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A Marten se le ocurrió la idea de utilizar una embarcación como medio para sacar a Rebecca de Rusia cuando venían en tren desde Moscú, contemplando dormir a Kovalenko. Sacarla de Tsarkoe Selo era una cosa; sabía que si Clem llamaba a Rebecca, le decía tranquila y como cosa hecha que iría a San Petersburgo y le preguntaba si tenía alguna manera de escaparse de sus deberes cortesanos para pasar una hora o dos con ella, Rebecca lo haría encantada. Una vez fuera de palacio, las dos podrían librarse de los escoltas del FSO que acompañarían a Rebecca diciendo, sencillamente, que deseaban estar a solas. Si Rebecca no osaba hacerlo, estaba claro que lady Clem no tendría ningún problema y, si elegían el lugar indicado -una catedral, un restaurante exclusivo, un museo-, una vez a solas, tenían varias maneras de escapar sin ser vistas.

El problema era qué hacer luego. Rebecca, como la enormemente popular futura zarina, era el bombón de la prensa internacional y su cara, junto a la de Alexander, estaba en todas partes y en casi todo, desde la tele, los periódicos y las revistas, hasta estampada en camisetas, tazas de café y pijamas de niña. Rebecca no podría ir a ningún lado sin que la reconocieran y, por tanto, no se podía esperar que fuera capaz de cruzar una estación de tren o un aeropuerto sin ser acosada y sin que la gente se preguntara qué estaba haciendo la zarina en público, sin seguridad y sin el zarevich.

Las autoridades se preguntarían lo mismo e inmediatamente alertarían al FSO. Además, aunque llevara algún tipo de disfraz y lograra evitar ser reconocida, el billete y el pasaporte resultaban necesarios hasta para una zarina distinguida. Si a eso se le añadían horarios, meteorología y retrasos de llegada y de salida, el transporte público se convertía en algo demasiado complicado y largo como para lograr escapar con éxito y rapidez. Por lo tanto, Marten tuvo que pensar en un medio de transporte alternativo que los sacara no sólo de San Petersburgo, sino de Rusia, rápido, discreto y con el horario que a ellos les conviniera. Una posibilidad era un avión privado, pero resultaba demasiado caro; además, habría que proporcionar un plan de vuelo. Utilizar el coche alquilado por Kovalenko era otra posibilidad, pero era posible que se montaran rápidamente controles por carretera y que cada vehículo tuviera que detenerse y someterse a un registro. Además, la frontera más cercana quedaba muy lejos, Estonia al oeste o Finlandia al norte. Sin embargo, alquilar una embarcación privada que pudiera salir de inmediato de San Petersburgo y salir rápidamente de las aguas rusas era tan interesante como atractivo. Cuando le mencionó el asunto a Kovalenko les pareció a ambos la solución ideal, todavía mejor por los contactos hechos a lo largo de su carrera profesional por Kovalenko entre los agentes de la ley. Y de ahí la negociación entre el hombre del pelo gris del bar del club náutico y Kovalenko para obtener un barco y una tripulación.

Podía parecer una locura, pero de momento estaba funcionando. Clem, que esperaba para cambiar de avión en Copenhague, había llamado a Marten con el móvil para decirle que ya había hablado con Rebecca justo antes de desayunar. La había localizado llamando sencillamente al Kremlin y diciendo quién era y, después de haber facilitado al Kremlin la información suficiente para que pudieran comprobar su linaje aristocrático, su llamada fue transferida a la secretaria de Rebecca en Tsarkoe Selo. Al instante Rebecca accedió a encontrarse con ella a solas en el Ermitage, del que lord Prestbury había sido patrono muchos años y en el que lady Clem, como su hija, tenía acceso a los salones privados.

Era casi la una del mediodía. En un poco más de noventa minutos Clem aterrizaría en el aeropuerto de Pulkovo y Marten y Kovalenko la recogerían con el coche alquilado y la llevarían a San Petersburgo. A las tres y media se encontraría con Rebecca en el Ermitage y empezaría a visitar el museo. A las cuatro, Clem y Rebecca entrarían en el salón del trono de Pedro el Grande, donde Marten y Kovalenko las estarían esperando. Si todo iba bien, a las cuatro y cuarto abandonarían el edificio por una puerta lateral e irían andando directamente hasta el muelle que había frente al museo donde, suponiendo que Kovalenko hubiera triunfado con el marinero de la melena gris, el tipo del bar, una embarcación fiable los estaría esperando. Marten, Clem y Rebecca subirían a bordo de inmediato y se meterían en la cabina para que nadie los viera. A los pocos minutos, el barco zarparía del muelle, descendería por el río Neva hasta el puerto de San Petersburgo y saldría al golfo de Finlandia, para hacer la travesía nocturna hasta Helsinki. Kovalenko se limitaría a devolver el coche de alquiler y a marcharse en el primer tren que saliera con destino Moscú.

Cuando el FSO se diera cuento de que Rebecca había desaparecido y diera la señal de alarma ya sería demasiado tarde. Podrían poner en alerta a todos los aeropuertos, registrar todos los trenes y detener a todos los coches si querían, pero no encontrarían a nadie. Incluso si sospecharan que se había fugado por mar, ¿cómo podían saber en cuál de los cientos de barcos que surcaban las aguas estaba? ¿Qué harían, pararlos a todos? Imposible. Aunque lo intentaran, para cuando la alarma hubiera sonado y los guardacostas rusos puestos a actuar la noche estaría ya cayendo y Rebecca, Clem y Marten se encontrarían ya al abrigo, o muy cerca, de las aguas internacionales.

Así que, con Clem de camino y Kovalenko negociando la disponibilidad del barco, el reloj había empezado la cuenta atrás. El enigma era ahora cómo y si el resto de las piezas del plan funcionarían sin desmontarse. El elemento más problemático era la propia Rebecca. La sencilla acción de salir de Tsarkoe Selo para trasladarse a San Petersburgo podía llegar a ser muy complicada si los agentes de seguridad protestaban. Pero suponiendo que llegara a San Petersburgo sin problema, no había manera de predecir lo que ocurriría una vez llegara al Ermitage y se encontrara con lady Clem, pensando que se encontraba allí para una sencilla y agradable reunión con una amiga y, de pronto, se encontrara cara a cara con Nicholas. Sería un momento con una alta concentración de emoción. Y cómo reaccionaría ante la verdad que tenía que contarle sobre Alexander al cabo de unos instantes, y si tendría la fuerza y el coraje de creerle y de marcharse de San Petersburgo en aquel momento, era algo totalmente distinto. Sin embargo, su huida dependía totalmente de esa reacción.

– Tovarich, quiere que le pagues ahora. -Kovalenko caminaba hacia él, con el marinero pisándole los talones-. Pensé que se fiaba de mí y que le podrías pagar más tarde. Tiene un barco y una tripulación que no hará preguntas, pero como se trata de un asunto arriesgado tiene miedo de que pase algo y luego no le pagues. Y desde luego, yo no dispongo del dinero que él pide.

– Yo… -Marten tartamudeó. Lo único que llevaba encima eran sus dos tarjetas de crédito y, por ahora, menos de cien euros en efectivo.

– ¿Cuánto pide?

– Dos mil dólares.

– ¿Dos mil?

– Da. -El marinero se puso al lado de Kovalenko-. Efectivo y por adelantado -le dijo, en inglés.

– Tarjeta de crédito -dijo Marten, rotundo.

El marinero hizo una mueca y movió la cabeza:

– Niet. Dólares en efectivo.

Marten miró a Kovalenko:

– Dile que es lo único que tengo.

Kovalenko se volvió hacia el marinero pero no llegó a hablar.

– Cajero -dijo el marinero bruscamente-. Cajero.

– Quiere… -empezó a explicar Kovalenko.

– Ya sé lo que quiere. -Marten miró al marinero-. Cajero. De acuerdo, de acuerdo -dijo, rezando para que entre las dos tarjetas dispusiera de bastante dinero en efectivo para cubrir aquel gasto.