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– Sí, zarevich.

Alexander miró a Murzin durante una décima de segundo. Luego desvió la vista y Murzin pudo ver la mueca que le cruzaba el rostro, como si sufriera algún tipo de dolor interno. Al cabo de un instante Alexander volvió a mirarlo:

– Quiero a todos los avtoritet, fartsovchik, blatnye y patsani de San Petersburgo alertados -dijo con frialdad-. Quiero que encuentren de inmediato a Kovalenko y al tipo que lo acompaña.

36

10:57 h

Moscú desapareció bajo las nubes cuando el helicóptero Ka-60 se elevó bruscamente y luego se estabilizó para poner rumbo fijo al palacio de Tsarkoe Selo.

Madre, había llamado Alexander a la baronesa. Era un término que no había utilizado desde la infancia, y no sabía por qué lo había hecho ahora, excepto que estaba enfadado y lo hizo. Pero ni su rabia ni la de ella, mientras lo aleccionaba sobre Gitinov, serían nada al lado de la furia que podía esperar cuando lo viera llegar a Tsarkoe Selo. El motivo por el que había ido no le interesaría para nada, ni siquiera le preocuparía. Sus sentimientos y preocupaciones personales no tenían ninguna importancia y, ahora que lo pensaba, nunca la habían tenido. Ella ya había perpetrado su venganza sobre Peter Kitner. Lo único que importaba ahora, y tal vez siempre, era la monarquía y sólo la monarquía.

Maldita sea Rebecca, había dicho la baronesa. Pues bien, Rebecca no sería maldita. Ni por la baronesa ni por nadie. Ni tampoco la perdería por culpa de su hermano.

De pronto se volvió hacia Murzin, levantando la voz por encima el rugido de los motores.

– Hay que quitarle de inmediato el teléfono móvil a la zarina. Si pregunta por qué, hay que decirle que le volvemos a cambiar el número y necesitamos el aparato para reprogramarlo. Tampoco hay que pasarle ninguna llamada de ningún otro teléfono, móvil o fijo.

»En caso de que decida hacer ella una llamada, habrá que decirle que hay un problema con la centralita principal y que se está reparando. Bajo ningún concepto hay que permitirle que tenga contacto con nadie de fuera de palacio, ni tampoco ha de permitírsele que salga del recinto.

»Por otro lado, no hay que alarmarla ni dejar que crea que ocurre nada fuera de lo normal, ¿está claro?

– Por supuesto, zarevich.

– Otra cosa. Doble el número de guardias en la muralla del perímetro del palacio y adjunte una unidad canina a cada patrulla. Al mismo tiempo, aposte cuatro agentes del FSO en cada entrada y salida del palacio, dos dentro y dos fuera. No se debe permitir la entrada de nadie al palacio que no cuente con la autorización directa mía o de usted, y sólo previa identificación. Esta orden incluye a todos los proveedores, empleados del servicio, personal del palacio y miembros del FSO, a quien hay que decir sencillamente que hemos aumentado la seguridad a medida que se acerca la fecha de la coronación. ¿Alguna pregunta, coronel?

– No, zarevich, ninguna pregunta. -Murzin se volvió resuelto a coger su radiotransmisor.

Alexander escuchó como Murzin se ponía en contacto con el cuartel general del FSO en Tsarkoe Selo, y luego se apoyó en el respaldo para acariciar distraídamente la piel de su cazadora de aviador. La navaja estaba allí, en el bolsillo interior y, como tantas veces en el pasado, su mera presencia lo tranquilizó.

Eran ahora un poco más de las diez. Llegarían al palacio casi a la una y media. Su plan era claro y, una vez se hubiera calmado y lo escuchara, tranquilizaría a la baronesa.

Había mandado a Rebecca de Moscú a Tsarkoe Selo porque supo que su hermano había aparecido vivo en Moscú. Puesto que Marten -estaba convencido de que el hombre que acompañaba a Kovalenko era Marten- se encontraba ahora en San Petersburgo, tal vez hasta de camino al palacio, lo más evidente era sencillamente volver a sacarla del palacio y llevarla de vuelta a Moscú. El motivo, además, era también evidente: los habían invitado a tomar el té con el Presidente a las seis de la tarde, y qué mejor manera de mostrarse humilde con el Presidente que hacerse acompañar por la bella y encantadora novia.

Era una idea que la baronesa captaría enseguida. Suavizaría su furia de inmediato y al mismo tiempo alejaría a Rebecca del alcance de su hermano. Además todo sucedería rápidamente porque tendrían que marcharse casi tan pronto como llegara, para estar de vuelta a Moscú a tiempo para vestirse y asistir al té presidencial.

Alexander miró a Murzin y luego al paisaje ruso que sobrevolaban; extensiones enormes de tierra todavía virgen interrumpida aquí y allá por ríos, lagos o bosques, y alguna carretera o vía de tren. Rusia era un país enorme, y sobrevolarlo de aquella manera daba todavía más la impresión de inmensidad. Pronto Rusia absorbería toda su energía y él iría modificándola poco a poco, a medida que se convertía en su soberano supremo.

Sin embargo, a pesar de todos sus planes, a pesar de todo lo que ya estaba en movimiento, quedaba todavía el problema de Marten. Alexander debió haberlo matado en París, cuando tuvo la oportunidad de hacerlo. O antes de París, debería haber ido a su apartamento de Manchester a matarlo. Pero no lo hizo por Rebecca.

Aquella mañana, cuando salió de la ducha que se había dado aposta con agua fría, había visto su propia imagen reflejada en el espejo y se había quedado traspuesto. Era la primera vez que recordaba haberse permitido mirar su cuerpo y las feas cicatrices que lo cubrían. Algunas eran quirúrgicas; otras, de la metralleta de Polchak, el policía de Los Ángeles, unas balas que lo hubieran matado a no ser por su pirueta del último segundo y por el chaleco de kevlar de John Barron, que Raymond se había puesto casi en el último instante antes de salir de su apartamento en dirección al aeropuerto de Burbank. Y allí delante tenía también la leve cicatriz de su garganta, donde le había rozado el tiro de Barron, chamuscándole la carne durante su sangrienta fuga del edificio del Tribunal Penal.

En realidad debería estar muerto, pero no lo estaba porque cada vez lo había rescatado una combinación de su propia ingenuidad, destreza y suerte. Y también Dios, que le había dado la fuerza y lo había llevado hasta su destino como zar de Todas las Rusias. Era gracias a su destino divino por lo que no había muerto en Los Ángeles, y por lo que no moriría durante este vuelo en un helicóptero del ejército ruso a Tsarkoe Selo.

Pero Marten tampoco había muerto. Él también seguía aquí, a pesar de todo y casi en cada esquina. Como había estado en Los Ángeles y en París, y también en Zúrich y en Davos, y luego en Moscú, y ahora en San Petersburgo. Siempre estaba allí. ¿Por qué? ¿A qué parte de la obra de Dios pertenecía? Era algo que Alexander no lograba entender.

37

Club Náutico de San Peterburgo, Naberezhnaya Martynova. El mismo sábado 5 de abril, 12:50 h

Desde donde estaba, con el cuello levantado para protegerse del viento frío, mirando a través de una ventana que hacía esquina, Marten podía ver a Kovalenko en la barra, vaso en mano, hablando con un lobo de mar alto y con una gran melena gris y rizada.

Hacía casi media hora que Kovalenko lo había dejado esperando en el Ford beis de alquiler y le había dicho que volvía en unos minutos. Pero allí estaba, hablando y bebiendo como si estuviera de vacaciones y no tratando de alquilar una embarcación.

Marten se volvió y anduvo hacia el muelle, mirando hacia la hilera de islas y canales navegables que había al otro lado. Lejos, a su izquierda, podía ver el enorme estadio Kirov y, más allá, iluminado por el sol, el golfo de Finlandia. Estaban de suerte, le dijo Kovalenko, porque el puerto de San Petersburgo, a estas alturas del año olía estar todavía medio helado, pero el invierno ruso había sido suave y los ríos y el puerto, y muy probablemente el propio mar de Finlandia, no tenían prácticamente grandes trozos de hielo, lo cual significaba que los canales navegables, aunque todavía eran un poco peligrosos, estarían abiertos.