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Alexander quería dar media vuelta y alejarse de ella, pero no podía hacerlo; la fuerza de la baronesa era demasiado potente.

– Sí, baronesa -sintió que decían sus labios, y su voz, como amortiguada-. Lo entiendo.

– Pues entonces deja a Murzin aquí conmigo y regresa de inmediato a Moscú -le dijo, tajante.

Durante un rato largo Alexander no hizo nada más que quedarse allí de pie, mirándola envuelto de un silencio adormecido, con todo su ser superado por dos pensamientos, uno tal vil como el otro. ¿Quién acabaría llevando la corona, en realidad? ¿Él o ella? ¿Y quién era realmente la marioneta: Gitinov o él mismo?

– ¿Me has oído, cariño? -el tono enfadado de su voz lo sacudió.

– Yo… -empezó a decir, a reaccionar.

Alexander la miró un instante más, deseando ser claro con ella de una vez, decirle de una vez por todas que estaba harto de sus manipulaciones y todo lo que las acompañaba. Pero sabía, por su experiencia de toda la vida, que una reacción tal no haría más que desencadenar una nueva tormenta. Aquí, como siempre, frente a ella no había ninguna posibilidad de ganar.

– Nada, baronesa -dijo, finalmente, antes de girar sobre sus talones y marcharse.

39

San Petersburgo, 15:18 h

El Ford beis cruzó en puente de Anichkov y prosiguió por la concurrida Nevsky Prospekt, los Campos Elíseos de San Petersburgo, su Quinta Avenida. El coche no tenía nada de especial, era uno de los miles de vehículos que circulaban por la ciudad. Dentro de unos minutos aparecería la aguja dorada del edificio del Almirantazgo a orillas del río Neva. Y entonces, directamente enfrente del mismo, el inmenso edificio barroco del Ermitage.

– Déjeme en Dvortsovy Prospekt, justo delante del río. -Lady Clem miró a Kovalenko, tras el volante, desde el asiento del copiloto-. Hay una entrada lateral en la que le he pedido a Rebecca que me esperara. Allí habrá un guía personal que nos hará una visita privada por el museo. Eso debería bastar para deshacernos del FSO, al menos durante un buen rato.

– Eso suponiendo que llegue hasta aquí. -Marten se inclinó nerviosamente hacia delante, desde el asiento de atrás.

– Tovarich -dijo Kovalenko, mientras reducía velocidad detrás de un abarrotado autobús urbano-, en algún momento tendremos que confiar en la suerte.

– Sí -dijo Marten, antes de reclinarse otra vez. Clem también se reclinó, y Kovalenko permaneció atento a la conducción.

Clem estaba todavía más guapa de lo que Marten recordaba. Se le cortó la respiración cuando la vio acercarse desde la cola de los pasaportes en el aeropuerto de Pulkovo, andando hacia ellos con las gafas de sol, un jersey de cuello alto de cashmere, pantalones negros y gabardina ocre Burberry, con el gran bolso de piel negra colgado estilosamente al hombro.

La reacción de Clem ante él, al verlo esperando, o más bien, al ver a Kovalenko esperando junto a un hombre extremadamente flaco, con la cara afeitada y el pelo mal cortado, fue bastante distinta.

– Por Dios, Nicholas, estás hecho un adefesio -le dijo, francamente preocupada, pero eso fue lo único que fue capaz de decir porque Kovalenko los apartó rápidamente de la puerta sin ni siquiera darles la oportunidad de abrazarse. Lo que ambos sintieron al verse de nuevo después de tanto tiempo y después de todo lo ocurrido debería esperar a comentarse más tarde. Lo que Clem también tuvo que aparcar fue su recuerdo no tan cariñoso de Kovalenko, quien la había interrogado de manera infernal, junto a Lenard, en París.

Lo que ahora importaba más, y todos lo sabían, mientras seguía la cuenta atrás y se acercaban al Ermitage, era Rebecca, cómo reaccionaría cuando viera a su hermano y luego fuera informada sobre Alexander, y lo que haría a partir de ahí. No se volvió a hablar en absoluto de la preocupación previa de Marten, de que la suerte pudiera cambiar y ella no pudiera llegar.

40

Museo del Ermitage, 15:25 h

Clem bajó del Ford y anduvo directamente hacia la entrada lateral del magnífico museo en Dvortsovy Prospekt.

– Lady Clementine Simpson -dijo, poniendo su mejor acento británico, al guardia uniformado de la puerta.

– Por supuesto -dijo el guardia, en inglés, antes de abrirle la puerta.

Una vez dentro siguió por un pasadizo de suelo de mármol hasta la Oficina de Visitas. De nuevo volvió a presentarse sencillamente con su nombre.

Al cabo de un momento se abrió una puerta y apareció una mujer bajita y con aspecto de matrona, vestida con un uniforme impecable.

– Soy su guía, lady Clementine. Me llamo Svetlana.

– Gracias -dijo Clementine, y luego miró a su alrededor. Éste era el lugar y la hora en que debía encontrarse con Rebecca. El plan era decirle a la guía que querían ver el Salón Malaquita. Luego despedirían al FSO y, con la guía llevándolas, tomarían un ascensor privado hasta la segunda planta. Un pequeño tramo por un pasillo las llevaría hasta el Salón Malaquita, cuyas ventanas ofrecían unas vistas magníficas del río y del muelle que había directamente delante del museo. La embarcación del marinero de la melena gris debía llegar a las 15:55 horas. Cuando lo hiciera, Rebecca y Clem se dirigirían directamente al pequeño Salón del Trono, el salón en memoria de Pedro el Grande que lord Prestbury había solicitado personalmente que aquella tarde cerraran al público. Una vez allí le pedirían a la guía que esperara fuera mientras mantenían una conversación privada. Entonces entrarían y cerrarían la puerta. Dentro las estarían esperando Marten y Kovalenko.

15:34 h

¿Dónde estaba Rebecca?

Marten estaba detrás de Kovalenko en la cola de entrada de una de las cuatro ventanillas de billetes. A su alrededor había gente que esperaba a entrar y que conversaba en una docena de idiomas distintos. Avanzaron un poco.

– Si no fueras conmigo, te costaría casi once dólares la entrada -dijo Kovalenko-. Los rusos sólo pagan cincuenta y cuatro céntimos. Hoy eres ruso. Estás de suerte, tovarich.

De pronto se produjo una conmoción detrás de ellos. La muchedumbre a su alrededor se volvió a mirar. Tres FSO con traje oscuro aparecieron por la puerta principal. En medio de ellos, esplendorosa con su abrigo de visón, gorro de visón y un velo oscuro, iba Rebecca.

– ¡La zarina! -exclamó una mujer.

– ¡La zarina! -repitieron varias voces asombradas por todo el vestíbulo.

Y entonces desapareció, llevada por los FSO.

Marten miró a Kovalenko:

– Tienes razón, tovarich, estoy de suerte.

15:40 h

Rebecca y lady Clem se abrazaron felices mientras el FSO hacía salir a la gente del Salón de Visitas. Al cabo de un momento sólo quedaban seis personas, los tres FSO, lady Clem, Rebecca y Svetlana Maslova, su guía.

Ahora venía lo más difícil, y Clem se llevó a Rebecca a un rincón apartado, sonriendo, conversando de banalidades. Cuando estuvieron lo bastante apartadas, miró a Rebecca.

– Tengo una sorpresa para ti -le dijo, con voz serena-. Tenemos que ir a la segunda planta pero sin el FSO. ¿Te puedes deshacer de ellos?

– ¿Porqué?

– Es importante que nos quedemos solas. Ya te lo contaré cuando lo estemos.

– Pero me temo que no es posible. Alexander les ha mandado la orden por radio de que se queden conmigo hasta que llegue él.

Lady Clem trató de disimular su espanto:

– ¿Alexander viene hacia aquí, al Ermitage?

– Sí. ¿Por qué? ¿Qué sucede?

– Rebecca… da igual. Yo me ocuparé de ello.

Acto seguido, Clem se volvió y cruzó la sala hasta donde estaban los agentes del FSO. Por suerte, eran todos hombres.