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»No pasará demasiado tiempo antes de que encuentren su puerta, y cuando entren por ella le aseguro que no lo harán sonriendo. -Marten hizo una pausa para darle a su interrogador un poco de tiempo para pensar, pero no demasiado-. El reloj sigue avanzando, y el cerco se está estrechando. Si yo fuera usted cogería a mis hombres y me marcharía con ellos lo más lejos y lo antes posible.

Durante un buen rato hubo silencio. Luego Marten oyó un chasquido de dedos y, sin mediar palabra, se lo llevaron escaleras arriba hasta su habitación. Ya sin la venda de los ojos, se quedó allí sentado a oscuras sin tener idea de qué esperar. Pasó una hora y luego otra, y empezó a preguntarse si había errado el tiro y ya ahora estarían haciendo tratos para mandarlo al escondite de alguna banda terrorista para que lo trataran de alguna manera que no quería ni imaginar.

Pasó otra hora. Entonces los oyó acercarse por las escaleras. Eran cuatro, al parecer. A los pocos segundos la puerta se abrió de un golpe y le vendaron los ojos y lo maniataron de nuevo. Entonces lo sacaron por la puerta y lo bajaron por las escaleras. Un tramo, luego otro, y luego dos más. Oyó una puerta que se abría de golpe y entonces lo sacaron a la fría intemperie.

Lo empujaron y pudo oír a alguien que gruñía, y entonces lo levantaron y lo metieron a trompicones en lo que parecía la bodega de un furgón, el mismo medio por el que había llegado hasta allí. Contuvo el aliento, esperando que lo tiraran al suelo y lo enrollaran en una alfombra como la otra vez, pero en cambio oyó la voz gutural de su interrogador.

– Que Dios sea bondadoso contigo -le dijo. Entonces los oyó marcharse. Cerraron las puertas de un golpe y cerraron el seguro desde fuera. Lo siguiente que oyó fue el motor que arrancaba. Un segundo más tarde, el sonido del cambio de marchas y sintió el vehículo que avanzaba.

23

Marren se preparó para lo peor mientras el furgón aceleraba. Al cabo de veinte segundos el vehículo ralentizó la marcha y tuvo que mentalizarse de nuevo, al sentir como el conductor hacía una curva cerrada y luego otra. Ignoraba por completo dónde había estado hasta entonces, o adonde lo llevaban ahora, pero ya no importaba. Las palabras frías y tétricas de su interrogador le habían bastado.

Que Dios sea bondadoso contigo. Era una sentencia de muerte. Había malinterpretado totalmente a aquellos hombres. Se había pasado de listo y ahora eran ellos los que se burlaban de él y les había puesto el premio en bandeja, un premio mayor de lo que nunca se habrían esperado. Y debido a ello ahora se encontraba de camino al infierno. Corrían tiempos brutales y sabía demasiado bien lo que les había ocurrido a otros sujetos que se habían convertido en trofeos de uno u otro tipo. Estaba convencido de que en pocas horas sería entregado a algún grupo desconocido. Sería interrogado y luego torturado hasta que hiciera cualquier tipo de declaración política que le exigieran. Y finalmente, lo matarían. Lo más probable sería que todo tuviera lugar frente a una cámara de vídeo y que una copia de la grabación fuera enviada a una serie de agencias de noticias internacionales con el fin de divulgar el poder terrible y sin escrúpulos al que el mundo se enfrentaba.

Si Rebecca lo veía, se quedaría lo bastante horrorizada como para volver al estado vegetal en el que se encontraba en Los Ángeles. Y sólo Dios sabe cómo el desequilibrado Alexander reaccionaría ante aquella situación.

Que Dios sea bondadoso contigo.

Había tratado de echarse un farol y lo habían pillado. Y ahora estaba encerrado en la bodega de un furgón, maniatado y con los ojos vendados, como un animal de camino al matadero. Y como un animal, no tenía ninguna posibilidad de cambiar su destino.

Marten calculó que había pasado casi una hora hasta que el furgón redujo la velocidad y se detuvo. Al cabo de un momento el conductor giró bruscamente a la derecha y condujo un poco más de un kilómetro, luego volvió a girar a la derecha y, de pronto, otra vez a la izquierda. Cincuenta metros más y el furgón se detuvo. Oyó voces y el sonido de puertas que se abrían. Fuera donde fuera que lo habían llevado, aquí estaban. Se preparó mientras las puertas de atrás se abrían bruscamente y oía a dos hombres que subían. Entonces unas manos lo agarraron y fue empujado hacia fuera y al suelo.

– Que Dios sea bondadoso contigo -dijo una voz desconocida cerca de él. Aquello era su mantra, lo sabía, y tuvo la certeza de que iban a matarlo allí mismo. Su único pensamiento fue «por favor, que sea rápido».

Entonces oyó un clic nítido y esperó que alguien apoyara el frío acero de un revólver contra su sien. Volvió a suplicar para sus adentros que fuera rápido. Al cabo de un segundo notó que le metían algo en el bolsillo de la chaqueta. Entonces le cortaron las correas que le ataban las muñecas. Bruscamente oyó el correteo de pies y el sonido de las puertas del furgón que se cerraban de golpe, y el motor que se ponía en marcha y luego que aceleraba y se alejaba.

Marten se arrancó la venda de los ojos. Era de noche. Estaba solo en una calle oscura de la ciudad. Los faros del furgón desaparecieron al volver la esquina.

Por un momento permaneció petrificado, incrédulo. Y luego, muy lentamente, una sonrisa monstruosa le cruzó la cara:

– Dios mío… -dijo, en voz alta- ¡Oh, Dios mío!

Lo habían liberado.

24

Marten dio media vuelta y se echó a correr.

Cincuenta metros, cien. Más adelante vio una calle bien iluminada. Oyó música. Música alta, como la que sale de los bares y discotecas de noche. Miró hacia atrás. La calle, detrás de él, estaba desierta. Al cabo de treinta segundos dobló una esquina y se metió en una calle animada por el tráfico nocturno. Los peatones llenaban las aceras y él se unió a ellos, tratando de entremezclarse con la muchedumbre, por si, por alguna razón, sus secuestradores cambiaban súbitamente de opinión y volvían a buscarle.

Ignoraba dónde, en qué ciudad se encontraba. Los retazos de conversaciones que oía al pasar eran casi todos en alemán. El canal de televisión que había mirado durante su cautiverio emitía en alemán; las voces que oyó de la calle contigua hablaban en alemán, de modo que supuso que lo habían llevado a algún lugar de Alemania. Ahora las conversaciones de la gente que lo rodeaba parecían confirmarlo. Había estado en Alemania y probablemente seguía en Alemania. O en una ciudad fronteriza.

Ahora vio un gran reloj digital en el escaparate de un comercio que marcaba la 1:22. Había una señal en la calle, al final de la manzana siguiente, en la que se leía REEPERBAHN. Y entonces vio un anuncio grande e iluminado. Era del hotel Hamburg Internacional. Entonces pasó un autobús, y en él había un anuncio del Hamburger Golf Club. No sabía dónde había estado hasta entonces, pero ahora estaba prácticamente seguro de que se encontraba en Hamburgo.

Siguió andando, tratando de orientarse, sin saber muy bien qué hacer.

La calle por la que caminaba parecía estar ocupada exclusivamente de bares y discotecas. La música salía de cada portal; música de todo tipo, rock, hip-hop, jazz y hasta música country.

Estaba a punto de llegar al final de la manzana cuando el semáforo se puso rojo y los peatones que lo rodeaban se detuvieron. Se detuvo con ellos y respiró una fuerte bocanada del aire nocturno. Distraídamente, levantó la mano y se tocó la barba, y luego se miró el esmoquin raído en el que prácticamente vivía desde que estuvo en Davos. El semáforo se pudo verde de nuevo y él y los demás avanzaron. De pronto recordó que sus secuestradores le habían metido algo en el bolsillo justo antes de cortarle las cuerdas de las manos. Se tocó el bolsillo y notó un bulto, entonces metió la mano y sacó una pequeña bolsa de papel. No tenía idea de lo que había dentro y se apartó de la muchedumbre para detenerse bajo la luz de una tienda y abrirla. Dentro encontró su cartera y un sobre de plástico del tamaño de la mano. Para su total sorpresa, todo lo que antes había en la cartera seguía allí, aunque claramente empapado y luego puesto a secar, después de su accidentado viaje curso abajo del río: su permiso de conducir inglés, su carnet de estudiante de la Universidad de Manchester, las dos tarjetas de crédito, los aproximadamente trescientos dólares en euros y la foto de Rebecca a la orilla del lago, el Jura. Por alguna razón, le dio la vuelta. Garabateado en lápiz en el dorso había una sola palabra: zarina.