco después ella se quedó embarazada de Alexander y, pletórico de felicidad, Kitner se casó con ella. Después del padre de Kitner y de él mismo, su hijo podría ser el legítimo heredero de la corona rusa. En lo que pareció un abrir y cerrar de ojos, su futuro y lo que creían realmente que era el de Rusia había quedado sellado. Un día, mientras ellos vivieran, el sistema comunista se hundiría y, finalmente y por derecho propio, la monarquía sería restaurada, y ellos ocuparían su trono. Su marido, ella y el hijo de ambos.
Y entonces, y de la misma manera repentina, todo se vino abajo. Cuando se enteraron del matrimonio y del embarazo, los padres de Kitner montaron en cólera. Su madre la llamó puta y aprovechada y, fuera o no hija de la aristocracia rusa, le dijo que no tenía ni de lejos el linaje adecuado para ser la madre de un heredero a la corona. Kitner fue apartado de manera sumaria del piso que compartían y se le prohibió volverla a ver nunca más. Al día siguiente su matrimonio fue anulado y un abogado, en representación de la familia, le entregó un cheque con una cantidad considerable y le ordenó que no intentara volver a ponerse en contacto con la familia, ni utilizar su nombre, ni divulgar quiénes eran. Pero todavía no habían terminado. Su última petición fue la más cruel de todas: que abortara al hijo que llevaba en el vientre.