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¿Y qué había de Marten, que seguía vivo sólo gracias al amor de Alexander por su hermana?

Tenía que ser el hombre al que el fartsovchik había visto con Kovalenko en la estación de tren. Alexander sabía el aspecto que Marten tenía la última vez que se vieron, en Davos. ¿Qué aspecto tendría ahora? ¿El pelo largo y una barba como en la foto de su visado, o flaco y afeitado como lo había descrito el fartsovchik? ¿Sería capaz de reconocer a Marten, si se encontraban cara a cara? Tal vez pudiera reconocerlo por los ojos, como lo había hecho en la foto del visado, pero tal vez no.

De pronto lo invadió una temible ironía. No sería más capaz de reconocer a Marten de lo que Marten lo habría reconocido a él en París, si Marten lo hubiera visto, o lo hubiera reconocido en el momento en que se encontraron cerca y cara a cara en Davos, tanto en la mansión como en el sendero de montaña. Si Marten estaba en San Petersburgo, si estaba en el Ermitage, podía estar a pocos palmos y Alexander jamás lo sabría.

El metrónomo batió con más fuerza.

15:59 h

42

Salón Malaquita. Museo del Ermitage, a la misma hora

Svetlana y una de las mujeres ancianas cuyo trabajo era vigilar las obras de arte mantenían a la gente alejada y miraban embobadas desde la puerta cómo la zarina y lady Clementine Simpson hacían una visita privada del que era probablemente el salón más imponente del Ermitage: una estancia de magníficas columnas de malaquita, tachonadas con figurillas de oro y malaquita, cuencos y urnas.

– Clem -sonrió Rebecca-. ¿Qué está ocurriendo? Tenías una sorpresa, ¿no? -Se mostraba coqueta, hasta boba, como si esperara que Clem le hubiera preparado algo muy frívolo y femenino.

– Ten paciencia -le dijo lady Clem con una sonrisa, y se acercó distraídamente a mirar por la ventana hacia el río Neva. Ahora, el sol de antes se había ocultado y el cielo aparecía gris y cubierto. Desde donde estaba tenía una buena vista del río y del muelle que había enfrente del Ermitage. Mientras miraba, una única embarcación se separó del tráfico del río y se acercó al muelle. Si ése era el barco que le habían dicho que esperara, desde luego no tenía que ver con la nave que Marten le había descrito. Ésta era una sencilla lancha de río, con asientos descubiertos y una pequeña cabina cubierta, y entonces miró más allá, río arriba, en busca de una embarcación más grande. Lo único que vio fue la hilera de tráfico fluvial y nada que se acercara al muelle, y entonces volvió a concentrarse en la lancha. A medida que se acercaba pudo ver a un hombre solo que estaba en popa. Era alto y tenía una melena de pelo gris y rizado. Era el hombre al que buscaba.

De pronto, Clem cruzó el salón y abrió la puerta principal.

– Svetlana, la zarina desea ver al Salón del Trono.

– Por supuesto.

El recorrido por el pasillo que llevaba del Salón Malaquita hasta el Salón del Trono era corto y no les llevó casi tiempo. Un cartel advertía que el salón se encontraba cerrado durante toda la tarde.

– Svetlana -dijo Clem, deteniéndose frente a la puerta-. La zarina y yo deseamos estar un rato a solas.

Svetlana vaciló y miró a Rebecca, quien asintió con la cabeza.

– Las espero aquí-dijo Svetlana.

– Spasiba -dijo lady Clem con una sonrisa, y luego abrió la puerta y ella y Rebecca entraron.

43

Alexander pudo ver la aguja dorada del enorme y extenso viejo edificio del Almirantazgo enfrente de ellos. En el extremo más alejado del mismo estaba el río Neva, y directamente en frente, la plaza del Palacio, con un acceso trasero al Ermitage dentro de su círculo de edificaciones.

– Mande un mensaje por radio a los FSO que custodian a la zarina -le dijo a su chofer-. Que la bajen a la Puerta de los Inválidos de inmediato.

– Sí, zarevich. -El chofer redujo la velocidad, se accedió a la plaza y cogió su receptor de radio.

Nicholas Marten advirtió un aluvión de movimiento al entrar las dos mujeres; luego Clem cerró la puerta y ella y Rebecca los miraron, a él y a Kovalenko, que las estaban esperando.

Marten vio como a Rebecca se le cortaba la respiración al verlo. El momento fue increíble y, por un brevísimo instante, el tiempo pareció detenerse.

– ¡Lo sabía! -gritó Rebecca, antes de cruzar el salón apresuradamente. Y lo abrazaba, lo miraba, lloraba y se reía-. ¡Nicholas! ¿Cómo? ¿Cómo, Nicholas?

De pronto, como si recordara ahora con quién había venido, se dio la vuelta y miró a Clem:

– ¿Cómo lo sabías? ¿Cuándo? ¿Por qué ha tenido que ser a escondidas del FSO?

– Tenemos que irnos. -Kovalenko se puso al lado de Marten. Entrar en el Salón del Trono era una cosa (lo único que tuvo que hacer fue mostrar su documento del Ministerio de Justicia) pero salir de allí y llegar a la embarcación sería muy distinto si no actuaban con rapidez.

Al verlo, el rostro de Rebecca se llenó de perplejidad.

– ¿Quién es? -preguntó, mirando a su hermano.

– El inspector Kovalenko. Detective de homicidios para el Ministerio de Justicia ruso.

– Nicholas -intervino bruscamente Clem-. Alexander ha viajado de Moscú a Tsarkoe Selo hace poco rato. Sabe dónde está Rebecca. Viene de camino hacia aquí.

Rebecca miró preocupada de Marten a Clem. Advirtió el miedo y la aprensión en ambos.

– ¿Qué ocurre?

Marten le tomó la mano con fuerza.

– En París te dije que Raymond podía estar todavía vivo.

– Sí…

– Rebecca -Marten quería decírselo con cuidado, pero no había tiempo-, Alexander es Raymond.

– ¿Qué? -Rebecca reaccionó como si no lo hubiera oído bien.

– Es cierto.

– No puede ser -dijo, y dio un paso hacia atrás, horrorizada.

– Rebecca, por favor, escúchame. Tenemos muy poco tiempo antes de que el FSO aparezca por esta puerta. Alexander llevaba un paquete envuelto para regalo cuando él y yo salimos a pasear en la finca de Davos, ¿te acuerdas?

– Sí -susurró Rebecca. Se acordaba. Hasta le había preguntado a Alexander por aquel paquete. Entonces había sido solamente una idea que le había venido a la cabeza y la había intrigado, pero él reaccionó enojado a su pregunta, de modo que decidió no volver a hablarle del tema.

– Cuando estábamos lejos de todos y en aquel puente, de pronto lo desenvolvió. Dentro había un cuchillo grande y muy afilado. -Súbitamente, Marten se abrió la chaqueta de pana y se levantó el jersey-. Mira.

– No. -Rebecca se volvió de espaldas, espeluznada ante la visión de la cicatriz irregular y sinuosa encima de la cintura de Marten. Aquél era el motivo por el cual Alexander había reaccionado de manera extraña cuando ella le mencionó el paquete. Creyó que había supuesto lo que había dentro.

– Intentó matarme, Rebecca. Del mismo modo que mató a Dan Ford y a Jimmy Halliday.

– Lo que le está diciendo es la verdad -dijo Kovalenko, con cautela.

Rebecca temblaba. Trataba de luchar contra la realidad, hacía lo imposible por no creérselo. Miró a Clem, deseando que le dijera que se equivocaban.