– Lo siento, cariño -le dijo Clem sincera, cariñosamente-. Lo siento muchísimo.
La boca de Rebecca se retorció y sus ojos se llenaron de dolor e incredulidad. Lo único que podía ver era a Alexander, cómo la miraba, cómo siempre la había mirado. Con toda su delicadeza, su respeto y su amor incondicional.
La estancia en la que se encontraba le daba vueltas. Aquí, en este salón, en este edificio espléndido, estaba la inmensa e imponente historia de la Rusia imperial. Detrás de ella, tan cerca que casi podía tocarla, estaba el trono dorado de Pedro el Grande. Todo, todo aquello, pertenecía a Alexander por derecho dinástico. Formaba parte de él y ella tenía que compartirlo. Sin embargo, delante de ella estaba su amado hermano y, con él, su mejor amiga. Y con ambos, un policía ruso. Pero Rebecca seguía sin querer creérselo. Tenía que haber alguna respuesta, alguna explicación distinta, pero ahora sabía que no la había.
Marten vio la pálida fragilidad, la horrible y agónica inquietud, la misma mirada de terror, de pérdida y de horror que le había visto en la masacre del almacén ferroviario, cuando Polchak la tenía como rehén mientras intentaba matar a su hermano. Si Rebecca tenía que hundirse en aquel estado traumático por tercera vez en su vida, sería ahora, pero él no podía permitir que ocurriera.
Mirando a Clem rodeó a Rebecca con un brazo, guiándola hacia la puerta.
– Tenemos una embarcación esperándonos -dijo, con voz autoritaria-. Nos va a sacar de aquí. A ti, a Clem y a mí. El inspector Kovalenko se asegurará de que así sea y de que todos estamos a salvo.
– Puede que tengamos un barco, puede que no -dijo Clem en voz baja.
– ¿Qué quieres decir? -se sobresaltó Marten.
– ¿No está en el muelle? -preguntó Kovalenko-Bueno, está, eso sí, y tu marinero de la melena gris está dentro. Pero es una lancha de río, y si crees que Rebecca y yo vamos a cruzar el golfo de Finlandia lleno de hielo en ella en medio de la noche, será mejor que te lo replantees.
Se oyeron unos golpes bruscos a la puerta y apareció Svetlana.
– ¿Qué ocurre? -dijo Clem.
– Los del FSO suben a llevarse a la zarina. El zarevich la está esperando.
De pronto Rebecca se recuperó:
– Por favor, déjenos solos y dígale al FSO que bajaré en un instante -dijo, mirando a Svetlana, con aire majestuoso y sin demostrar ninguna emoción.
– Sí, zarina. -Svetlana salió de inmediato y cerró la puerta detrás de ella.
Rebecca miró a Marten.
– Por muy grave que sea lo que Alexander ha hecho, no puedo dejarle sin decirle nada. -Se volvió rápidamente y se acercó al trono. A su lado había un libro de invitados abierto y ella arrancó una página en blanco y cogió el bolígrafo que había al lado.
Marten miró a Kovalenko.
– Vigila la puerta -le dijo, y luego se acercó rápidamente a su hermana-. Rebecca, no nos queda tiempo.
Ella levantó la vista. Era una mujer fuerte y con voluntad propia. -No puedo marcharme sin hacerlo, Nicholas. Por favor.
44
Alexander corrió desde el Volga hasta la Puerta de los Inválidos del museo.
Dentro no había nadie, ni siquiera el guardia que acostumbraba a vigilar la puerta. Corrió por un pasillo. Los visitantes del museo se paraban, boquiabiertos, a medida que lo iban reconociendo.
– El zarevich, el zarevich.
Alexander ignoraba las caras que lo miraban y el murmullo creciente de su nombre y seguía avanzando. ¿Dónde estaba el FSO? ¿Dónde estaba Rebecca? Justo enfrente vio a una mujer uniformada que salía de la tienda de recuerdos.
– ¿Dónde está la zarina? -le preguntó, autoritario, con el rostro ruborizado de furia-. ¿Dónde está el FSO?
No lo sabía, le balbució la mujer, horrorizada de que el zarevich se estuviera dirigiendo a ella directamente y absolutamente paralizada.
– ¡Olvídese! -Siguió corriendo. ¿Dónde estaban? ¿Por qué habían desobedecido sus órdenes? El metrónomo palpitaba más fuerte; algo horrible estaba pasando. Estaba a punto de perderla, ¡lo sabía!
– ¡Zarevich! -gritó una voz fuerte desde detrás de él. Se detuvo y se volvió.
– ¡Todos los agentes del FSO han subido al Salón del Trono! -Su chofer del FSO corría hacia él, con el radio receptor en la mano que bullía con una tormenta de comunicaciones solapadas del FSO.
– ¿Por qué? ¡Está ella allí? ¿Qué ha pasado?
– No lo sé, zarevich.
– ¡Por aquí! -dijo Kovalenko tajante cuando salían por la puerta lateral del museo, la misma puerta por la que había entrado lady Clem. El ruso iba delante, luego Clem, y luego Marten con Rebecca. Marten rodeaba a su hermana con un brazo, y la gabardina de Clem le servía para cubrirle los hombros y la cabeza, tanto para protegerla de las miradas públicas como para abrigarla del viento frío que procedía del río.
A los pocos segundos, Kovalenko los había hecho cruzar Dvortsovaya Naberezhnaya, el boulevard que había entre el museo y el río, y los llevaba apresuradamente hasta el muelle, donde el marinero del pelo gris los esperaba fumando junto a una lancha de río amarrada.
– ¡Ey! -le gritó Kovalenko cuando se acercaban.
El marinero tiró el cigarrillo al agua y se dirigió rápidamente en la popa para destensar las amarras.
– ¿No piensa usted llevar a la zarina por alta mar en este trasto, supongo? -Kovalenko estaba plantado ante el marinero, señalando la lancha con un dedo-. ¿Dónde coño está el barco que habíamos pactado?
– Tenemos una barca pesquera anclada en el puerto, pero no podíamos amarrarla aquí arriba sin que todos los policías de San Petersburgo se preguntaran qué demonios estábamos haciendo. Ya debería usted saberlo, amigo -dijo el marinero, levantando una ceja-. ¿Qué pasa, no se fía de mí?
Una levísima sonrisa cruzó el rostro de Kovalenko; luego, bruscamente, se volvió hacia los otros:
– ¡Abordo!
El marinero equilibró la lancha contra el muelle mientras Marten ayudaba a Rebecca y a lady Clem por la pasarela y las observaba desaparecer dentro de la cabina. Luego el marinero tiró del amarre y se encaramó por la pasarela delantera.
– ¡Vamos! -le gritó a Marten.
– Por la mañana estarán en Helsinki. -Kovalenko estaba tan cerca de Marten que ninguno de los otros podía oírlo, ni ver el Makarov automático que tenía en la mano, ofreciéndoselo a Marten por el mango-. ¿Y tú qué piensas hacer?
– ¿Yo qué pienso…? -Marten se lo quedó mirando. Así que esto era lo que había planeado desde hacía tanto tiempo. Los tanteos sobre su pasado, la amistad cuidadosamente trabada, la rapidez y facilidad con la que Kovalenko le había tramitado el pasaporte y el visado, la conversación sobre el cáncer terminal de Halliday y su extraordinaria dedicación a la brigada. Alexander era Raymond, y sabía que Kovalenko lo había sabido desde hacía mucho tiempo. Pero la única manera de demostrarlo era probar que sus huellas digitales coincidían con las que había en el disquete de Halliday, y ahora esto había desaparecido, víctima del protocolo y la política. Sin embargo, todavía había que hacer algo con Raymond como zarevich de Todas las Rusias. El cómo y el qué debían de haber estado rondando por la cabeza de Kovalenko desde París. Éste era el motivo por el cual había tanteado tanto sobre el pasado de Marten. Sin tener más remedio que contestar, Marten le había dicho pequeñas mentiras, informaciones que podían ser comprobadas. Y al final le había dado a Kovalenko lo que necesitaba: un hombre que protegía su verdadera identidad, que sabía cómo matar y que tenía varias razones muy personales para ejecutar a Raymond.
– Tú sabes quién soy. -La voz de Marten era apenas un susurro.