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Red levantó la vista hacia el helicóptero, que todavía esperaba, se puso las manos encima de los oídos y se volvió hacia Valparaiso.

– ¡Me estoy volviendo sordo con ese estruendo de ahí arriba! Manda al Air 14 a casa y diles que se mantengan en alerta por si hay novedades. ¡Da prioridad a averiguar quién coño es ese Raymond! ¡En qué lugar de Chicago estaba, y por qué! ¡Por Dios!

La siguiente petición fue para Halliday.

– Consigue toda la información de Darlwin, y sé amable. La pobre chica ha vivido una situación muy traumática.

Luego Red se volvió y miró a Barron.

– Tú y yo nos vamos a dar una vuelta.

9:19 h

29

– Habla conmigo.

Red hizo marcha atrás con el Ford de camuflaje, rodeó un coche patrulla aparcado y luego aceleró hacia la calle en dirección al centro urbano.

– ¿Sobre qué? ¿Sobre Raymond? No sé nada más de él de lo que…

– Sobre Donlan. -Red miró a Barron con atención, con la rabia y la frustración que unos segundos antes sentía, ahora aparcadas.

– ¿Qué quiere que le diga de él?

Delante de ellos el semáforo cambió de amarillo a rojo. McClatchy encendió la sirena, pisó el acelerador y lo pasó igualmente.

– Eligiendo a John Barron elegimos a un detective joven y excelente. Un hombre capaz de reducir a un asesino a quien nadie más en todo el puto departamento había sido capaz de echar el guante.

– No sé de qué me habla.

Los ojos de McClatchy se volvieron hacia John.

– Sí lo sabes, John. Estás preocupado por lo que ocurrió con Donlan. Me di cuenta ayer. Y todavía puedo notarlo hoy. Ya lo teníamos bajo custodia, de modo que te debes de preguntar, ¿por qué? ¿Cuál era el motivo? ¿Por qué lo hicimos?

Barron no respondió y McClatchy volvió a mirar a la carretera.

– Y yo te digo: de acuerdo, vamos a averiguarlo.

30

Hotel Westin Bonaventure, centro de Los Ángeles. 9:44 h

Raymond tenía una lujosa suite de dos habitaciones equipada con televisor, escritorio, minibar, microondas, nevera y cafetera. Disponía también de ropa nueva y de una nueva identidad, y tendría todo eso mientras nadie descubriera que el especialista en diseño de automóviles Charlie Bailey, de Nueva Jersey, faltaba de allá donde se le esperaba y la policía empezara a buscarlo.

El encuentro con Charlie Bailey fue una suerte surgida de las circunstancias y la pura necesidad. Cuando huía de la policía, al salir del edificio del Tribunal Penal, Raymond condujo el taxi robado a toda velocidad, consciente de que disponía de tan sólo diez o quince segundos antes de se le echaran encima. Entonces le preguntó a su rehén si sabía conducir, y cuando la muchacha le dijo que sí, sencillamente aparcó en el bordillo y salió corriendo del vehículo, después de decirle que se marchara a su casa y esperar lo justo para verla poner el taxi en marcha y alejarse. Luego se marchó, suplicando interiormente haberla asustado lo bastante como para que hiciera lo que le había dicho y no parara el coche por nadie, en especial la poli.

Con la cazadora negra que le había quitado al hombre de la escalera de incendios del edificio judicial y se había echado encima del uniforme del policía muerto, siguió andando, tratando de mantener la compostura y de encontrar una manera de desaparecer de las calles. Media manzana más abajo vio al hombre que resultaría ser Charlie Bailey, de más o menos la misma estatura y peso que él, vestido con traje y corbata. Iba solo y estaba abriendo un coche en un aparcamiento solitario, al cual estaba a punto de subir. Entonces Raymond hizo desaparecer rápidamente la cazadora negra en un contenedor de basura y adoptó el personaje del uniforme que llevaba, el de un agente de policía del condado de Los Ángeles.

Con el mismo acento americano fingido que venía utilizando desde hacía días, se acercó al hombre con aire autoritario, le explicó que había habido una serie de robos de automóviles en la zona y le pidió ver su permiso de conducir, además del título de propiedad del vehículo. El hombre le enseñó un carnet de conducir del estado de Nueva Jersey que lo identificaba como Charles Bailey y le dijo que el coche era alquilado. Cuando Raymond le pidió ver los papeles del alquiler y Bailey abrió el maletero para sacar su maletín, Raymond le pegó un disparo en la nuca, embutió el cuerpo en el maletero y lo cerró. Entonces cogió el maletín y las llaves del coche, lo cerró bien y se marchó. Tan sólo se detuvo para recuperar la cazadora negra del contenedor y volvérsela a echar encima para disimular de nuevo el uniforme.

El maletín resultó ser un tesoro. Dentro había toda la identidad de Charles Bailey: su dinero en efectivo, sus tarjetas de crédito, su teléfono móvil y la tarjeta de acceso a su suite, número 1195, del hotel Westin Bonaventure, el enorme hotel en forma de torre de cristal que estaba justo un poco más arriba de la misma calle. El motivo por el que Bailey había dejado el coche en ese parking en vez de estacionarlo en el hotel no era nada evidente, pero, desde luego, le había costado la vida al asesor de diseño.

Al cabo de veinte minutos Raymond se encontraba en la suite del muerto, se había duchado, se había curado el rasguño de bala del cuello con una pomada antiséptica que había encontrado entre los efectos de baño y se había puesto un traje gris que le iba bastante bien sobre una camisa azul, en la que se anudó una corbata a rayas rojas para camuflar la herida. Entonces se decidió a usar el móvil de Bailey para marcar un número en Toronto desviado a un número en Bruselas, que a su vez estaba desviado a un número de Zúrich, desde el cual una voz grabada en el contestador le informó de que el destinatario de su llamada no estaba disponible y le decía que podía dejar un mensaje y la llamada le sería devuelta en breve. En francés, Raymond dijo que se llamaba Charles Bailey, preguntó por Jacques Bertrand y dejó el número de teléfono de Bailey. Luego colgó y esperó.

Ahora, casi una hora más tarde, seguía esperando. Mientras andaba nerviosamente de un lado a otro de la habitación, se preguntaba por qué Bertrand todavía no le había devuelto la llamada y si no debería haberle dicho directamente quién era, en vez de haber usado el nombre y el número de Bailey.

Bertrand y la baronesa tenían su número de móvil, y si hubiera podido usarlo la llamada le habría sido devuelta de inmediato, pero su teléfono había sido destruido aposta cuando lo tiró por la ventana del coche robado que Donlan utilizó para asegurarse de que la policía no se lo encontraba ni lo utilizaba para rastrear sus llamadas hasta la baronesa o Bertrand. Una llamada a Bertrand de parte de un tal Bailey podía considerarse como, sencillamente, un número equivocado si jamás llegaran a detectarla, pero dejar su nombre y número era arriesgarse a que asociaran a Bertrand con él y con un hombre al que, tarde o temprano, encontrarían muerto, y eso era algo que no se atrevía a hacer. En especial ahora, cuando la policía habría destapado la farsa con su rehén y la chica les habría indicado el lugar en el que se había bajado del taxi. No habrían tardado mucho en acordonar la zona e ir a buscarle puerta a puerta. Eso hacía que proteger su identidad y su misión fuera más importante que nunca.

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Parker Center, 9:48 h