Eso hizo reír a todos. De la noche a la mañana, como de la nada, había nacido un Camelot ruso y la nación y el mundo enloquecieron.
– ¡Saluda, cariño! -le gritó Alexander por encima del bullicio de la muchedumbre que les lanzaba el confeti que les caía por todos lados.
– ¿Crees que está bien? -le preguntó Rebecca en ruso.
– ¿Bien? ¡Quieren que lo hagas, querida! -La miró, con los ojos llenos de amor y la sonrisa más ancha que nunca-. Quieren que los saludes. ¡Saluda, saluda! No esperan ni a nuestra boda ni a mi coronación. ¡Para ellos ya eres la zarina!
9
Las imágenes iban y venían. Algunas eran claras y cristalinas, como si estuvieran ocurriendo ahora mismo. Otras eran muy vagas, como soñadas. Y otras contenían todo el miedo y el horror de las pesadillas.
Lo más claro de todo era su regreso desde el filo de la muerte, cuando se veía en una cama en el suelo que le habían hecho en el pequeño refugio. Con los ojos cerrados y la tez pálida como la de un fantasma, el cuerpo envuelto en una manta raída, estaba perfectamente inmóvil y sin ningún síntoma de vida. Luego, con tan poco esfuerzo que parecía fruto de los efectos especiales de una película, empezó a elevarse y a escapar de él mismo. Se elevó más y más, como si la habitación no tuviera techo, el edificio no tuviera tejado, y luego vio la puerta que se abría y la joven madre que entraba. Llevaba una taza con una bebida caliente y se arrodilló a su lado y le levantó la cabeza, luego le separó los labios y le obligó a beber. Una calidez como nunca la había experimentado antes lo invadió, y de pronto ya no estaba marchándose, sino mirándola a los ojos.
– Más -le dijo ella, o algo parecido, porque hablaba un idioma que él no entendía. Pero lo que dijo no importaba porque le acercó la taza a los labios otra vez para hacerle beber. Y él lo hizo. El sabor era amargo pero agradable, y se lo bebió todo. Luego se relajó y volvió a bajar la cabeza, y vio a la joven que lo arropaba con la manta y le sonreía amablemente mientras él volvía a dormirse.
Y en su sueño recordó.
El agua veloz y negra que lo empujaba corriente abajo a oscuras, precipitándolo con violencia contra las rocas, el hielo y los deshechos, mientras él se esforzaba por sujetarse a algún palo, tronco, piedra, a cualquier cosa a mano para detenerse mientras bajaba a toda velocidad en una carrera que parecía no tener fin.
Y sentir de pronto que todo se detenía y encontrarse en un remanso quieto, lejos de la violencia y el rugido del agua. Un lugar protegido por los arbustos pelados y por troncos de árboles caídos. Se agarró a uno, un abedul, pensó, y se levantó hasta la nieve. Allí se dio cuenta de que la tormenta había cuajado. El viento ululaba y la nieve se precipitaba casi horizontalmente. Pero en momentos intermedios, como la tormenta no estaba totalmente encima, el viento se detenía y en el cielo brillaba la luna llena. Fue allí, empapado y en medio del frío cortante, donde vio la mancha roja sobre la nieve debajo de él. Y recordó el destello del cuchillo y el corte profundo que Raymond le había hecho en el costado, encima de la cintura, justo debajo de las costillas.
Oh, sí, había sido Raymond. En la lucha del puente Marten le rasgó la camisa, que se le abrió hasta el ombligo. Por un instante pudo verle la cicatriz en la garganta, donde la bala de John Barron había arañado a Raymond en el tiroteo que siguió a su huida del edificio del Tribunal Penal de Los Ángeles.
Podía hacerse llamar Alexander Cabrera, o hasta Romanov, o zarevich, pero fuera como fuere que se llamara, no había ninguna duda de que era Raymond.
El refugio en el que se encontraba era poco más que una cabaña, a unos cinco kilómetros río abajo del puente del sendero que pasaba por encima de la Villa Enkratzer. La chiquilla de siete u ocho años que, al salir a buscar leña con su padre, lo encontró al amanecer en medio de la nieve cegadora, arrebujado contra la protección de un gran abeto caído, era uno de los cuatro que lo ayudaron. Los otros eran su padre, su madre y su hermanito, de cinco o seis años. Hablaban muy poco inglés, tal vez media docena de palabras, y él no entendía absolutamente nada del idioma de ellos.
Por lo que pudo deducir -mientras pasaba de la vigilia a los sueños y a las alucinaciones, para luego despertarse febril por la infección que tenía en las heridas de arma blanca- eran una familia de refugiados, tal vez de Albania. Eran muy pobres y esperaban en el refugio a un personaje al que el padre llamaba «el transportista». Tenían té y hierbas y muy poca comida, pero lo poco que tenían lo trituraban, lo hervían y lo compartían con él.
En algún momento hubo una fuerte discusión entre el marido y la mujer, cuando Nicholas fue presa de fuertes temblores y la mujer le pidió al marido que se olvidaran de sus problemas y buscaran a un médico. El marido se negó, abrazando a sus hijos como si quisiera decir que no valía la pena perderlo todo por un hombre al que ni siquiera conocían.
Más adelante alguien llamó a la puerta, pero él lo oyó desde lejos porque la familia -fuegos apagados, cualquier rastro de su presencia sabiamente borrado, como hacían cada día- ya se había ocultado en el bosque con Marten, mientras la patrulla del ejército suizo registraba el refugio y luego se marchaba.
Mucho más tarde, tal vez días después del primero, se oyeron otra vez unos golpes fuertes a la puerta, pero esta vez los oyeron desde dentro y llegaron en medio de la noche. Y recordaba cómo la familia abrió la puerta tan cautelosamente para descubrir que su «transportista» finalmente había llegado.
Recordaba claramente cómo el padre trataba de sacar a su familia de allí para marcharse con el «transportista», mientras que la esposa y los niños se negaban a hacerlo sin Marten. Y el padre finalmente accedió. Y Marten, medio andando, medio tambaleándose, avanzando por la nieve y la oscuridad con la familia durante casi un kilómetro. Y allí, al borde de un camino rural lleno de hielo, lo cargaron con los otros veinte que ya estaban a bordo, en la bodega de un camión que esperaba.
Después de esto vino el traqueteo del camión por caminos sin asfaltar. Recordaba el dolor entumecedor de sus heridas, del corte en el costado y del corte menos profundo en el brazo, y las fracturas que se había hecho durante el brutal descenso por el río. Dos costillas rotas, tal vez más, y un hombro severamente contusionado.
Recordaba dormirse y despertarse y ver caras exhaustas y demacradas mirándolo. Y luego volverse a dormir y a despertarse durante lo que le parecieron varios días. De vez en cuando el camión hacía paradas en bosques o en campos ocultos entre los árboles. Entonces el padre lo ayudaba a bajar como los demás y Marten orinaba o defecaba o no hacía nada. Como los demás. Más tarde la madre, o la niña o el niño le daban algo de comer y de beber, y él volvía a dormirse. Cómo se las arregló para sobrevivir, o, en realidad, cómo cualquiera de ellos lo hizo, le seguía resultando un misterio.
Finalmente no hubo más movimiento y alguien lo ayudó a bajar del camión y a subir por unas escaleras largas y estrechas. Recordaba una cama y que se metió dentro de aquel lujo indescriptible.
Mucho más tarde se despertó por la luz del sol en un apartamento grande y totalmente desconocido. El niño y la niña lo ayudaron a incorporarse hasta una ventana desde la que pudo ver la claridad de la tarde de un día soleado de invierno. Fuera vio un canal ancho de navegación con barcos que bajaban al mar y la gente y el tráfico de la calle que transcurría paralela al mismo.
– Róterdam -dijo la niña-. Róterdam.
– ¿Qué día es? -preguntó él.
La niña miró sin entender. Y también el niño.
– Día. Ya sabes: lunes, martes, miércoles…
– Róterdam -repitió la niña-. Róterdam.
10
Marten tuvo poco más que un momento para reflexionar sobre lo que le había ocurrido y adonde lo habían llevado, por no hablar de lo que más le convenía hacer de ahora en adelante, cuando la puerta que tenía detrás se abrió y dos hombres con pasamontañas entraron. Uno cruzó rápidamente la habitación y corrió las cortinas de la ventana. El otro hizo salir a los niños para que fueran con alguien que esperaba al otro lado de la puerta.