De pronto Marten fue preso de la furia. ¡Quería que lo liberaran y quería que fuera ahora!
– ¡No trabajo para la CIA ni para nadie más! -le dijo de pronto y airadamente al hombre que tenía más cerca-. Soy estudiante, nada más. ¿Cuándo os lo vais a creer, eh? ¿Cuándo?
– Cállate -le gruñó el otro-. Cállate. -De inmediato, dirigió la linterna hacia el otro hombre, que llevaba algo que Marten no veía y se había acercado a la pared del fondo y estaba mirando en la base, buscando. Entonces encontró lo que buscaba, un enchufe. Se arrodilló y enchufó algún tipo de cable. Marten sintió que el corazón le daba un vuelvo de alegría. ¡Le daban una lámpara! Cualquier cosa era mejor que la oscuridad permanente. Luego oyó un clic pero no se encendió ninguna luz. En cambio apareció algo blanco grisáceo y una pequeña imagen. En ella se veía un pastor alemán corriendo por la pantalla en blanco y negro. Inmediatamente la imagen se cortaba y vio una patrulla de caballería americana corriendo por el desierto, siguiendo al perro.
– Rin Tin Tin -dijo uno de los encapuchados, en inglés, y luego salieron y cerraron la puerta con llave. Le habían traído agua, bebida y un televisor.
17
Por qué se lo habían llevado, no tenía idea. Daba igual. El televisor era luz. Después de días y días en la oscuridad le dio la bienvenida como si se tratara de algo sagrado. Al cabo de una hora ya se había convertido en su compañero y, al cabo de un día, en un amigo. Que pudiera ver sólo un canal no importaba, ni que la recepción, según manipulara la antena, resultara clara y nítida o imposiblemente borrosa, con imágenes cubiertas de nieve y un sonido gravemente distorsionado. El sonido era poco importante, de todos modos, porque casi todo el tiempo las emisiones eran en alemán, un idioma que desconocía por completo. Pero le era absolutamente igual. La televisión representaba una conexión, aunque fuera leve, con el mundo que había fuera de su cabeza. A pesar de que emitieran básicamente viejos programas de televisión americana doblados al alemán. Pasaba horas contemplando fascinado series como Davy Crockett, Andy Griffith, Father Knows Best, Gunsmoke, Dobie Gillis, F Troop, The Three Stooges, Corrupción en Miami, Magnum, P.I., La fuga de Hogan, Gilligan's Island, Leave It To Beaver, más The Three Stooges… cualquier cosa. Por primera vez en días había algo además de él mismo, su propia rabia y pensamientos y aquella densa oscuridad.
Entonces ocurrió algo totalmente distinto y todo cambió: aparecieron las noticias de la noche. En directo y emitido en alemán, parecía emitirse desde Hamburgo, pero mostraba imágenes de vídeo de todo el mundo, muchas de ellas con entrevistas en el idioma del país, con un narrador en alemán que explicaba lo que ocurría. No sólo oyó hablar en inglés, sino que escuchó historias de Nueva York, Washington, San Francisco, Londres, Roma, El Cairo, Tel Aviv, Sudáfrica, Poco a poco empezó a deducir el día y la fecha; hasta la hora.
Eran las 19:50 del viernes 7 de marzo. Exactamente siete semanas después de su caída al agua del río que pasaba junto a la Villa Enkratzer. De pronto pensó en Rebecca. ¿Dónde estaría ahora y qué habría pasado? A estas alturas ya debían de considerarle muerto. ¿Cómo habría reaccionado ante este hecho? ¿Estaría bien, o habría vuelto a caer en el terrible estado en el que se encontraba antes? ¿Y qué habría pasado con Alexander?… O más bien, Raymond, ¿sería ya el zar? ¿Era posible hasta que se hubieran casado?
Como si la respuesta fuera de origen divino, de pronto le aparecieron los dos en la pantalla del televisor: Rebecca, sonriendo con calidez y vestida más elegante de lo que jamás la había visto, y Raymond, con el pelo perfectamente cortado, con un traje elegantísimo y sin la barba. Y todavía absolutamente irreconocible como Raymond Thorne. Recorrían un pasillo dentro de Buckingham Palace acompañados de Su Majestad, la reina de Inglaterra. Rápidamente, el reportaje giraba hasta una escena muy parecida en Washington, D.C., sólo que esta vez la pareja aparecía en el jardín de rosas de la Casa Blanca y en compañía del presidente de Estados Unidos.
El narrador alemán hablaba por encima de los trozos en los que se oía al presidente expresándose en inglés, pero hasta con el alemán doblado fue capaz de entender la información que se ofrecía: el anuncio de la boda entre Alexander Nikolaevich Romanov, zarevich de Rusia, y Alexandra Elisabeth Gabrielle Christian, princesa de Dinamarca, que iba a celebrarse en Moscú el miércoles 1 de mayo, el antiguo día del trabajador soviético, a la que seguiría de inmediato la ceremonia de coronación del zar en el Kremlin.
Marten bajó el sonido de la tele para quedarse de pie frente a la pantalla, atónito, mirando ausente al televisor. Tenía que hacer algo, pero ¿qué? Era prisionero y estaba atrapado en aquella habitación.
De pronto la emoción se apoderó de él. Se volvió hacia la puerta y se puso a aporrearla, gritando para que alguien acudiera a abrirle. Tenía que salir de allí. ¡Tenía que salir ahora mismo!
No tenía idea de cuánto tiempo había estado aporreando y gritando, pero no vino nadie. Finalmente abandonó y volvió a acercarse al televisor que tenía en el suelo, con su luz blanca que iluminaba tenuemente la habitación.
Clic.
Furioso, la apagó. El brillo se desvaneció y él volvió a tumbarse en su catre, escuchando su propia respiración. Antes, la luz lo había significado todo. Ahora la oscuridad era igual de bienvenida.
18
Hotel Baltschug Kempinski, Moscú. Jueves 21 de marzo. 10:50 h
CENA ESTATAL DE CORONACIÓN
PALACIO DEL GRAN KREMLIN
Salón de San Jorge – capacidad aproximada 2.000 personas
(a confirmar)
Menú principal
Sopa -borscht ucraniano
Pescado -esturión en su jugo
Ensalada -izkrasnoy svykli (ensalada de remolacha)
Plato principal -estofado Stroganoff con berenjena rellena
Relevée -liebre en su jugo con puré de cuatro tubérculos
Postre -crêpes de lingonberry con miel y brandy
Licores -vodka ruso
Vinos -Beaujolais, Moselle, Petsouka, Novysuet Reserve, Borgoña, Château d'Yquem, champagne ruso
Té, café.
Alexander estaba sentado frente a una mesa de despacho antigua en la suite presidencial de la planta octava, estudiando el menú para la cena de su coronación. Había otros asuntos que esperaban ser discutidos: la seguridad, el itinerario que debía recorrer a lo largo de las seis semanas siguientes, que incluía los planes de viaje y de alojamiento para él mismo, Rebecca y la baronesa; entrevistas en televisión y otros medios; planes para la boda y para la propia coronación, el escenario, la ruta, el vestuario, las carrozas…
Al otro lado de la mesa el coronel Murzin atendía a varios teléfonos al mismo tiempo, al igual que lo hacía Igor Lukin, su recién nombrado secretario privado. Más allá, al otro lado de la estancia, media docena de secretarias se apresuraban por mesas de trabajo provisionales, y éstas eran sólo las más inmediatas.
La octava planta entera había sido ocupada por los casi trescientos miembros del personal del zarevich. Era como si estuvieran preparando una inauguración presidencial, unos Juegos Olímpicos, la final de la liga norteamericana de béisbol, la copa del mundo y la entrega de los Osear, todo al mismo tiempo. Y, de alguna manera, así era. Era un evento enorme y muy amplio… y, para todos aquellos que trabajaban en el mismo, muy emocionante. No había sucedido nunca en sus vidas y, excepto en caso de enfermedad o accidente, probablemente no volvería a suceder. El 1 de mayo Alexander se convertiría en el zar para toda la vida, y tenía tan sólo treinta y cuatro años de edad.