– Baronesa, una lamentable serie de incidentes me han llevado a una situación en la que me he visto obligado a matar a varias personas, entre ellas a policías. Las autoridades me buscan por todos lados. Sin duda lo veréis en las noticias internacionales, si no lo habéis hecho ya. He llamado a Bertrand para que me ayudara. No tengo pasaporte y, por tanto, no puedo salir del país.
»Incluso si lograra esquivar a la policía, salir del país sin pasaporte y llegar a Inglaterra me resultaría imposible. Ordene a Bertrand que disponga un jet privado para que me recoja en un aeropuerto de aviación civil. Santa Mónica es el mejor y el que me cae más cerca.
»Además del avión, necesitaré dinero y tarjetas de crédito, y un pasaporte nuevo con algún otro nombre y nacionalidad. Francesa o italiana, probablemente, da igual.
Debajo vio pasar dos unidades motorizadas y luego dos coches patrulla más. Luego un helicóptero del LAPD cruzó por el cielo.
– Hoy Peter Kniter ha sido nombrado caballero en el Palacio de Buckingham -dijo de pronto la baronesa, como si no hubiera oído nada de lo que le acababa de contar.
– Ya me lo imaginaba -respondió él, con frialdad.
– No emplees ese tono conmigo, cariño. Sé que tienes problemas, pero has de comprender que todos los otros relojes siguen marcando las horas y que no podemos permitirnos perder más tiempo del que ya hemos perdido. La última vez que hablamos, cuando estabas en el tren que venía de Chicago, me aseguraste que tenías las llaves. ¿Dónde están ahora?
Raymond tuvo ganas de colgarle el teléfono. En toda su vida, ni una sola vez había sentido el cariño de ella, sólo la realidad de las cosas más inmediatas. Incluso de niño, un corte, un rasguño o una pesadilla eran cosas sobre las que no tenía derecho a lloriquear, sólo había que resolverlas lo más rápidamente posible para que dejaran de ser un problema. La vida estaba llena de obstáculos, grandes y pequeños, le había advertido ella desde que tenía uso de razón. Y lo de ahora no era distinto. Fuera lo que fuese que hubiera sucedido, no estaba herido, seguía estando solo, seguía siendo capaz de llamar a Europa desde la protección relativa de una habitación privada de hotel.
– Cariño, te he preguntado dónde están las llaves.
– He tenido que dejarlas en mi bolsa, en el tren. Supongo que ahora están en manos de la policía.
– ¿Y qué hay de Neuss?
– Baronesa, me parece que no entendéis lo que está ocurriendo aquí.
– Eres tú, cariño, quien no lo entiende.
Raymond lo entendía perfectamente. Alfred Neuss tendría una llave de la caja fuerte. Alfred Neuss sabría dónde estaba. Sin la llave, sin el contenido de la caja, y sin Neuss muerto era como si no tuvieran nada. Para ella sólo existían dos asuntos, y al resto del mundo que le dieran morcilla: ¿tenía el nombre y la dirección del banco? ¿Se había ocupado de Alfred Neuss?
La respuesta de él fue no.
– Warum? -«¿Por qué?», le preguntó en alemán, cambiando bruscamente de idioma, por capricho, de aquella manera exasperante que tenía de embutirle los conocimientos que ella consideraba que debía asimilar. En francés, alemán, inglés, español, ruso, el idioma no importaba. Se suponía que él debía comprender siempre lo que se decía a su alrededor, hasta si actuaba como si no lo hiciera.
– Madame la baronesse, vous ne m'écoutez pas! -«Baronesa, no me escucháis», le dijo enojado, aferrándose al francés-. Soy objeto de un enorme despliegue policial. ¿De qué os sirvo, si me arrestan o me disparan?
– Eso no es una respuesta -lo cortó ella como siempre.
– No -dijo él en un susurro; tenía razón, como siempre-, no lo es.
– ¿Cuántas veces hemos hablado, cariño, del significado de los tiempos difíciles, para que aprendas a levantarte por encima de ellos? No te habrás olvidado de quién eres.
– ¿Cómo podría? Siempre os tengo a vos para recordármelo.
– Pues entonces comprende la dura prueba a la que están siendo sometidas tu formación y tu inteligencia. Dentro de diez años, de veinte, todo esto te parecerá una tontería, pero en cambio lo recordarás heroicamente como una valiosa lección de autoconocimiento. Al lanzarte a las llamas, Dios te está exigiendo, como siempre, grandeza.
– Sí -susurró Raymond.
– Y ahora, dispondré lo que necesitas. El avión es fácil. El pasaporte y llevarlo hasta el piloto que tiene que entregártelo resultará más difícil, pero ambos te llegarán, sea como sea, mañana. Mientras tanto, haz lo que tengas que hacer con Neuss. Hazte con su llave, averigua dónde está el banco y luego mátale. Manda la llave por mensajería exprés a Bertrand, que se irá a Francia y sacará las piezas de la caja. ¿Lo has entendido?
– Sí.
Abajo, en la calle, Raymond vio a otro grupo de policías en la acera de delante del hotel. Este grupo era distinto de los agentes de patrulla que había visto antes. Llevaban casco y chalecos antibalas, e iban armados con armas automáticas. Se apartó de la ventana al ver que algunos miraban hacia las plantas superiores del hotel. Eran un equipo del SWAT y parecía que estuviesen preparándose para entrar en el hotel.
– Baronesa, comandos especiales de policía se han congregado delante del hotel.
– Quiero que te olvides de ellos y que me escuches, cariño; escucha mi voz -dijo, en un tono sereno y expeditivo-. Ya sabes lo que quiero oír. Dímelo, dímelo en ruso.
– Yo… -vaciló, con los ojos fijados en la calle. El equipo del SWAT no se había movido, sus agentes seguían en el mismo lugar de antes.
– Dímelo -le ordenó.
– Vsay -empezó, lentamente-. Vsay… ego… sudba…V rukah… Gospodnih.
– Otra vez.
– Vsay ego sudba V rukah Gospodnih -repitió, esta vez con la voz más fuerte y convincente.
Vsay ego sudba V rukah Gospodnih. Todo su destino está en las manos de Dios. Era un dicho popular ruso, pero ella lo había personalizado para que significara «de él». El destino del que hablaba era el suyo propio; Dios lo dirigía todo, y todo pasaba por un motivo. De nuevo, Dios le estaba poniendo a prueba, ordenándole que se levantara y encontrara una salida, porque era seguro que había una.
– Vsay ego sudba V rukah Gospodnih -dijo otra vez Raymond, repitiendo el dicho como un mantra que tal vez había repetido diez mil veces en su vida, exactamente del mismo modo que ella se lo enseñó cuando era niño.
– Otra vez -le susurró ella.
– Vsay ego sudba V rukah Gospodnih. -Ahora ya no estaba concentrado en la policía sino en lo que estaba diciendo, y lo decía como una promesa, llena de fuerza y de hechizo, como un juramento de fidelidad hacia Dios y hacia él mismo.
– Así, cariño, ¿lo ves? Cree en la Providencia, en tu formación y en tu inteligencia. Hazlo y el camino se abrirá ante ti. Con la policía, con Neuss, y luego el viernes con nuestro queridísimo… -hizo una pausa y él pudo sentir las décadas de odio acumulado explotar cuando pronunciaba su nombre-, Peter Kitner.