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Ministerio de Justicia, 21:30 h
Clic.
La foto del arresto de Raymond Oliver Thorne del LAPD apareció en la pantalla de diecisiete pulgadas del ordenador de la inspectora jefe Irina Malikova. Dos fotos, una de frente y la otra de perfil.
Su mano tocó el ratón.
Clic.
Las huellas de Raymond Oliver Thorne. Claras, perfectamente legibles.
Malikova miró a Kovalenko.
– ¿No hay ninguna copia más?
– Como le dije antes, no que yo sepa. Los archivos originales y varias bases de datos con el historial de Thorne han desaparecido, algunos simplemente robados y otros pirateados y borrados. Del mismo modo que las personas que ayudaron a Thorne a fugarse del hospital, o que intervinieron en el envío del cadáver de un Juan Pérez cualquiera del depósito hasta el crematorio en su lugar, han también desaparecido o están muertos. El cirujano plástico que viajó a la Argentina para reconstruir la cara y el cuerpo de Cabrera después de su «accidente de caza» también está muerto, atrapado en el incendio de un edificio que no sólo lo mató, sino que destruyó todos sus historiales médicos.
– ¿Y esto? -Irina Malikova miró el resto del contenido del sobre que Kovalenko le había llevado: un billete de avión a nombre de James Halliday de Los Ángeles a Buenos Aires, y una página arrancada de la agenda de Halliday en la que había apuntado al rastro de un cirujano plástico llamado Hermann Gray, a quien Halliday había seguido de Los Ángeles a Costa Rica, y de allí a la Argentina.
– He pensado que tenía usted que verlo todo -dijo Kovalenko a media voz. Le había dicho a Marten que le había entregado al inspector Beelr un sobre con el disquete y el billete de avión de Halliday para que se lo mandara a su esposa, pero no le había dicho nada de que había incluido una página de la agenda de Halliday. No hubo motivo para hacerlo.
– ¿Nadie más está al corriente de esto?
– No.
– ¿Ni los franceses?
– No.
– Gracias, inspector.
Kovalenko vaciló.
– ¿Qué tiene intención de hacer con esto?
– ¿Con qué?
– Con este material, inspectora jefe.
– ¿Qué material, inspector Kovalenko?
Kovalenko la miró unos segundos.
– Entiendo -dijo, y se levantó-. Buenas noches, inspectora jefe.
– Buenas noches, inspector Kovalenko.
Kovalenko sintió cómo lo seguía con los ojos mientras cruzaba el cubículo y se dirigía a la puerta.
Aquel material no existía. Ni el disquete, ni el billete de avión, ni la página de la agenda. Aquello por lo que Halliday había muerto, aquello que él y Marten le habían ocultado con tanto cuidado a Lenard, aquello que él acababa de entregarle, sencillamente, no existía. Y nunca había existido.
14
– Trabaja usted para la CIA.
– No, soy estudiante.
– ¿Cómo se infiltró en el círculo más privilegiado de Rusia?
– Soy estudiante.
– ¿Quién es Rebecca?
– Una amiga.
– ¿Dónde está ahora?
– No lo sé.
– Trabaja usted para la CIA. ¿Quién es su contacto? ¿Cuál es su base?
A oscuras, Marten no tenía ni idea de dónde estaba ni de cuánto tiempo llevaba allí. Dos días, tres, cuatro. Una semana. Tal vez hasta más. El viaje en el furgón, atado y enrollado dentro de la alfombra, le pareció interminable, pero seguramente, en realidad no había durado más de cinco o seis horas. Luego lo sacaron con los ojos vendados. Como en Róterdam, tuvo que subir escaleras, esta vez cuatro tramos, y como en Róterdam, lo dejaron solo en una habitación pequeña y sin ventana. La única diferencia era que ahora disponía de un pequeño lavabo con retrete y lavamanos, y de un catre con almohada y mantas. De la familia que le había salvado la vida no tenía más noticias.
En este mismo período, sus captores le ataron las manos y le vendaron los ojos para sacarlo de su celda al menos una docena de veces, para llevarlo un tramo de escaleras más abajo, hasta una sala en la que el hombre de la voz gutural, aliento de fumador y el acento fuerte lo esperaba para hacerle cada vez las mismas preguntas. Y cada vez le daba las mismas respuestas. Y cuando lo hacía, las preguntas se repetían una y otra vez.
– Trabaja usted para la CIA. ¿Cómo se infiltró en el círculo más privilegiado de Rusia?
– Me llamo Nicholas Marten, soy estudiante.
– Trabaja usted para la CIA. ¿Quién es su contacto? ¿Cuál es su base?
– Me llamo…
– ¿Quién es Rebecca? ¿Dónde está ahora?
– Una amiga. Me llamo…
A estas alturas se había convertido en un reto de voluntades. Aunque Marten, como detective de homicidios del LAPD, estaba bien instruido en el arte del interrogatorio, no le habían enseñado lo que era estar al otro lado de la barrera, siendo interrogado en vez de haciendo las preguntas, y desde luego no contaba con ningún abogado defensor que interviniera en su favor. Se sentía como un soldado capturado por el enemigo, confesando su nombre, rango y número. Y como soldado capturado, sabía que su principal deber era escapar. Pero le había resultado imposible. Estaba bajo su control las veinticuatro horas del día, ya fuera solo, encerrado en la celda a oscuras con guardas con pasamontañas custodiando su puerta, o con la puerta abierta por sorpresa, con los de los pasamontañas entrando a toda prisa para atarle las manos y taparle los ojos y llevárselo al piso de abajo para proseguir el interrogatorio.
Le habían facilitado comida, agua y los medios para mantenerse más o menos aseado. Curiosamente, aparte de la oscuridad constante -o las vendas en los ojos, lo cual daba el mismo resultado- y los interrogatorios, que suponían algún bofetón o empujón ocasional, no había sido maltratado ni torturado de ninguna manera. Sin embargo, dejando de lado el interminable paso del tiempo, lo peor era el desconocimiento. Por mucho que se esforzara en hacer suposiciones, no tenía ni idea de quiénes eran sus captores, ni de lo que hacían o planeaban hacer, ni de lo que esperaban realmente ganar manteniéndolo prisionero. Tampoco tenía ni idea de cuánto tiempo podía durar… ni de si, en algún momento, se cansarían de los interrogatorios y, sencillamente, lo matarían.
Aunque hacía todo lo posible por no demostrarlo, aquello empezaba a agotarlo. Sin tener ni idea de si era de día o de noche, sin ningún punto de referencia sobre el paso del tiempo, estaba empezando a perder la noción de la realidad. Y todavía peor, sus nervios empezaban a llenarse de electricidad y sentía que flirteaba con la paranoia. La oscuridad ya le resultaba lo bastante negativa, pero además, de manera creciente, se sorprendía a sí mismo atento al más mínimo sonido al otro lado de su puerta que le indicaría que volvían otra vez a buscarle. A vendarle los ojos y maniatarlo para llevárselo al piso de abajo para seguir interrogándolo. A veces oía sonidos distintos, o pensaba que los había oído. Los peores eran agudos y como arañazos. Empezaban siempre un par de veces y luego se producían rápidamente cinco, diez, cincuenta, cien hasta que estaba convencido de que había miles de pies diminutos que correteaban al otro lado de la puerta, un ejército de ratas rascando la madera, tratando de entrar en su habitáculo. Cuántas veces había saltado del catre y se había abalanzado contra la puerta en la oscuridad, gritando y golpeándola para ahuyentarlas, sólo para detenerse al cabo de un instante, convencido de que no había oído nada de nada.