– Ábrelo -le dijo, y Kovalenko lo hizo y sacó la elegante tarjeta desteñida que empezaba por:
Villa Enkratzer
Davos, Suiza,
17 de enero
Marten lo observó mientras la miraba, vio su reacción al darse cuenta de lo que era, vio cómo de pronto levantaba la vista.
– El segundo menú -dijo Marten-. Gíralo y mira con atención la esquina inferior derecha.
Kovalenko lo hizo y Marten lo oyó gruñir al ver lo que ponía. En un cuerpo diminuto, casi tan diminuto que costaba leerlo, había escrito H. Lossberg, maestro impresor. Zúrich.
– La esposa de Lossberg dijo que su marido conservaba siempre una copia de todo lo que imprimía -dijo Marten, mirando a Kovalenko a los ojos-. Pero cuando fue a buscarla, no la encontró. También nos dijo que hubo que imprimir exactamente doscientas copias del menú, ni una más, ni una menos, y que luego las pruebas debían ser destruidas y la tipografía desmontada. Lossberg y el comercial Jean-Luc Vabres eran buenos amigos. Ésta era una noticia muy importante. ¿Y si Lossberg le dio su única copia a Jean-Luc Vabres, y a su vez, Vabres iba a entregársela a Dan Ford? Alexander no podía permitir que se supiera que él iba a convertirse en zarevich hasta que Kitner hubiera sido presentado a la familia y luego hubiera renunciado al trono a favor suyo.
– Y de alguna manera, a través de su contacto en Zúrich -prosiguió ahora Kovalenko-, descubrió lo que Lossberg había hecho. Hizo seguir a Vabres, o le pinchó el teléfono, o las dos cosas, y entonces, cuando Vabres iba a encontrarse con Dan Ford para darle el menú, él estaba ya allí, esperándolos.
Marten se le acercó un poco más.
– Quiero alejar a Rebecca de su lado.
– ¿Estás al tanto de lo ocurrido? En pocas semanas se ha convertido en una celebridad.
– Sí, ya lo sé.
– Creo que no entiendes la magnitud del asunto. En Rusia, él es una estrella, un rey, casi un dios. Y ella también.
Marten repitió lentamente sus palabras:
– Quiero alejar a Rebecca de su lado.
– Están rodeados por el FSO. Murzin se ha convertido en su guardaespaldas personal. Sería como intentar secuestrar a la esposa del presidente de Estados Unidos.
– No es su esposa. Todavía no.
Kovalenko puso la mano sobre la de Marten:
– Tovarich, ¿quién sabe si ella lo abandonaría, aunque tú se lo pidieras? Las cosas han cambiado de una manera inconmensurable.
– Lo haría si yo me acercara a ella y le contara quién es él realmente.
– ¿Acercarte a Rebecca? No podrías acercarte ni a un kilómetro de ella sin que te pillaran. Por no hablar de que estás aquí y no en Moscú.
– Por eso necesito tu ayuda.
– ¿Qué quieres que haga? Estoy casi sin empleo y, desde luego, sin contactos a ese nivel.
– Consígueme un móvil, un pasaporte y algún tipo de visado que me permita viajar hasta y por dentro de Rusia. Utiliza mi nombre si es necesario. Ya sé que es peligroso, pero de esta manera podrás sencillamente renovar mi pasaporte americano. Eso sería más fácil y más rápido.
– Estás muerto.
– Eso lo hace todavía mejor. Tiene que haber más de un Nicholas Marten en este mundo. Di que soy un profesor visitante de Paisajismo de la Universidad de Manchester que desea estudiar los jardines rusos. Si alguien lo quiere comprobar, no encontrarán más que confusión al otro lado. Una confusión que podría jugar a nuestro favor. Estoy muerto. Soy otra persona. Ahora soy profesor, no estudiante. Nadie podrá estar seguro. La universidad es una burocracia descontrolada. La gente va y viene constantemente. Podría llevarles días, semanas, descubrirlo. E incluso entonces puede que no encuentren nada seguro. -Marten miró a Kovalenko directamente-. ¿Puedes hacerlo?
– Yo… -Kovalenko vaciló.
– Yuri… de niño mató a su hermano, y de mayor ha matado a su padre.
– ¿La bomba en el coche de sir Peter?
– Sí.
– Crees que ha sido cosa de Alexander.
– No hace falta mucha imaginación.
Kovalenko miró a Marten y no levantó la vista hasta que el camarero se acercó a su mesa.
– No, desde luego. -Se inclinó un poco hacia él y bajó la voz-. Utilizaron explosivos muy sofisticados, y el detonador era ruso. La investigación se está desarrollando de manera muy secreta. Pero todavía no significa que Alexander lo hiciera o encargara el atentado.
– Si le hubieras visto los ojos en el puente de encima de la finca cuando intentó matarme; si hubieras visto el cuchillo y cómo lo utilizaba, lo entenderías. Está perdiendo cualquier control que antes pudiera tener. Es lo que pensamos cuando vimos el cuerpo de Dan salir del agua. Cuando vimos lo que le hizo a Vabres. Y lo mismo con Lossberg en Zúrich.
– Y temes que en algún momento pueda desatar la misma furia sobre tu hermana.
– Por supuesto.
– Entonces, tovarich, tienes toda la razón. Tenemos que hacer algo.
26
Catedral de Pedro y Pablo, cripta de la capilla de Santa Catalina. San Petersburgo, Rusia. Jueves 3 de abril. 11:00 h
Con velas funerarias encendidas solemnemente entre sus manos, Alexander y Rebecca permanecían junto al presidente Gitinov y al rey Juan Carlos de España mientras Gregorio II, el santo patriarca de la iglesia ortodoxa rusa, oficiaba el solemne funeral de réquiem. A su izquierda, en la sala ornada de mármol, estaban las tres hijas de Peter Kitner con sus esposos. Aparte de los varios sacerdotes que atendían al patriarca, y de la baronesa, vestida de negro y con un velo que le cubría el rostro, no había nadie más. El oficio era estrictamente privado.
Ante ellos reposaban tres ataúdes cerrados con los restos mortales de Peter Kitner, su hijo Michael y su esposa Luisa, prima de Juan Carlos.
– Hasta en la muerte, oh, Señor, Petr Mikhail Romanov devuelve la grandeza al alma y a la tierra de Todas las Rusias. -Las palabras de Gregorio II resonaban por las columnatas doradas y el inmenso pavimento de piedra de la cripta en la que descansaban los restos del bisabuelo de Alexander, el asesinado zar Nicholas, su esposa y tres de sus hijos. La misma cámara imponente y triste que había sido la morada final de todos los monarcas rusos desde Pedro el Grande y donde, con el consentimiento del Parlamento ruso, Petr Mikhail Romanov Kitner y su familia serían depositados para su eterno reposo, a pesar de no haber accedido nunca al trono.
– Hasta en la muerte, oh, Señor, su espíritu permanece.
«Hasta en la muerte…»
La baronesa sonrió tibiamente detrás del velo. Hasta en la muerte le das poder y credibilidad a Alexander; más, quizá, del que le podías haber dado en vida. Tu muerte te ha hecho más querido, casi un mártir, pero has convertido a Alexander en el último auténtico Romanov varón sucesor al trono.
«Hasta en la muerte…»
Las mismas palabras resonaban dentro de Alexander, que no tenía la mente en el funeral sino en el incesante latido de su metrónomo interior, que se hacía más fuerte y más inquietante a cada hora que pasaba. Miró a Rebecca y vio la calma reflejada en su rostro y en sus ojos. Su serenidad, hasta aquí en la cripta, con la prueba de la finalidad de la muerte a tan sólo unos cuantos palmos, en las tumbas que tenían delante, resultaba desquiciante y no hacía más que incrementar su creciente certeza interior de que Nicholas Marten no estaba muerto. No estaba muerto en absoluto. Estaba ahí fuera, en algún lugar, acercándose a él como un tsunami.