Kovalenko había pensado que podían estar enfrentándose a una serie de asesinatos rituales y Marten, al mismo tiempo, le había sugerido, basándose en el uso del cuchillo y en la forma de matar, que el asesino mostraba síntomas de empezar a perder el control. Ahora, viendo a Alexander como una especie de rey guerrero que se acercaba al final de una campaña sanguinaria, agotadora y casi tan larga como su vida (con el premio, el codiciado trono de Rusia, finalmente al alcance de su mano), reunido de pronto con su cuchillo simbólico, dedujo que lo usaba ahora para eliminar, emocional y furiosamente, los últimos obstáculos en su camino hacia la meta. Al parecer, los dos estaban en lo cierto.
Y a pesar de todo esto, había algo más. Recordando la manera en que Alexander había mirado a Rebecca aquella noche en la mansión de Davos, con un amor incondicional en la mirada, Marten se preguntó si no estaba viviendo también un desequilibrio emocional. Tal vez el exceso de ambición, de lucha, de sangre y de violencia estaba siendo intensamente contrarrestado por su amor absoluto hacia Rebecca y el mar de calma que representaba. Y aquella parte de él no quería tener nada que ver con la sádica espiral de muerte y de sangre inherente a su carrera hacia el trono, o incluso al trono mismo. Si eso era cierto, significaría que dentro de él había un enorme conflicto psicótico que estallaría con mucha más furia a medida que avanzaran los días y se acercara el momento de su coronación.
Y luego estaba su madre, la baronesa, que durante años había desempeñado el papel de su tutora, de la hermana de su fallecida madre que, en realidad, nunca existió.
¿Qué pintaba ella en todo aquello?
16
Marten volvió a cruzar la habitación, pero esta vez se detuvo a escuchar en la puerta. Esperó, escuchando concentrado, pero no oyó nada. Finalmente se acercó al lavamanos y se echó agua fría en la cara, se frotó la nuca y se quedó de pie, sintiendo el frío y tomándose un momento para relajarse. Al cabo de un minuto se sentó en el catre, cruzó las piernas y apoyó la espalda en la pared, decidido a seguir juntando pistas para llegar a comprender el conjunto de la historia. Sabía que si algún día lograba escapar de sus secuestradores, cuanto mayor fuera su comprensión de todo lo que había ocurrido, mejor preparado estaría para enfrentarse con la siguiente etapa: liberar a Rebecca del monstruo que la tenía presa.
Peter Kitner, resultaba obvio, gobernaba su propia vida con convenciones imperiales. Su único matrimonio conocido por el público había sido con una mujer perteneciente a una familia real. Su esposa era prima del rey de España. Era una maniobra que hacía sospechar que el propio Kitner se había preparara desde hacía mucho tiempo para el momento futuro en el que el trono ruso pudiera ser restaurado y él, como auténtico cabeza de la familia imperial, se convertiría en el zar.
Para Marten, saber que Kitner era el padre de Alexander y que la baronesa era su madre le hacía plantearse una pregunta: ¿qué había ocurrido?
¿Y si, muchos años atrás, Kitner y la baronesa habían sido amantes? Casi seguro que ella se habría enterado de quién era él y, casi al mismo tiempo, se habría quedado embarazada de Alexander. Posiblemente, y como consecuencia, Kitner se habría casado con ella y después habría habido una pelea o una discusión de algún tipo -que tal vez hubiera incluido a la familia de él- y se divorciaron o el matrimonio fue anulado, tal vez incluso antes del nacimiento de Alexander. Y entonces, no mucho después, Kitner habría emparentado, a través de un nuevo matrimonio, con la realeza española, un movimiento socialmente adecuado para un hombre que estaba directamente posicionado para convertirse él mismo en rey.
La baronesa podría haberse sentido lo bastante humillada como para dedicar el resto de su vida a perseguir no sólo la venganza, sino también el poder, decidida a obtener lo que ella consideraba que por derecho le pertenecía en el caso de que alguna vez el trono imperial fuera restaurado a favor del hombre del que ella tenía el primogénito. ¿Y si hubiera iniciado aquella guerra larga, odiosa y sin cuartel casándose con alguien de riqueza e influencia social extremas?
Más adelante, cuando su hijo fue lo bastante mayor, podría haber iniciado una asociación secreta y conspiradora con él. Le habría contado quién era su verdadero padre y lo que él y su familia les habían hecho, y se habrían prometido que si algún día la monarquía era restaurada en Rusia y el trono devuelto a la familia imperial, sería él, Alexander, y no Peter Kitner quien se convertiría en zar.
Era un objetivo que podía haber logrado sin violencia, mediante el uso de su posición e inmensa riqueza para ganarse la influencia sobre los representantes necesarios del poder, pero, en cambio, ella eligió la vía de la sangre. ¿Por qué? ¿Quién lo sabía? Tal vez tenía la sensación que era el precio que el zar y su familia -y los otros personajes necesarios que arrastraría por el camino- debían pagar por haberla apartado a ella y a su hijo. Fuera cual fuese la razón, con todo lo violenta y retorcida que era, ése el camino que había recorrido durante años, mediante la lenta manipulación de su hijo hacia el papel y la terrible mentalidad de los zares antiguos, aleccionándolo en el proceso en el refinado arte del asesinato. Finalmente, cuando el chico no tenía más de quince años, ella le hizo tocar sangre con los dedos, ordenándole que diera los primeros pasos salvajes hacia el trono con el asesinato de su posible competidor más cercano, su propio medio hermano, Paul.
Y Kitner, atónito y horrorizado, preocupado por la seguridad del resto de su familia, temeroso de exponer su pasado por miedo de comprometer su futuro, con el arma y la filmación del crimen en su posesión, se había enfrentado a la baronesa y a Alexander y llegó con ellos a un acuerdo. En vez de entregar a Alexander a la policía, lo mandaría al exilio en Argentina, lo más probable con algún tipo de compromiso por el que Alexander no revelaría nunca su identidad real y, por lo tanto, no sería nunca capaz de reclamar su derecho al trono.
Otra vez, Marten se levantó del catre para dar aquellos breves cinco pasos arriba y abajo en la oscuridad más absoluta. Tal vez se equivocara, pero no lo creía probable. Podía parecer un argumento imaginativo, pensado para una película, pero en realidad no era tan distinto de los casos que Marten había visto en las calles de Los Ángeles, donde la amante humillada encontraba a su antiguo novio o marido en un bar y lo cosía a puñaladas con un cuchillo hasta la muerte o le volaba la cabeza de cinco disparos. Lo que diferenciaba este caso era que aquellas mujeres no utilizaban a sus hijos en sus crímenes. Tal vez ésta fuera la distinción entre la gente corriente y la gente impulsada por el odio y la ambición maníaca, o por la seducción extrema de las más altas esferas del poder.
De pronto se acordó de Jura y de los Rothfels y se preguntó si la baronesa también los habría manipulado. Recordó haberle confiado a la psiquiatra de Rebecca, la doctora Maxell-Scot, su preocupación por que Jura le resultara demasiado caro, y que ella le dijo que los gastos de Rebecca, como los de todos los pacientes que eran enviados a la institución en el lago, estaban totalmente cubiertos por la fundación, tal como lo estipulaba la donación del benefactor que había cedido las instalaciones.
– ¿Quién es el benefactor? -había preguntado Marten, y la respuesta fue que el mismo había preferido permanecer en el anonimato. En aquel momento lo aceptó, pero ahora…
– ¡Anónimo, maldita sea! -dijo furioso, en voz alta, a oscuras-. Era la baronesa.
El sonido repentino de la llave en el cerrojo de su puerta lo hizo quedarse petrificado donde estaba, y la puerta se abrió.
Eran dos de ellos, como siempre, y había dos más en el pasillo. Eran altos y llevaban los pasamontañas, y cerraron la puerta casi de inmediato, ayudándose de linternas para ver. Uno llevaba una botella grande de agua, una barra de pan negro, queso y una manzana.