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– Ya te imaginas lo que viene después, tovarich. Sabe que vas al hotel y… como para el mundo, de todos modos, ya estás muerto…

Así que, en vez de una cama en una habitación de hotel moscovita o en un agujero del suelo, se encontraba en un compartimiento de un vagón dormitorio del Flecha Roja con Kovalenko, de camino a San Petersburgo. Allí lady Clem se reuniría con ellos, llegando en un vuelo desde Copenhague a las 14:40 de aquella tarde, no lejos del vasto complejo imperial de Tsarkoe Selo, donde Kovalenko le había dicho que Rebecca se encontraba.

31

Moscú, Hotel Baltschug Kempinski. Sábado 5 de abril, 4:30 h

Le resultaba imposible conciliar el sueño.

Vestido con nada más que unos calzoncillos boxer, Alexander anduvo arriba y debajo del dormitorio a oscuras de su suite, mirando la ciudad por la ventana. Por la calle pasaron un taxi, un furgón municipal, un coche de policía. Marten estaba ahí fuera. En algún lugar. Pero ¿dónde?

De momento, ni Murzin ni ninguno de los veinte hombres de su equipo sabía lo que había hecho Marten al salir del control de pasaportes de Sheremetyevo. Sencillamente había salido entre la masa de pasajeros anónimos y desapareció, como si la ciudad se lo hubiera tragado.

Era, pensó Alexander, lo mismo que debió de ocurrirle a John Barron en Los Ángeles, cuando barrió todos los rincones de la ciudad en busca de Raymond Oliver Thorne. Pero entonces Barron tenía la ayuda de la prensa y de los nueve mil agentes de la policía de Los Ángeles. La diferencia era que Alexander no podía hacer sonar la alarma general, y por eso ni el control de pasaportes ni la policía fronteriza habían sido alertados. No eran tiempos de estalinismo, ni siquiera soviéticos, ni tampoco eran todavía zaristas. Puede que la prensa sufriera algunas restricciones, pero a menos que fueran medios críticos con el gobierno, eran relativamente pocas. Además, como la prensa en todo el mundo, los periodistas estaban muy bien conectados. Y estaba Internet. Al segundo que alguien descubriera que el hermano de la zarina estaba vivo, ¿quién sería la siguiente en enterarse, si no Rebecca?

De modo que el paradero tenía que ser averiguado no sólo con rapidez, sino con la máxima discreción y silencio. A cambio de una recompensa sabrosa e inmediata a cualquiera que diera pistas sobre el paradero de Marten, aunque sin revelar nunca su nombre ni el motivo por el que se le buscaba, los hombres de Murzin imprimieron y repartieron rápidamente cientos de copias de la foto del visado de Marten a un grupo de avtoritet, o capos de grupos de la mafia rusa que controlaban a trabajadores de aeropuertos y estaciones de tren, a empleados de hoteles y restaurantes, a taxistas y empleados de los transportes y del municipio. Como medida adicional emplearon a fartsovchik, camellos callejeros, a blatnye, matones, y patsani, miembros de bandas juveniles en los que, como los demás, se podía confiar en que tendrían la boca cerrada y los ojos bien abiertos y que estarían encantados de delatar a cualquiera a cambio de una buena pasta. Puesto que la mayoría de esos individuos llevaban teléfonos móviles, había la garantía de obtener una respuesta rápida, si no inmediata, una vez lo hubieran localizado.

32

Tren nocturno n.° 2, Krasnaya Stella Firmeny, Moscú-San Petersburgo, 6:25 h

Kovalenko cogió una taza de té y miró por la ventana, donde la luz del alba mostraba un paisaje frío y gris. Todo lo que se veía eran bosques y agua, ríos y arroyos entrecruzados de lagos y estanques. Aquí y allí manchas de nieve cubrían todavía el suelo, helado entre árboles desnudos a los que todavía les quedaban unas cuantas semanas para brotar.

– Estaba pensando en tu amigo, el detective Halliday. -Kovalenko miró a Marten, con su propia taza de té, a través del pequeño cubículo. El té era cortesía del provodnik, el encargado del vagón dormitorio, una de cuyas misiones era mantener el samovar para que los pasajeros tuvieran siempre agua caliente para preparar sus bebidas e infusiones.

– Te dije que lo conocía -dijo Marten a media voz-, no que fuera mi amigo.

Kovalenko lo estaba presionando como lo había hecho antes, en Suiza. Pero por qué? Y, en especial, ¿por qué ahora?

– Lo llames como lo llames, tovarich, sigue siendo un tipo excepcional.

– ¿En qué sentido?

– Por un lado, se le hizo la autopsia después de su asesinato, y resulta que tenía cáncer de páncreas. Podía haber vivido un mes más, tal vez dos. Pero hizo el viaje hasta París, con un billete pagado hasta Buenos Aires, tan sólo para saber sobre Alfred Neuss y seguirle los pasos a Raymond Thorne.

– Desde luego, se preocupaba.

– Pero ¿de qué?

Marten sacudió la cabeza:

– No te sigo.

– La famosa brigada 5-2, tovarich. Era miembro de la misma desde mucho antes que nadie supiera nada de Raymond Thorne. Su comandante, Arnold McClatchy, era un hombre muy querido, ¿no?

– No lo sé.

– ¿Lo llegaste a conocer?

– ¿A McClatchy?

– Sí. -Kovalenko lo observaba con atención.

Marten vaciló, pero sólo un momento porque no podía dejar que el ruso notara que no sabía qué decir.

– Una vez, brevemente.

– ¿Cómo era?

– Alto y fuerte, como si supiera qué esperar del mundo.

– Sin embargo, Raymond, o más bien, nuestro zarevich, le mató.

Marten asintió con la cabeza.

Kovalenko lo observó un instante más, y luego habló:

– Bueno, en cualquier caso, es obvio que Halliday otorgaba una gran importancia a la 5-2. Incluso después de que la brigada fuera desmantelada y él hubiera dejado de ser policía, le importaba lo bastante como para darle sus últimas energías. Me pregunto si yo haría lo mismo, o si cualquier otro hombre lo haría. ¿Qué crees, tovarich?

– Soy un estudiante que está aprendiendo a diseñar jardines.

Los diseñadores de jardines no suelen enfrentarse a pruebas de este tipo.

– A menos que estén intentando liberar a su hermana de un loco.

Marten tomó un sorbo de té y se apoyó en el respaldo. Ahora era él quien observaba a Kovalenko.

– ¿Para quién trabajas? -le preguntó, finalmente.

– Para el Ministerio de Justicia, ¿para quién te crees?

– No, tovarich, ¿para quién trabajas realmente?

Kovalenko volvió a sonreír:

– Voy a trabajar, me pagan, trato de no hacer demasiadas preguntas. Eso sólo me trae problemas.

Marten tomó otro sorbo de té y apartó la vista. Más adelante podía ver los grandes motores Skoda hechos en la República Checa que arrastraban al enorme tren por una curva cerrada, el clic-clic regular de las ruedas que se oían mucho mejor por la escasa velocidad. Entonces las vías se hicieron rectas y pudo escuchar un chirrido por la aceleración, a medida que el tren adquiría mayor velocidad. Eran las 6:45, quedaba una hora y quince minutos para llegar a San Petersburgo.

– Tovarich -Kovalenko se acarició la barba aposta.

Marten lo miró, intrigado.

– ¿Qué?

– Una vez que el zarevich descubra que no estás en el hotel, empezará a buscar por otros lugares. El control de pasaportes le confirmará que has entrado en el país. Mandará a gente a buscarte. Buscarán a alguien que se parezca al tipo de la foto de tu visado.