Otra vez.
The Three Stooges, Gilligan's Island, Corrupción en Miami, El show de Ed Sullivan.
Otra vez.
The Three Stooges, Gilligan's Island, Corrupción en Miami, El show de Ed Sullivan.
Nicholas Marten dormitaba, se despertaba, se volvía a dormir. Y entonces se levantó y hizo todo lo posible por recuperar la fuerza física y luego, conservarla. Una hora, dos horas, tres, cada día. Abdominales, balanceos del tronco, levantamiento de las piernas, equilibrio de las extremidades, estiramientos, correr sin desplazarse. Sus costillas rotas y los rasguños de la caída al río ya estaban prácticamente curadas. Lo mismo que sus heridas de arma blanca.
No sabía con exactitud cuánto tiempo llevaba allí dentro, pero le daba la impresión de que era una eternidad. Le parecía que habían pasado semanas desde el último interrogatorio. La intensidad del principio había ido cediendo poco a poco, y eso lo llevaba a preguntarse qué había sucedido. Tal vez su interrogador de la voz ronca se había marchado a hacer otras cosas, y había dejado en su lugar un equipo de vigilantes para que se ocuparan de él. O tal vez lo habían encontrado y detenido. O tal vez se hubiera desplazado a otro lugar del mundo para hablarles del americano al que habían capturado y para hacer algún trato con él. Incluso si no era de la CIA, todavía lo podían matar y dejar su cadáver tirado en algún lugar y decir que lo era, para cualquier ventaja que eso les supusiera.
Cada día, cuando entraban a llevarle la comida, él insistía, preguntándoles, ¿por qué? ¿Por qué lo mantenían allí encerrado? ¿Qué pensaban hacer con él? Y cada día obtenía la misma respuesta: cállate. Cállate. Y entonces le dejaban la comida y se marchaban. Y luego venía el temido sonido de la puerta que se cerraba con llave.
Otra vez.
The Three Stooges, Gilligan's Island, Corrupción en Miami, El show de Ed Sullivan. Y esta vez con Rin Tin Tin añadido.
Empezaba a imaginarse que tal vez las series no existían. Que quizá la pantalla estaba en blanco y era él quien se imaginaba las series. Tal vez había cambiado el único canal que retransmitía algo por un canal sin señal, tan sólo para tener la tele encendida para darle luz. No lo sabía, no lo recordaba. Todo giraba alrededor de las noticias de la noche, pero cada vez le costaba más hacerse a la idea de la hora del día o de la noche en la que se encontraba, o de la fecha en que vivía, porque habían empezado a emitir las noticias de la misma manera que emitían las series, una y otra vez, las repetían unas ocho veces al día. Además, la última noticia que había visto de Alexander y Rebecca había sido unos días atrás. Curiosamente, había sido algo divertido y le hizo reír en voz alta: la primera risa que recordaba en meses.
La prensa, ávida de saber cualquier cosa de Rebecca, la había mostrado en el jardín de una mansión en Dinamarca, acompañada de dos personajes de mediana edad, bien vestidos y sonrientes, el príncipe Jean Felix Christian y su esposa, Marie Gabrielle, que eran sus padres biológicos (o eso es lo que había sido capaz de deducir ahora que, poco a poco, empezaba a comprender algo de alemán). Explicaron la historia de quién era, explicaron que había sido secuestrada de niña y que a sus padres se les pidió un rescate. Ellos esperaron en vano más noticias de los secuestradores mientras las agencias policiales investigaban, pero nunca más ocurrió nada. Hasta ahora.
Luego el reportaje mostraba el lugar en el que ella pasó sus primeros años, en Coles Córner, Vermont. Alexander sabía perfectamente que ella se había criado en Los Ángeles como Rebecca Barron, pero tuvo el acierto de dejar que la versión de su infancia en Vermont pasara como cierta, y funcionó. Al menos media docena de lugareños fueron entrevistados y afirmaron haber conocido a Rebecca y a su hermano, Nicholas, de niños. Resultaba increíble, como si todos allí sintieran alguna necesidad imperiosa de formar parte de aquel inmenso mito, de modo que se inventaban todo tipo de anécdotas personales sobre la pequeña muchacha del pueblo que pronto se convertiría en la hermosa zarina de Rusia. Bailes del colegio, desfiles del 4 de julio, compañeros y compañeras, una profesora de tercero que la había ayudado con su terrible caligrafía. «Oh, era realmente terrible.»
Incluso mostraron una escena grabada en el pequeño cementerio familiar de la antigua casa solariega de los Marten; el reportero se había colocado directamente sobre el lugar sin nombre en el que Hiram Ott había enterrado al auténtico Nicholas Marten. Alfred Hitchcock no lo habría hecho mejor, hasta el último detalle de perfección: un periodista que interrogó a un concejal de Coles Córner sobre el expediente académico de Rebecca se enteró de que varios años antes, el ayuntamiento del municipio, que, curiosamente, compartía instalaciones con los bomberos, había sufrido un grave incendio que lo dejó reducido a cenizas y todos los archivos municipales, incluidos los del departamento de educación, fueron pasto de las llamas.
Ante esto Nicholas Marten, el nuevo Nicholas Marten, el cautivo, tuvo un ataque de risa, y luego se rio y se rio hasta que la risa se convirtió en llanto y en dolor de estómago.
Pero todo esto había sucedido unos días antes, y desde entonces no los había vuelto a ver. Hasta las noticias le parecían absurdas y llenas de repeticiones. Se estaba volviendo loco y lo sabía.
Entonces, por millonésima vez, oyó la sintonía de Gilligan's Island y, de pronto, dijo que basta. Cualquier cosa era mejor que la tele. Al menos, a oscuras, podía escuchar los ruidos de la ciudad que había allí fuera. Sirenas, tráfico, niños jugando, camiones recogiendo la basura. Y, de vez en cuando, gritos de enfado en alemán.
De pronto se dirigió hacia el halo de luz, dirigiendo la mano apasionadamente contra el interruptor de encendido de la tele, cuando la cadena cortó la emisión de Gilligan's Island para poner en antena un presentador de noticias en alemán. Marten oyó el nombre sir Peter Kitner y entonces la cámara cortó la imagen del estudio para poner las imágenes de una carretera rural inglesa. Henley-on-Thames, se podía leer en el subtítulo. Vio a la policía y a los equipos de rescate y los restos terribles de un Rolls Royce que había explotado. No había necesidad de traducción. Entendía perfectamente lo que el periodista alemán contaba: el coche había explotado y cuatro personas habían muerto: sir Peter Kitner, el titán de la prensa, antiguo zarevich ruso, nieto del zar Nicolás, hijo del fugado Alexei; la esposa de Kitner, Luisa, prima del rey Juan Carlos de España; su hijo Michael, heredero del imperio mediático Kitner; y el conductor del vehículo, el guardaespaldas de Kitner, un tal doctor Geoffrey Higgs.
– Dios mío, también los ha matado -musitó Marten, horrorizado.
De pronto, el horror se convirtió en ira.
– ¡Raymond! -exclamó. Se volvió de la pantalla bruscamente. Daba igual que hubiera matado a Red, a Josef Speer, a Alfred Neuss, o a Halliday o a Dan Ford, o a Jean-Luc Vabres o al impresor de Zúrich, Hans Lossberg. Alexander/Raymond se había vuelto otra vez contra su propia familia, esta vez matando a su padre, como antes había matado a su medio hermano. ¿Qué pasaría cuando tuviera un ataque y desatara su terror contra Rebecca?
No podía soportar pensar en ello, pero sabía que tenía que hacer algo, y que tenía que hacerlo cuanto antes.
21
Una vez más, Marten anduvo arriba y abajo por la habitación. Esta vez sus pensamientos estaban concentrados en sus captores. En quiénes eran, quiénes podían ser, qué los movía. Buscaba un punto débil, algo que no hubiera advertido, algo que se le hubiera pasado por alto, un lugar en el que fueran vulnerables. Empezó a pensar en retrospectiva, examinando su comportamiento desde el momento en que habían cogido el control sobre él, en Róterdam, a lo largo de todos los días y semanas hasta ahora. Lo que le parecía más evidente, y que ya había pensado antes, era que, por muy intensos que hubieran sido los interrogatorios o aislada su cautividad, aparte de algún pequeño golpe o bofetón, no habían recurrido nunca a ninguna forma de castigo físico. Su método había consistido meramente en interrogarlo y en aislarlo en la oscuridad, para hacer que su cerebro hiciera el trabajo por ellos. Lo que ignoraba era el motivo por el cual le habían facilitado el televisor. Tal vez estuvieran, sencillamente, mostrándose humanos. O tal vez fuera por alguna otra razón que ignoraba. Pero el hecho era que no lo habían torturado y que le habían proporcionado alimentos y el aseo básico que le permitía permanecer básicamente limpio. Considerándolo de esta manera, empezó a pensar que tal vez no fueran ni terroristas ni traficantes de drogas, sino más bien gente como el «transportista» que traficaba con seres humanos, que, a estas alturas, habían decidido que Marten no era el pez gordo que pensaron inicialmente y se estaban preguntando qué hacer con él.