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Miró hacia atrás. Seguía sin ver ni rastro de Marten. Tenía que llegar al aeródromo. ¿Qué podía hacer? ¿Parar un coche, obligar al conductor a bajar y conducir él mismo? No, el tráfico era demasiado denso. Podía avanzar una manzana, dos como mucho, antes de que lo atraparan. Levantó la vista.

Enfrente había una estación de metro. Era perfecto. No sólo como refugio, sino como medio de transporte hasta el aeródromo. Usar el metro como lo había hecho en Los Ángeles cuando, como Josef Speer, había tomado el autobús para llegar a LAX. De pronto se dio cuenta de que para coger el metro necesitaba dinero. Metió las manos en los bolsillos de la chaqueta. Nada.

Buscó en los bolsillos de los pantalones, delante y detrás. Nada. ¿Qué había hecho con los efectos personales del muerto, cuando lo desnudó en el lavabo? No tenía ni idea.

Necesitaba dinero. No mucho, sólo lo bastante para comprarse una tarjeta de metro. Diez pasos delante de él había una mujer mayor que andaba con arrogancia, con un bolso grande colgado del brazo.

Actuó rápido, decidido. En un instante estaba al lado de la anciana, agarrado del bolso y arrancándoselo. Se coló entre la gente mientras la mujer caía al suelo. La oyó gritar detrás de él.

– Vor, vor! -gritaba. ¡Ladrón, ladrón!

Siguió avanzando, abriéndose paso por entre la gente. De pronto sintió una mano que lo agarraba y se ponía a tirar de él.

– Vor! -Un joven fornido gritaba y le dio un puñetazo. Alexander se agachó. Y entonces otro joven le atacó.

– Vor! Vor! Vor! -le gritaban, mientras le daban puñetazos y al mismo tiempo trataban de recuperar el bolso de la mujer.

Alexander levantó un brazo y se volvió mientras la muchedumbre lo iba acorralando más y más.

– Vor! Vor! -gritaban los jóvenes, atacándolo.

De pronto Alexander se volvió con el Grach automático de 9 mm de Murzin en la mano.

¡Pum! Le dio al primer joven en la cara.

¡Pum! ¡Pum! El segundo joven cayó de lado y se tambaleó hacia la calle, delante de un autobús, con dos tercios de la cabeza estallados.

La gente gritaba horrorizada. Alexander los miró durante una décima de segundo y luego dio media vuelta y salió corriendo.

Los ojos de Marten escrutaban los rostros mientras caminaba. Alexander podía ser cualquiera de ellos. Matar a cambio de una muda de ropa o cualquier otra menudencia no significaba nada para él. La vida no significaba nada para él. Excepto… Marten se acordó de la villa de Davos y de la expresión en la mirada de Alexander cuando estaba con Rebecca. La devoción, el amor absoluto, eran cosas de las que Marten había estado seguro que Alexander era absolutamente incapaz de sentir. Pero se equivocaba, porque estuvo allí y lo había visto.

Pasaron más caras. Hombres, mujeres, Alexander podía ser cualquiera. De pronto recordó los trucos y las astucias funestas de Alexander en Los Ángeles. Al mismo tiempo, recordó la advertencia de Dan Ford en París. «No sabrás lo que trata de hacer hasta que sea demasiado tarde. Porque, para entonces, tú estarás en el mismo agujero que él y luego… ya está.»Marten se llevó la mano al Makarov de su cinturón y siguió andando, pasando con la mirada de un rostro a otro. Alexander estaba allí, en algún lugar, lo sabía.

De pronto, el cielo tapado y acerado que había cubierto San Petersburgo durante casi toda la tarde dio paso a un sol brillante justo cuando se estaba poniendo por el horizonte. En pocos segundos la ciudad entera quedó bañada en una impresionante luz dorada. Cogió a Marten por sorpresa y se detuvo a mirarla. Entonces se dio cuenta de que se encontraba en el mismo puente por el que había visto cruzar a Alexander, y miró a su alrededor. El movimiento que había debajo le llamó la atención y vio a un hombre con traje de cuadros que avanzaba rápidamente a lo largo del canal y que se acercaba a las escaleras que llevaban hasta el lugar donde él estaba.

Alexander tenía la mano en la barandilla de las escaleras y miraba hacia arriba cuando se quedó petrificado. Marten estaba arriba, mirando hacia él. Una brisa ligera revolvía el pelo de Marten, y él, la ciudad y el cielo estaban teñidos de un amarillo brillante.

Tranquila, hasta fríamente, Alexander dio media vuelta y volvió a marcharse por donde había venido. Al fondo del canal, la catedral de Nuestra Señora del Kazan resplandecía, bañada en la misma luz dorada. Unos peldaños bajaban del puente también por ese lado, y le pareció ver a alguien vagamente familiar descender por ellos.

Aceleró el paso. No había necesidad de mirar. Sabía que Marten bajaba por las escaleras detrás de él. Caminaba, no corría, con pasos calculados, manteniéndolo en el punto de mira, pero sin forzarlo. Si corría, Marten correría. Sí, cabía la posibilidad de perderlo, pero había muchas más posibilidades de que dos hombres corriendo llamaran la atención, y sabía que la policía rondaba por ahí porque todavía podía oír sus sirenas. Estaban buscando a la persona que había matado a la baronesa y al coronel Murzin del FSO, y al hombre de los lavabos del Ermitage. No debían de tener ni idea de quién era, ni de qué aspecto tenía. Pero ahora también estarían buscando a otra persona, un hombre con traje de cuadros que acababa de matar a dos muchachos en Nevsky Prospekt.

De modo que había que seguir andando, pensó, dejar que Marten se acercara. Finalmente lo comprendió. Marten estaba aquí ahora, igual que había estado tras cada uno de sus movimientos. Estaba aquí porque era donde tenía que estar. Era el motivo por el cual se habían enfrentado en Los Ángeles, por el cual Alexander se había enamorado de su hermana, tal vez incluso por el cual había dejado las huellas sangrientas. Marten era una parte integral de su sudba, su destino. Rebecca le había dicho más de una vez lo mucho que se parecían él y su hermano. Sus habilidades y su coraje estaban a un mismo nivel excepcional; lo mismo que su valentía, voluntad y tenacidad. Y los dos habían regresado de la muerte. Marten era el último guante que Dios le echaba, un guante feroz, la última prueba de su capacidad para alcanzar la grandeza que Dios esperaba de él.

Esta vez, y de una vez por todas, Alexander lo conseguiría, le demostraría a Dios que era capaz de volver de la inconsciencia en la que se encontraba.

Debería ser fácil. Todavía tenía el revólver y la navaja. Marten había estado en el Ermitage. Lo único que tenía que hacer era matarle, luego poner sus huellas en la navaja y la navaja en su bolsillo, y el pueblo ruso vería de qué material estaba hecho su zarevich. Se convertiría en el héroe que, él solo, había perseguido al asesino de la baronesa y del coronel Murzin por las calles de San Petersburgo y finalmente lo había matado. Después de eso ya no habría más preguntas sobre el traje de cuadros o los hombres muertos en Nevsky Prospekt o en el lavabo del museo. Todos ellos, afirmaría, eran cómplices del asesino que había intentado matarlo. Ni tampoco tendría ninguna necesidad de llegar hasta el helicóptero. El helicóptero iría hasta él.

Más adelante había otro puente que cruzaba el canal. Era un puente para peatones. El Bankovski Most, el puente de la orilla, se llamaba. Era precioso, antiguo, clásico, con dos grifones de grandes alas doradas a ambos lados. A la izquierda había una serie de edificios de tres y cuatro plantas, de piedra y ladrillo. Nada más. Siguió andando, de espaldas a Marten.