De vez en cuando, una vez al día, tal vez, la puerta se abría y los encapuchados entraban. Eran siempre dos, y le dejaban comida y volvían a salir sin mediar palabra. A veces no ocurría nada más durante días interminables. En aquellos días acababa deseando que lo llevaran abajo para interrogarlo. Al menos era interacción humana, aunque fuera siempre acusatoria y siempre la misma.
A estas alturas, la voz de su interrogador ya casi se había convertido en la suya propia, con su cadencia tan familiar y su acento que todavía no era capaz de localizar. El olor de su aliento de tabaco que antes le parecía nauseabundo, ahora casi le reconfortaba; como una especie de narcótico. Para mantenerse cuerdo y sobrevivir era consciente de que tenía que transformar enteramente su manera de pensar y no concentrarse en sus secuestradores ni en la oscuridad, sino en algo totalmente distinto.
Y lo hizo.
En Rebecca. En su aspecto y en su manera de comportarse la última vez que la vio, en la mansión de Davos. La novia adorable, la próxima zarina de Rusia. Pensó en su estado emocional de entonces y en cómo sería ahora. Si tal vez pensaba que estaba muerto, y en cómo habría reaccionado ante su muerte. Y si todavía se hallaría arrastrada inocentemente por la estela de la encubierta y sangrienta persecución del trono ruso que Cabrera llevaba a cabo.
Arrastrada.
Porque lo amaba.
Y sabía que él la amaba.
Y no tenía ni idea de quién era. Ni de lo que había hecho.
– ¿Quién es Rebecca?
– Una amiga.
– Trabaja usted para la CIA.
– No.
– ¿Cómo se infiltró en el circulo más privilegiado de Rusia?
– Soy estudiante.
– ¿Quién es Rebecca? ¿Dónde está ahora?
– No lo sé.
– Trabaja usted para la CIA. ¿Quién es su contacto? ¿Cuál es su base?
– ¡No! -gritó Marten con fuerza. La voz de su interrogador estaba dentro de su cabeza, luchando contra él como si estuviera en la sala de interrogatorios. Era él mismo contra él mismo, como sabía que querían que sucediera, pero era un juego al que se negaba a jugar. De pronto saltó con fuerza del catre y se sentó a oscuras; poco a poco llegó hasta el pequeño retrete. Entonces tiró de la cadena y aguardó, escuchando el agua caer y la cisterna que volvía a llenarse. Había sólo un motivo por el que lo había hecho: para alejar aquella voz. Tiró otra vez de la cadena. Y otra. Al final volvió y encontró de nuevo el catre, y se tumbó para quedarse mirando a la oscuridad.
Sabía que sus secuestradores utilizaban la oscuridad y que variaban el tiempo entre interrogatorios para desorientarlo deliberadamente, excitar su ansiedad y provocar que cada vez temiera más su regreso. Su objetivo estaba claro, provocarle un estado en el que se derrumbara y confesara prácticamente todo lo que querían saber de él, lo cual les permitiría utilizarlo como una valiosa carta de juego, en especial si confesaba que era un agente de la CIA. Y querían convertirle en un ejemplo político. De modo que no podía hacerles el regalo de derrumbarse. Y para ello tenía que conservar la cordura. La mejor manera de hacerlo, era consciente, era esforzarse por no pensar en el presente y concentrarse en el pasado, recreándose en los recuerdos. Y así lo hizo.
La mayor parte eran de muchos años atrás, de Rebecca haciéndose mayor, de él y Dan Ford cuando eran niños, montando en bicicleta y bromeando con las niñas; luego recordó en qué había pensado cuando vio el cuerpo de Dan dentro del Citroën, mientras lo sacaban del Sena… la explosión del cohete casero que, a la edad de diez años, le hizo perder a Dan el ojo derecho. Y volvió a preguntarse si, de haber conservado Dan su visión completa, hubiera visto a Raymond antes y eso le habría dado la oportunidad de salvarse. La trágica realidad era que aquella pregunta no tendría jamás respuesta y tan sólo haría que el sentimiento de culpa de Marten fuera más terrible e inmenso.
Con esta idea le vino otra, un pensamiento que trataba siempre de alejar pero que siempre le volvía a la cabeza. ¿Qué hubiera ocurrido si, en el garaje, rodeado de la brigada, hubiera hecho sencillamente lo que Valparaiso le ordenaba y hubiera apuntado su Double Eagle Colt a la cabeza de Raymond y hubiera disparado? Si lo hubiera hecho, nada de lo que vino después hubiera sucedido nunca.
15
Lo que vino después.
– Las piezas.
– Las piezas que aseguran el futuro.
Marten todavía podía ver a Raymond en el tren Metrolink en Los Ángeles. Oír sus palabras con tanta claridad como si se las estuviera diciendo ahora mismo.
– ¿Qué piezas? -le había preguntado Marten.
Todavía podía ver la sonrisa lenta, calculada y arrogante de Raymond cuando le respondió:
– Eso deberá averiguarlo usted mismo.
Bueno, pues lo había hecho. Ya sabía qué eran «las piezas». La navaja española antigua y el rollo de película de 8 mm. Una película, estaba convencido, que mostraba el asesinato perpetrado por Raymond/Alexander a su medio hermano en París, veinte años atrás.
Antes, al elucubrar sobre lo que podía haber ocurrido en el parque, le sugirió a Kovalenko que tal vez alguien había estado haciendo una filmación casera de la fiesta de cumpleaños y, por sorpresa, había filmado el asesinato. Ahora se preguntaba si ese alguien podía haber sido Alfred Neuss. En este caso, ¿podía, de alguna manera, haberse hecho después con el arma del crimen? Y luego, sabiendo claramente quién era el autor del asesinato -y como uno de los amigos más antiguos de Peter Kitner- no contó nada a la policía y le entregó a su amigo tanto el arma como la filmación, de los que Kitner le pidió que fuera el custodio.
¿Y era posible que Neuss, sabiendo quién era realmente Kitner, de manera discreta y clandestina, y con el permiso de éste, divulgara aquella información a los cuatro miembros de la familia Romanov que vivían en América y lejos de la tragedia parisina? Haciéndoles prometer el secreto, ¿podía haberles pedido que fueran los custodios de las llaves de la caja fuerte, que sólo podrían entregar al auténtico jefe de la familia imperial? Esa posibilidad y la manera en que las víctimas habían sido torturadas antes de ser asesinadas hacía pensar a Marten que Neuss no les había dado una razón concreta para su petición, ni les había explicado el porqué de las propias llaves, ni les había revelado la localización de la caja fuerte que abrían. Tal vez aquella gente ni siquiera supo nunca que se trataba de unas llaves. Tal vez cada uno de ellos recibió sencillamente un paquete o sobre sellado con la instrucción de que si llegaba a sucederle algo a Kitner, los sobres o paquetes debían ser mandados de inmediato a una tercera persona: tal vez la policía francesa, o quizá los representantes legales de Neuss o de Kitner. ¿O, quizá, una combinación de los tres?
¿Retorcido? Tal vez lo fuera.
¿Innecesario? Quizá.
Pero teniendo en cuenta la astucia y los tejemanejes de la baronesa, podía muy bien haber sido una especie de táctica contra fallos para proporcionarles un nivel más de protección contra cualquiera que tratara de hacerse con «las piezas».
Si Marten proseguía por aquella línea de pensamiento y había sido realmente Neuss el que filmó la escena del crimen, estaba claro que también habría sido testigo del mismo y, por tanto, un sujeto al que era muy necesario eliminar. Por qué Alexander y la baronesa habían tardado tantos años en actuar, para recuperar «las piezas» y para ocuparse de Neuss era un misterio, a menos que -como Marten le había sugerido antes a Kovalenko- la baronesa hubiera empleado todos aquellos años en observar de cerca el transcurso de la historia y, después de la caída de la Unión Soviética y sospechando lo que estaba a punto de ocurrir, hubiera empezado forzada y deliberadamente a coquetear con los principales representantes del poder en Rusia. No sólo los del empresariado y la política, como él había pensado anteriormente, sino también, como había podido ver en directo en la mansión de Davos, las más altas instancias de la Iglesia rusa ortodoxa y del ejército ruso.