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– Cuando saliste a pasear con Nicholas llevabas un regalo contigo. -De algún lugar lejano le llegó la voz de Rebecca. Sus ensoñaciones se desvanecieron al levantar la vista y verla mirarlo fijamente a través de la mesa. Estaban solos; la baronesa se había marchado.

– ¿Qué has dicho? -preguntó, sorprendido.

– En la mansión. Llevabas un regalo, un paquete envuelto bajo el brazo, cuando tú y Nicholas salisteis a dar un paseo. ¿Qué era?

– No lo sé, no me acuerdo.

– Claro que te acuerdas. Lo llevabas desde la biblioteca. Lo pusiste sobre una mesa, en la sala de baile en la que estuvimos luego. Y luego te lo llevaste cuando…

– Rebecca, ¿por qué hablamos de regalos? ¿Dónde está la baronesa?

– Ha ido a atender una llamada telefónica.

– No había necesidad, podía haber contestado desde aquí.

– A lo mejor era una llamada confidencial.

– Sí, es posible.

Desde detrás de ellos se oyeron unos golpes a la puerta, ésta se abrió y apareció en coronel Murzin. Iba vestido con el traje azul marino y la camisa azul claro almidonada que se había convertido en el uniforme de diario de los FSO que protegían a Alexander.

– Zarevich, el modisto de París ha llegado y ha sido recibido por la baronesa. Ha pedido ver a la zarina. -Por la manera en que hablaba Murzin, Alexander comprendió que había algo que quería comentarle en privado.

– Ve con ellos, querida -dijo Alexander, mientras se levantaba-. Os veré luego, por la tarde.

– Por supuesto. -Rebecca se levantó y le sonrió. Recogió su bolso, saludó amablemente a Murzin y salió.

Murzin esperó a que se cerrara la puerta.

– He pensado que debería saberlo, zarevich. El servicio consular ha emitido un visado de empresa a un hombre llamado Nicholas Marten.

– ¿Cómo? -Alexander sintió que el corazón le daba un vuelco.

– Sucedió ayer en Hamburgo, gestionado a través del Ministerio de Asuntos Exteriores, a petición de una empresa de paisajismo británica con sede en Moscú.

– ¿Es británico?

– No, es americano. Llega hoy desde Alemania. Tiene reservada habitación en el hotel Marco Polo Presnja, aquí en Moscú.

Alexander miró fijamente a Murzin:

– ¿Es él?

– Su visado incluirá una foto. He pedido una copia electrónica, pero todavía no la hemos recibido.

Alexander se volvió de espaldas y cruzó la estancia para mirar hacia fuera. El día se mantenía espléndido bajo un cielo libre de nubes, la ciudad seguía animada con el tráfico de primera hora de la tarde y una aglomeración de peatones. Pero allí, en aquella sala, con Murzin detrás de él, podía sentir la oscuridad que volvía a acercarse a él lentamente. Y entonces, desde muy adentro, el metrónomo empezó a palpitar de nuevo.

Bum, bum. Bum, bum.

Lo mismo que antes. Enervante e irreprimible. Como un monstruo que asomaba de sus entrañas.

Bum, bum.

Bum, bum.

Bum, bum.

28

Aeropuerto Charles de Gaulle, París. Viernes 4 de abril, 12:25 h

Billete en mano, Nicholas Marten avanzaba por la línea azul pintada sobre el suelo pulido, cruzando rápidamente desde la terminal 2F, en la que había aterrizado, hasta la 2C, desde la que salía el vuelo 2244 de Air France dentro de treinta minutos. Dio interiormente las gracias por aquella línea azul, facilitaba muchísimo el tránsito de una Terminal a la otra, en especial ahora, cuando su mente estaba concentrada en Rebecca y en qué hacer con ella.

Kovalenko le informó de que estaba alojada con la baronesa Marga de Vienne en una suite de la octava planta del hotel Baltschug Kempinski. Alexander y el equipo encargado de su coronación habían reservado toda aquella planta y la de abajo. Por lo tanto, el FSO tendría las dos plantas, por no decir el hotel entero, prácticamente precintadas. Eso significaba que no tendría ninguna manera práctica de llegar hasta ella personalmente, de modo que debería encontrar el modo de que fuera ella la que llegara hasta él. Cómo lo conseguiría, lo ignoraba por completo, pero debía confiar en que encontraría la manera y en que Kovalenko estaría cerca para ayudarle.

Moscú, el Kremlin. El mismo viernes 4 de abril, 17:55 h

Murzin había dejado a Alexander en el despacho del jefe del Estado Mayor de Gitinov exactamente a las cuatro de la tarde. Luego Alexander fue acompañado hasta un despacho privado, se le sirvió café y se le pidió que esperara. El jefe del Estado Mayor, le dijeron, estaba reunido con el presidente por un asunto vital y le atendería lo antes posible. Al cabo de una hora Alexander seguía esperando. Finalmente, a las 17:20 entró un secretario y Alexander fue escoltado hasta el despacho privado de Gitinov, donde el propio presidente lo esperaba. Solo.

– Siéntese, por favor -dijo Gitinov, llevándolo hasta una confortable zona de estar donde había un par de butacas frente a una chimenea encendida. Un camarero entró, les sirvió el té y se marchó. Cuando la puerta se cerró detrás de él, Alexander se dio cuenta de que, aunque había estado con el presidente ruso en muchas ocasiones, ésta era la primera en la que se encontraban totalmente a solas. Por primera vez se dio cuenta de que Gitinov estaba mucho más en forma físicamente de lo que parecía. El corte de su ropa disimulaba un cuello fuerte y unos brazos potentes, y un pecho ancho que se estrechaba en la cintura. Los muslos se veían fuertes y musculosos bajo el pantalón, como los de un luchador o un ciclista. Más allá de su fuerza física, sus maneras resultaban también desconcertantes. Aunque su modo de actuar amable y agradable después de la caída de Marten al río y su posterior desaparición estaba guiada por la corrección política, aquí en la intimidad de su despacho parecía muy relajado, casi ajeno a lo político. Preguntó por los planes de Alexander para la coronación y para la boda, y por el destino de su luna de miel con la zarina, y hasta le sugirió algunos lugares de vacaciones en el mar Negro. Su actitud abierta, su manera de hablar, el brillo de sus ojos y la calidez de su sonrisa hubiera hecho sentirse cómoda a cualquiera de sus visitas, propiciando la tranquilidad y las ganas de devolverle la conversación con una actitud similar, como si se tratara de un encuentro entre viejos amigos. El problema era que aquello era puro teatro. En realidad Gitinov lo tenía bajo su escrutinio y estaba observando cada uno de sus gestos y palabras, mirando debajo de su capa de barniz para tratar de dilucidar si era la persona que aparentaba ser o si tenía otros proyectos y ambiciones y no era de fiar.

Para alguien lo bastante astuto como para darse cuenta de lo que estaba ocurriendo, el impacto resultaría intimidante, por no decir temible. Sin embargo, sabía perfectamente que no era el momento ni el lugar de enseñar los dientes, de modo que se limitó a seguirle el juego, relajarse y charlar de nimiedades, ofreciéndole a Gitinov la oportunidad de juzgarlo como más le apeteciera.

Al cabo de veinte minutos dieron por concluida la reunión. Se estrecharon la mano y Alexander se marchó, después de que el presidente volviera a expresarle el pésame por la muerte de su padre y luego lo despidiera como si mandara al niño al colegio.

Mirando hacia atrás, ahora pensaba que tenía que haberlo predicho: Gitinov le había querido demostrar quién mandaba, le hizo esperar un buen rato y luego le sorprendió con una reunión privada pensada para tomarle el pulso y evaluar su carácter. Pero Alexander no le había dado nada y se había dedicado a representar conscientemente el papel de agradable bufón y no el de rey. El resultado final había dejado a Gitinov, a pesar de su habilidad, con una impresión de su propia pequeñez e ineptitud, puesto que había sobrevalorado una jugada que, de entrada, ni siquiera era necesario jugar. Alexander no pudo más que sonreírse ante aquel fracaso y agradecer su efecto secundario. La intrusión había conseguido, al menos durante un rato, distraerle de su fijación con Nicholas Marten, y con ella, el terrible latido del metrónomo.