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De nuevo, la sonrisa que antes le había inundado el rostro le asomó por los labios. Esta vez no sólo por la sensación de que lo habían liberado, sino por el triunfo. Sin importar quiénes eran sus secuestradores, el hecho es que se habían tomado en serio su advertencia, habían hecho los deberes rápidamente y luego habían decidido que lo último que les faltaba era enfrentarse al FSO o a la policía secreta rusa. Después de semanas cautivo, Marten se había convertido de pronto en el hijo bastardo del que no querían saber nada y lo habían echado literalmente a la calle, mediante el viaje en furgón que utilizaron para asegurarse de que sería incapaz de reconstruir el rastro hasta ellos. Su «que Dios sea bondadoso contigo» tal vez hubiera sido un mantra, pero no había sido una sentencia de muerte. Más bien un saludo para mandarlo a su viaje en solitario y, con el gesto de devolverle sus pertenencias personales intactas, una plegaria para que él también fuera «bondadoso» con ellos si un día volvían a encontrarse cara a cara y los papeles se habían invertido.

Las risas de un grupo de adolescentes que pasaban cerca hicieron que Marten fuera más consciente de que estaba llamativamente solo, y siguió avanzando. Mientras caminaba, se puso la cartera en el bolsillo y abrió el sobre de plástico. Dentro encontró un grabado grande, en forma de moneda, del escudo de la familia Romanov, que obviamente estaba pensado para ser un recuerdo de la velada en Davos. Con él había otro recuerdo, el objeto al que sus interrogadores se estuvieron refiriendo: un sobre, ahora medio borrado, de 12 X 17 cm, de color crema. Dentro debía de haber el anuncio formal de la restauración de la monarquía rusa y el nombramiento de Alexander como nuevo zar. Marten abrió el sobre y sacó una tarjeta sencilla pero elegantemente impresa que, como el sobre y el contenido de su cartera, mostraba signos de los maltratos sufridos en su viaje fluvial.

De pronto se quedó sin aliento y petrificado en medio de la acera. La gente protestó y se empujó para no chocar con él, pero él no les prestó la más mínima atención; todo su interés estaba centrado en la tarjeta que tenía en la mano. Descolorida o no, lo que había impreso en la tarjeta era claramente legible. Impreso en letras de oro en la parte superior ponía:

Villa Enkratzer

Davos, Suiza

17 de enero

Abajo estaba el resto.

Menú conmemorativo con ocasión del anuncio de la restauración de la familia imperial Romanov al trono de Rusia y el nombramiento de Alexander Nikolaevich Romanov como zarevich de Todas las Rusias.

Marten se estremeció al darse cuenta de que lo que tenía en la mano no era sólo un recuerdo conmemorativo anunciando la restauración de la monarquía, sino que era aquello que él y Kovalenko habían estado buscando. ¡Era el segundo menú!

Moscú, Gorky Park. Miércoles 2 de abril, 6:20 h

El parque no estaba abierto al público hasta las diez, pero sí era accesible para un policía que quería perder peso y ponerse en forma. Y esto era lo que Kovalenko estaba haciendo a aquella hora temprana y fría de la mañana, correr, pasar ante la enorme noria por tercera vez en una hora, haciendo gimnasia. Estaba harto de tener barriga y papada. Se había puesto a beber menos, a comer más sano y a levantarse temprano. Y a correr, a correr mucho. Por qué, no estaba muy seguro, excepto que tal vez lo hacía para ganar tiempo, tratando de ganarle puntos a la mediana edad. O tal vez intentara olvidar el asunto que ahora ocupaba todos los rincones de la atención pública: la increíble obsesión por Alexander y Rebecca, explotada con desenfreno por la prensa y magnificada por una febril cuenta atrás hasta el día de su boda y de la coronación.

La vibración de su teléfono móvil en el bolsillo interior de la chaqueta del chándal interrumpió su concentración. Nunca sonaba a aquella hora. Su vida se había convertido en una rutina de papeleo, no de intriga, y ahora ya sólo tenía un contacto muy esporádico con su inspectora jefe, de modo que ya no trataba asuntos policiales. La llamada tenía que ser de su esposa, o de alguno de sus hijos.

– Da -dijo, casi sin aliento, resoplando mientras abría el aparato.

– El arma del crimen era un cuchillo -le dijo una voz conocida.

– Shto?-¿Qué?, dijo Kovalenko, petrificado.

– La navaja. Tu gran navaja española, la que sacaron de la caja fuerte de Fabien Curtay.

– ¿Marten?

– Sí, Marten.

– Madre de Dios, ¡si estás muerto!

– ¿Es eso lo que creen?

Kovalenko miró a su alrededor y se apartó al ver venir un furgón de servicios del parque.

– ¿Cómo? ¿Qué ha sucedido?

– Necesito que me ayudes.

– ¿Dónde estás?

– En un bar, en Hamburgo. ¿Puedes venir?

– No lo sé. Lo intentaré.

– ¿Cuándo? -le insistió Marten.

– Llámame dentro de una hora.

25

Aeropuerto de Fuhlsbüttel, Hamburgo, Alemania.

El mismo día, miércoles 2 de abril, 17:30 h

Marten vio a Kovalenko salir por la puerta de Lufthansa en medio de un grupo de pasajeros y cruzar por el pasillo hacia la cafetería en la que lo esperaba. Podía ver al ruso que lo buscaba con la mirada mientras avanzaba, pero sabía que Kovalenko no sería capaz de reconocerle. No sólo llevaba barba como él, sino que había perdido casi doce kilos y se había quedado en los huesos. Además, durante las horas en las que estuvo esperándolo, se había gastado ciento sesenta de sus euros y había tirado su viejo esmoquin a la basura para cambiarlo por un traje de pana marrón, un polo de algodón y un jersey azul marino. Tenía el mismo aspecto que Kovalenko, el de un profesor. Dos profesores universitarios encontrándose en la cafetería de un aeropuerto, una escena que no tenía nada de excepcional.

Kovalenko llegó al bar y entró. Pidió una taza de café en la barra y luego se sentó a una mesa cerca del fondo y sacó un periódico. Al cabo de un momento Nicholas se sentó en una silla, a su lado.

– Tovarich -le dijo. Camarada.

– Tovarich. -Kovalenko lo miró con atención, como si quisiera asegurarse de que era él realmente-. ¿Cómo…? -dijo, finalmente-. ¿Cómo lograste sobrevivir? ¿Y por qué apareces aquí, tantas semanas más tarde?

Al cabo de diez minutos estaban en el autobús del aeropuerto, camino de la Hauptbahnhof, la estación central de trenes de Hamburgo. Quince minutos más tarde Kovalenko lo había llevado por Ernst-Merckstrasse hasta el restaurante Peter Lembcke. Cuando ya iban por la segunda cerveza les trajeron la sopa de anguila y Kovalenko pudo escuchar al fin la respuesta a su «cómo»… al menos todo lo que Marten era capaz de recordar. La niña que lo encontró en la nieve, la familia fugitiva, el «transportista», Róterdam, el viaje en furgón enrollado en una alfombra, el cautiverio en habitaciones oscuras, los temibles interrogatorios por hombres a los que nunca vio… y de los que todavía no sabía quiénes eran ni dónde le tuvieron escondido. La televisión interminable, el hecho de haber visto a Alexander y a Rebecca con sus padres biológicos en Dinamarca, con la reina de Inglaterra y con el presidente de Estados Unidos. Y los restos del coche en el que Peter Kitner y su familia habían sido asesinados. Fue entonces cuando Marten sacó el sobre que sus secuestradores le habían devuelto y se lo dio a Kovalenko.