– Zarevich -dijo Murzin, mientras giraba el negro Volga para salir del Kremlin y meterse en fuerte tráfico de aquella hora de la tarde en Prechistenskaya Naberezhnaya, la amplia avenida que bordeaba el río Moscú. Con una mano al volante se sacó un papel doblado del bolsillo y se lo dio a Alexander, sentado en el asiento de atrás-. Una copia del visado de Nicholas Marten.
Alexander lo abrió rápidamente y miró el rostro con barba que lo miraba desde el papel. Era una cara delgadísima, prácticamente tapada por la barba que ocultaba la mayor parte de sus facciones. Tenía los ojos un poco desviados, como si lo hubiera hecho aposta. A pesar de todo, no cabía ninguna duda sobre su identidad y en aquel momento Murzin se lo confirmó:
– Su pasaporte es una copia del anterior. Nació en Vermont, Estados Unidos. Su domicilio actual es la Universidad de Manchester, Inglaterra. Es el hermano de la zarina.
Todavía con el papel en la mano, Alexander miró por la ventana y Moscú se le hizo borroso.
– Zarevich. -Murzin lo miraba por el retrovisor-. ¿Estáis bien?
Por un largo instante no hubo reacción, y luego los ojos de Alexander se desviaron hacia él.
– Tsarkoe Selo -dijo, con fuerza-. Llévense a la zarina y a la baronesa allí ahora, esta noche, en helicóptero. Les dirán que he sido convocado a una reunión urgente y que, teniendo en cuenta la creciente complicación de mi agenda y la atención mediática cada vez más apremiante sobre mí y la zarina, he querido liberarlas de todo esto. Nadie debe saber dónde están. Oficialmente se han ausentado de la ciudad y se encuentran en un destino desconocido para descansar antes de la coronación. Bajo ninguna circunstancia hay que informar a nadie, y en especial a la zarina, sobre Nicholas Marten.
– ¿Qué deseáis que hagamos con él?
– De este asunto me ocuparé personalmente.
29
Aeropuerto de Moscú-Sheremetyevo. 18:50 h
De nuevo, Nicholas Marten guardaba cola. Esta vez estaba en Moscú y la cola era para pasar por el control de pasaportes. En algún punto, al otro lado de las cabinas oficiales y de los agentes uniformados, lo esperaba Kovalenko. De momento, a Nicholas no le quedaba más remedio que esperar junto al más de un centenar de personas que como él debía pasar por el puesto de control.
De momento, la única persona a la que había informado de que estaba vivo era Kovalenko. Había temido informar a nadie más, hasta a lady Clem, por miedo a que Rebecca pudiera acabar enterándose y, a su vez, también lo hiciera Alexander. Ahora sabía que necesitaba llamarla y, estar allí de pie, avanzando a paso de tortuga hacia el puesto de control de pasaportes, le daba tiempo para hacerlo, de modo que sacó el móvil que Kovalenko le había facilitado, lo abrió y marcó su número. No importaba dónde estuviera ni lo que estuviera haciendo; necesitaba hablar con ella. No sólo quería hacerle saber que estaba vivo y sano, sino que quería tenerla a su lado lo antes posible.
Manchester, Inglaterra. A la misma hora
Lady Clem estaba en el baño del apartamento de Leopold, preparándose para él. El propio Leopold, un carpintero musculoso y de una belleza primitiva que le había estado rehaciendo el apartamento, la esperaba en la penumbra de su habitación, tumbado desnudo y lleno de impaciencia en su cama enorme. Cuando oyó el sonido distante del móvil que sonaba en el baño se incorporó. No era el suyo, así que tenía que ser el de ella.
– Dios mío, ahora no -protestó-. Di lo que tengas que decir y cuelga. Cuelga y ven aquí.
– ¡Nicholas Marten! -susurró Clem absolutamente atónita-. Espera. -Se puso recta, contemplando su propia desnudez en el espejo-. ¿Quién eres realmente? Seas quien seas, esta broma es exageradamente cruel.
De pronto, el rostro de Clem adquirió un tono casi morado al darse cuenta que estaba hablando con el propio Marten, y cogió rápidamente el albornoz de Leopold que colgaba de detrás de la puerta como si Marten pudiera verla y saber lo que estaba a punto de hacer.
– ¡Nicholas Marten, eres un cabrón! -susurró, furiosa, mientras se echaba el albornoz por encima-. ¿Cómo te atreves a llamarme así, aquí y ahora? Y… Oh, Dios mío. -Sintió que se estremecía de la emoción al ser consciente de lo que estaba pasando-. Dios mío, ¡estás vivo! ¿Estás bien? ¿Dónde estás? ¿Dónde? -De pronto cambió totalmente de actitud. La emoción se había apoderado de ella-. ¿No podías haber llamado antes? ¿Tienes idea de lo que he pasado? ¡La preocupación! ¡La desesperación! ¡La terrible tristeza! ¿Tienes idea de lo que estaba a punto de…?
– Lo siento muchísimo, Leopold, pero ha ocurrido una emergencia familiar. -Totalmente vestida, lady Clem besó a Leopold en la frente de camino a la calle-. Llamaré para saludarte cuando vuelva.
Cogió la puerta y la abrió.
– ¿Cuándo vuelvas? ¿Adónde demonios te vas?
– A Rusia.
– ¿Rusia?
– Sí, Rusia.
30
Hotel Baltschug Kempinski. Sábado 5 de abril, 1:50 h
¿Dónde estaba Marten?
Alexander se dio la vuelta a oscuras. Tal vez había dormido un poco, tal vez no; no estaba seguro. Rebecca y la baronesa se encontraban ya en Tsarkoe Selo, el inmenso complejo imperial cerca de San Petersburgo que la esposa de Pedro el Grande había hecho construir hacía casi trescientos años como lugar de descanso de las tareas de gobierno. Hoy, al ponerlo bajo la vigilancia del FSO, Alexander le había dado un aire totalmente distinto: lo había convertido en una fortaleza en la que proteger su valiosa joya de la corona de la influencia de su hermano.
¿Dónde estaba?
Los registros de inmigración del aeropuerto de Sheremetyevo tenían anotada las 19:08 h como momento en que se había procedido a la aprobación de su pasaporte. Pero para entonces todavía no había llegado al hotel Marco Polo Presnja, el destino que constaba en su visado de entrada. Ni tampoco sabían nada de él a las once y a las doce de la noche. ¿Dónde estaba? ¿Adonde había ido? ¿Y cómo, con quién?
Tren nocturno n.° 2, Krasnaya Stella Firmeny (Flecha roja), Moscú-San Petersburgo. A la misma hora
Nicholas Marten se recostó contra la pequeña almohada, bajo una luz tenue, con las manos detrás de la nuca, y miró a Kovalenko durmiendo. Fuera, tras la cortina corrida de su couchette, pasaba Rusia a oscuras.
Tal vez fue por la velocidad del tren y el sonido de sus ruedas sobre las vías, pero Marten se sorprendió recordando aquella noche tan lejana cuando subió al Southwest Chief en el desierto de California como joven detective lleno de ansia y entusiasmo en su primera misión como miembro de la más célebre brigada de la historia de la policía de Los Ángeles. Qué largo, oscuro, traidor y peculiar había sido su camino desde entonces.
Kovalenko soltó un par de ronquidos mientras dormía y luego se dio la vuelta para quedarse de cara a la ventana, de espaldas a Marten. Aquí estaban, traqueteando hacia el Noroeste por la noche rusa, porque Kovalenko había insistido en que fueran directamente desde el aeropuerto a la estación de Leningrado, en vez de ir a registrarse al hotel Marco Polo como lo requería su visado. Si lo hubieran hecho, le advirtió Kovalenko, podía muy bien convertirse en el último lugar que Marten vería en su vida, porque una vez el visado quedara registrado en el aeropuerto de Sheremetyevo, cabía pocas dudas de que el zarevich se enteraría de su llegada. Y al descubrirla, sabría el destino de Marten. Y cuando lo supiera…