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Barron se detuvo; Halliday y Polchak también lo hicieron. Volvíamos a estar en lo mismo: la familiaridad, la actitud confiada.

– Mirad si podéis hacer algo por los lados -dijo Barron en voz baja.

Halliday se desplazó lentamente hacia la izquierda, Polchak hizo lo mismo a la derecha.

– ¡No! -La mujer se puso a gritar-. ¡No! ¡No! ¡Déjenlo en paz! ¡No se le acerquen!

– Quietos -susurró Barron. Halliday y Polchak se detuvieron.

– Gracias -le dijo Raymond a la mujer. Luego, apuntando todavía con su pistola a la cabeza de la muchacha, retrocedió hasta que los dos se quedaron con la espalda pegada al taxi. Dentro pudo ver al conductor agachado, tratando de ocultarse.

– ¡Salga! -le ordenó-. ¡Salga!

En una escena digna de un cómic, la puerta del conductor se abrió de golpe y el taxista salió disparado.

– ¡Corra! ¡Márchese, deprisa! -le gritó Raymond. El taxista corrió hacia la policía. Luego Raymond se volvió a mirar a Barron-. Por favor, John, di a estos patrulleros que saquen los coches. Saldremos por ahí.

Barron vaciló y luego miró a un sargento uniformado que tenía detrás.

– Déjenlo salir.

El sargento hizo una pausa antes de hablar por su radio. Al cabo de un momento, los coches patrulla del fondo de la calle dieron marcha atrás, abriendo paso.

Con la Beretta apuntando siempre a la cabeza de la adolescente, Raymond la empujó al interior del taxi y luego se puso al volante. La puerta se cerró con un golpe. Hubo un chirrido de ruedas y el taxi salió zumbando. A los dos segundos salían disparados a través de los coches patrulla al fondo de la manzana y desaparecían de la vista.

8:14 h

27

Edificio del Tribunal Penal, 8:15 h

– ¿Cómo ha podido escaparse? ¡Hay cien hombres uniformados en este edificio! ¡Y fuera hay cincuenta más!

Con Valparaiso pegado a su lado, McClatchy avanzaba furioso por en medio de un montón de uniformes, jueces decepcionados y oficiales del tribunal. Cruzó una puerta y bajó hasta el parking a la carrera por la escalera de incendios. Valparaiso no había visto nunca a McClatchy tan enfadado. Y fue todavía peor cuando la palabra «rehenes» les llegó por la radio en medio de un batiburrillo de frases policiales, cuando cruzaban la puerta del fondo y entraban en el parking del sótano, donde Polchak los esperaba al volante del Ford de camuflaje de Red.

– ¿Quién es el rehén? -le ladró Red a Polchak, mientras se abrochaba el cinturón a su lado y Valparaiso entraba por la puerta de atrás.

– Una mujer adolescente -le dijo Polchak-, de raza negra. Es lo único que sabemos. La acompañaba su tía, ahora estamos hablando con ella.

– ¿Dónde cojones está Roosevelt?

Con la luz y la sirena puestas, Polchak bajó a toda velocidad por la rampa y se hundió en el tráfico.

– Ha llevado a su hijo al dentista. Su mujer trabaja -dijo, casi a punto de colisionar de lado con un autobús.

– ¡Ya sé que su mujer trabaja! -gritó furioso McClatchy. Furioso con él, con los otros ciento cincuenta policías, con todo el asunto-. ¡Por Dios!

Cinco coches patrulla y un coche de camuflaje seguían al taxi n.° 7711 de la compañía United Independent por las calles de la ciudad, en una persecución que se desarrollaba a poca velocidad. Cada uno de los coches llevaba su potente señal luminosa encendida, pero eso era todo; las sirenas se mantenían estratégicamente en silencio. Arriba, el Air 14, un helicóptero del LAPD, había sido movilizado rápidamente y no perdía de vista el taxi. Por todo el trayecto -South Grand Avenue hasta la calle Veintitrés, de la Veintitrés a Figueroa, y luego hacia el sur por Figueroa- la gente se apiñaba en las aceras y saludaba y vitoreaba el paso del taxi 7711. Todo el espectáculo se estaba emitiendo en directo por televisión, mientras los helicópteros de las distintas cadenas se incorporaban a la acción desde el aire. Las persecuciones policiales eran algo habitual en Los Ángeles desde hacía muchos años, pero todavía eran seguidas por una numerosa audiencia televisiva que tenía a los directores de cadena deseosos de que se produjeran dos o tres cada semana, para así disparar sus niveles de share.

Barron y Halliday iban en el 3-Adam-34, el coche patrulla que iba en cabeza reclutado de entre la multitud de patrullas que de pronto habían bajado hasta el edificio del Tribunal Penal. No se trataba de ninguna emocionante persecución cinematográfica, sino de una procesión solemne a cuarenta por hora. Lo único que podían hacer era seguirlo y tratar de prever lo que Raymond tenía planificado para cuando aquello terminara. Si tenían alguna ventaja era que Red McClatchy era uno de los mejores negociadores de rehenes que había, y que en dos de los coches patrulla que los seguían estaban algunos de los tiradores más precisos de la policía de Los Ángeles.

Halliday se inclinó hacia delante en el asiento delantero, mirando el taxi que avanzaba a casi medio kilómetro de ellos, con el sol de la mañana reflejándose en sus ventanas. Los cristales ahumados de detrás dificultaban mucho la posibilidad de ver en su interior, y desde luego de comprobar si Raymond seguía apuntando a la cabeza de la muchacha.

– De todos modos, ¿quién coño es ese Raymond? -dijo-. La policía de Nueva York no sabe nada de él, ni tampoco la de Chicago, a menos que salga algo en el informe de balística. Los federales van a tardar un poco en disponer de la lectura de la banda magnética de su pasaporte, así que quién sabe lo que encontraremos allí. Si no hubiésemos encontrado el arma en su bolsa y nos hubiera facilitado un domicilio correcto, es casi seguro que ahora estaría libre.

– Pero encontramos el arma y nos dio un domicilio falso.

– ¿Y eso basta para que empiece a matar gente?

– Ha llegado aquí desde Chicago con un arma en su equipaje. Tenía un billete de avión para volar a Londres. -Barron miró a Halliday, luego volvió a mirar al taxi-. ¿Por qué ha pasado por Los Ángeles primero? Para liarse con alguien, para matar a alguien, o quizá para ponerse moreno… ¿quién sabe? Pero sea lo que sea que esté haciendo ahora, ha de tener un motivo muy fuerte para hacerlo.

– ¿Como qué?

Barron movió la cabeza.

– Este tipo ha recibido algún tipo de entrenamiento. Tal vez militar; por la manera en que ha matado a los agentes en el ascensor, la manera en que dispara… ya has visto cómo se ha cargado a la mujer policía. Eso no se aprende en las calles. Ni a tener esos cojones.

– Entonces, ¿qué va a hacer con la rehén?

– Todo esto lo ha hecho tratando de huir. Si lo acorralamos, la matará como lo ha hecho con los demás.

Más adelante, el taxi giró hacia Vernon Avenue. Barron lo siguió, al igual que el convoy de vehículos que iban detrás. Air 14, el helicóptero, cruzó por delante de ellos. Su radio empezó a crepitar y oyeron la voz de Red.

– Central. Habla McClatchy. ¿Se sabe algo de la identidad de la chica retenida?

– Afirmativo, comandante; nos acaba de llegar -respondió una voz femenina-. De raza negra. Se llama Darlwin Washburn. Edad: quince años. Vive en Glendale.

– ¿Han avisado a sus padres?

– Los intentos han sido infructuosos.

– ¿Cuál es el estado de la agente herida?

– Pues… ehm… ha muerto, señor. Lo siento.

– ¿Los agentes heridos y el oficial del tribunal?

– Lo mismo, señor.

Se hizo una larga pausa y luego se volvió a oír la voz de Red, esta vez más baja.

– Gracias.

Barron tuvo que contenerse para no pisar el acelerador a fondo. Quería salir a toda velocidad hacia Raymond, acorralarlo entre coches de policía y obligarlo a salir de la carretera para ocuparse de él. Pero no podía hacerlo y lo sabía. Todos los sabían, y Raymond el primero. Fuera lo que fuese lo que planeaba, seguía teniendo a la chica y ellos no podían hacer más de que lo que estaban haciendo: seguirle y esperar.