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Tsarkoe Selo, 14:16 h
Los jardineros levantaron la cabeza ante el repentino estruendo de hélices cuando el Kamov Ka-60 se acercaba apenas a unos cuantos palmos de las copas de los árboles para sobrevolar los pastos ocres de las enormes extensiones y las primeras plantaciones de los inmensos jardines formales. Volando por encima de un mar de fuentes y obeliscos, viró de pronto encima de una esquina del enorme palacio de Catalina y luego se dirigió directamente por encima de un denso bosquecillo de robles y arces, para aterrizar en medio de una humareda frente al imponente palacio de Alexander, de dos alas, fachada con columnas y cien habitaciones.
Los motores se apagaron de inmediato y Alexander bajó de la nave. Agachado bajo las hélices que todavía giraban, corrió ansioso hacia la puerta que llevaba al ala oeste del edificio. Durante la última hora se habían enfrentado a un viento de frente especialmente fuerte que los obligó a consumir mucho combustible y les redujo velocidad, lo cual había retrasado considerablemente su llegada y los forzaba a repostar fuel antes de regresar a Moscú. Eso significaba que disponía de poco tiempo para recoger a Rebecca y regresar a Moscú a tiempo para su cita con Gitinov.
Cuando llegó a la entrada, los dos agentes del FSO recién apostados en la misma se pusieron rígidos. Uno de ellos tiró de la puerta y Alexander entró.
– ¿Dónde está la zarina? -les preguntó a los dos agentes del FSO apostados justo en el interior-. ¿Dónde? -insistió.
– Zarevich -la voz de la baronesa retumbó aguda al fondo del largo pasillo de paredes blancas que tenían detrás. Inmediatamente, Alexander dio media vuelta. La baronesa estaba frente a una puerta abierta, a medio pasillo, bajo un fuerte haz de luz solar. Con el pelo recogido en un moño severo, llevaba una chaqueta ligera de visón sobre un traje pantalón tipo sastre, blanco y amarillo como siempre.
– ¿Dónde está Rebecca? -dijo, andando rápidamente hacia ella.
– Se ha ido.
– ¿Cómo? -el horror inundó el rostro de Alexander.
– He dicho que se ha ido.
La baronesa guió a Alexander a través de un dormitorio y luego por unas puertas dobles con grandes cortinajes que daban acceso al Salón Malva, el salón favorito de la esposa del zar Nicolás II, su propia Alexandra. Para la baronesa, la atracción singular de aquel salón no eran ni su color ni su historia, sino el hecho de que sólo se pudiera acceder a ella a través de un dormitorio y luego por aquellas puertas con cortinas, y por lo tanto era un salón protegido de las miradas y de los oídos indiscretos. Para estar todavía más protegidos, cerró la puerta detrás de ellos una vez dentro.
– ¿Qué queréis decir, que no está? -Alexander había aguantado el temple todo el tiempo que pudo.
– Le ha pedido a un FSO que la llevara a San Petersburgo.
– ¿San Petersburgo?
– Se ha ido unos treinta minutos antes de que tú llegaras.
– Nicholas Marten está en San Petersburgo.
– De eso no puedes estar seguro. La única información de que dispones es que un detective del Ministerio de Justicia ha llegado a San Petersburgo en un tren procedente de Moscú, y puede que alguien lo acompañara.
– ¿Cómo os habéis enterado? -Alexander estaba atónito.
– Trato de mantenerme informada de lo que sucede a mi alrededor.
– El FSO tenía órdenes expresas de no dejarla salir de palacio.
– Es una mujer tenaz. -Una leve sonrisa cruzó el rostro de la baronesa.
Alexander reaccionó bruscamente:
– Vos sois la única persona lo bastante tenaz para esto. Fuisteis vos quien dio el permiso para que se marchara.
– Ella no es prisionera de tu imaginación -dijo la baronesa, eligiendo las palabras con cuidado-, ni de tus preocupaciones.
De pronto, Alexander se dio cuenta de todo:
– Vos sabíais que yo estaba de camino.
– Sí, lo sabía, y no quería que ella estuviera aquí cuando llegaras porque su presencia habría complicado las cosas todavía más. Que quisiera salir se adaptaba perfectamente a mis planes. -La mirada de la baronesa se volvió gélida-. La absoluta estupidez de tu viaje hasta aquí. Eres el zarevich, y con la cita más importante de tu vida a unas pocas horas, actúas como un colegial caprichoso que tiene un helicóptero del ejército con el que jugar.
Alexander ignoró su comentario.
– ¿Adonde ha ido?
– De compras. Al menos, eso es lo que me ha dicho.
Alexander se volvió hacia la puerta bruscamente.
– El coronel Murzin se pondrá en contacto por radio con los agentes del FSO que están con ella y ordenará que la vuelvan a llevar al palacio.
– No lo creo.
– ¿Qué?
– Ya tienes muchas posibilidades de llegar tarde a tu «té» con el presidente tal y como vas ahora; no voy a permitir que arriesgues todo lo que hemos planeado durante tantos años esperando a que te devuelvan a tu «zarina».
– ¡Está de compras! -Alexander estaba indignado-. ¡Atraerá a la muchedumbre! La gente sabrá que está en la calle. ¿Y si…?
– ¿Su hermano la encuentra? -Con frialdad, con serenidad, la baronesa le completó la frase.
– Sí.
– Entonces el coronel Murzin tendría que hacer algo, ¿no? -dijo ella, directamente, con la mirada todavía clavada en su hijo-. ¿Sabes lo que significa? -preguntó, con una voz que de pronto era amable, hasta distante, y que tenía la textura de la seda-. ¿Sabes lo que significa ser zar? -Sus ojos mantenían la mirada clavada en él hasta que dio media vuelta y se acercó a la ventana, para mirar a lo lejos-. Saber que tienes poder absoluto. Saber que la tierra y todo lo que hay en ella, sus ciudades, sus gentes, sus ejércitos, sus ríos y sus bosques, te pertenece.
La baronesa dejó que sus palabras quedaran suspendidas en el aire. Luego, poco a poco, se volvió a mirarlo:
– Una vez coronado, querido, este poder será tuyo para siempre, para que jamás pueda arrebatártelo nadie, porque has tenido la formación y has vivido la orgía de sangre, y tendrás la fuerza y los medios para garantizarlo.
»Para mí, haberte dado la vida, haberte concebido con la semilla más noble de Rusia, ha sido la voluntad de Dios. Con el tiempo tendrás tus propios hijos y, a su vez, ellos tendrán los suyos. Ellos serán nuestros descendientes, todos ellos, querido, tuyos y míos. Hemos resucitado una dinastía. Una dinastía que será temida y adorada, y obedecida sin rechistar. Una dinastía que un día convertirá Rusia en la nación más poderosa de la Tierra. -Los labios de la baronesa dibujaron una sonrisa discreta. Luego, bruscamente, apretó los ojos y su voz se agudizó-. Pero, por todo esto, todavía no eres el zar. Dios todavía te está poniendo a prueba. Y Gitinov es su sable.
Lenta, casi imperceptiblemente, la baronesa se puso a cruzar el salón hacia Alexander, sin dejar de mirarlo ni un segundo.
– Un zar es un rey, y un rey ha de ser lo bastante sabio para conocer a sus enemigos. Para comprender que no puede arriesgar su futuro y el futuro de sus hijos por la desconfianza o la ambición de un simple político. Para darse cuenta de que hasta que el trato esté hecho y la corona repose totalmente sobre su cabeza, el futuro rey está todavía a la merced del político.
»El presidente Gitinov es poderoso y astuto y muy peligroso. Se debe jugar con él como el instrumento cruel que es. Ha de ser mimado y acariciado, hay que darle vueltas como si fuera una marioneta hasta que confíe totalmente en que no eres ninguna amenaza para él, en que no serás nunca más que una figura simbólica contento con permanecer a su sombra.
La baronesa llegó hasta Alexander y se detuvo delante de él, con los ojos todavía clavados en los suyos, poderosa e inquebrantable:
– Una vez esto superado, la corona será nuestra -susurró-. ¿Lo entiendes, mi amor?