– Sí, baronesa.
– Que Dios te acompañe.
Se oyó un clic y el teléfono se quedó mudo. Raymond colgó lentamente, con el aura de la baronesa todavía acompañándolo. Miró otra vez por la ventana. Los policías seguían allí, en la acera de enfrente como antes. Pero ahora parecían más pequeños, como piezas de ajedrez. No tanto figuras a las que temer, sino con las que jugar.
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10:50 h
Si confiaba en sí mismo el camino le sería indicado. La baronesa tenía razón. En cuestión de minutos sucedió.
Empezó con el sencillo razonamiento de que si la policía le había seguido el rastro hasta ahora, la prensa estaría también encima de la noticia, y entonces puso la tele que había en el salón con la esperanza de ver algún noticiario que le diera alguna idea de lo que las autoridades estaban haciendo.
De esa manera rápida y burda consiguió mucho más de lo que esperaba. Casi todos los canales mostraban imágenes del tiroteo en los juzgados. Vio los cuerpos tapados de los dos agentes, del alguacil, de la mujer policía y del hombre al que había estrangulado en la escalera de incendios para robarle la cazadora negra, y cómo eran cargados en el furgón del forense. Entrevistaban a policías nerviosos e indignados, y a ciudadanos igualmente estupefactos y furiosos. A las imágenes aéreas de la persecución a baja velocidad del taxi les seguía el clip de la adolescente negra y de su madre. Luego venían los presentadores en directo del telenoticias que anunciaban la orden de búsqueda y captura del «criminal más buscado de la ciudad, extremadamente peligroso» que había emitido el comandante de la brigada 5-2, Arnold McClatchy. Luego venía su descripción física y una imagen a toda pantalla de la foto que le había hecho el LAPD al ficharlo. Con ella venía el ruego a toda la población de avisar a la policía de inmediato en caso de verle.
Raymond retrocedió, tratando de asimilar la magnitud del asunto. La baronesa tenía razón. Dios lo estaba poniendo a prueba, ordenándole que se levantara y que encontrara la manera de salir. Y fuera cual fuese esa manera, una cosa le resultaba ahora meridianamente clara: ya no disponía del lujo de intentar esconderse durante un día más para que el avión privado de la baronesa lo recogiera en el aeropuerto de Santa Mónica. Lo que tenía que hacer era llegar a Neuss, obtener la llave de la caja fuerte y enterarse de la ubicación del banco francés en el que estaba guardada; luego matar a Neuss, salir de Los Ángeles y marcharse a Europa lo antes posible. Y eso significaba que debía hacerlo durante las últimas horas del día de hoy. Teniendo en cuenta la magnitud de la fuerza organizada contra él, se trataba de una misión, si no imposible, enormemente complicada. Pero no tenía elección. El futuro de todo lo que habían planificado desde hacía tanto tiempo dependía de ello. Cómo hacerlo, de nuevo, era otro tema.
De pronto, el canal de televisión que estaba mirando dio paso a la publicidad. Mientras trataba de pensar una salida y miraba si había más vídeos sobre el tema, cambió de canal. Casualmente cayó en el canal interno del hotel en el que había un horario de los eventos programados en el Westin Bonaventure para aquel día. Estaba a punto de seguir cambiando cuando, de pronto, vio el anuncio de un acto de bienvenida para la Universität Student Höchste -un grupo de visita formado por estudiantes universitarios alemanes-, una recepción que se estaba celebrando en una sala de actos de la planta baja en aquel mismo instante.
Al cabo de diez minutos entró en la sala, con el pelo engominado hacia atrás y todavía vestido con el traje y corbata del diseñador asesinado, y con su maletín en la mano. Dentro llevaba la cartera y el móvil de Charlie Bailey y una de las dos Berettas de 9 mm. La otra Beretta la llevaba dentro del cinturón, debajo de la americana.
Se detuvo justo en el umbral de la puerta y miró dentro. Había un grupo de cuarenta o más estudiantes y tres o cuatro guías turísticos disfrutando de café y un sencillo tentempié mientras charlaban animadamente en alemán. Había casi el mismo número de chicas y chicos, y sus edades estaban comprendidas entre los casi veinte años hasta tal vez veinticinco. Parecían felices y despreocupados, y vestían como la mayoría de estudiantes de cualquier lugar del mundo: vaqueros, camisas holgadas, algunos con alguna prenda de cuero, otros con algún elemento de joyería, otros con el pelo teñido de colores vivos.
Más allá de lo obvio -la proximidad en edad y el hecho de que él hablaba alemán fluido y podía mezclarse con ellos con facilidad- había dos cosas que Raymond les envidiaba, y sabía que todos ellos tendrían: un pasaporte y al menos una tarjeta de crédito vigente, que no sólo le serviría para complementar el pasaporte como documento de identidad, sino también para financiarse un billete de avión transatlántico. Lo que necesitaba era buscar a uno de ellos, hombre o mujer, al cual poder usurpar la identidad.
La aproximación tenía que parecer casual, y así lo hizo. Primero se acercó a la mesa del café y se sirvió una taza del gran termo plateado; luego, con la taza y el plato en la mano, anduvo hasta el fondo de la sala, actuando para todo el mundo como si fuera uno de los guías y estuviera totalmente en su lugar.
Volvió a detenerse y a mirar a su alrededor. En aquel momento entró por la puerta un hombre con traje oscuro con una tarjeta con su nombre que lo identificaba como empleado del hotel. Con él iba un sargento del SWAT, con casco y chaleco antibalas. Raymond se volvió tranquilamente y dejó el maletín en el suelo, mientras con la mano izquierda sostenía la taza de café, y apoyó la mano derecha en la culata de la Beretta.
Por unos instantes, los dos hombres se quedaron observando la sala; luego, un tipo más mayor, un guía, supuso, se alejó de un pequeño grupo de estudiantes y se acercó a ellos. Los tres se pusieron a hablar, mientras el guía hacía ocasionalmente algún gesto hacia la gente del salón. De pronto, el sargento del SWAT se apartó de ellos y se dirigió a la mesa del bufete, paseando la mirada por entre la gente que charlaba. Raymond tomó un sorbo de café y se quedó donde estaba, cuidando de no hacer nada que pudiera llamar la atención. Al cabo de un momento, el policía se volvió y les dijo algo a los otros. Entonces salió con el hombre del hotel y el guía regresó al grupo de estudiantes.
Fue en ese momento posterior de alivio cuando Raymond se fijó en éclass="underline" un joven alto, delgado, vestido con una camiseta, unos vaqueros y una cazadora tejana, apartado a un lado y que charlaba con una muchacha atractiva. Llevaba una mochila colgada de un hombro y el pelo teñido de un tono violeta. Aunque fuera más joven que él, su complexión y sus facciones se parecían lo bastante a las de Raymond como para que pudiera hacerse pasar por él, especialmente si se tenía en cuenta la mala calidad que suelen tener las fotos de pasaporte. El pelo violeta podía ser problemático -debería encontrar la manera de teñirse el cabello, y eso le podría hacer llamar la atención-, pero el joven era el que más se le parecía de la sala y el tiempo era ahora básico, así que ya encontraría la manera de solucionar el problema.
Pasó un momento y luego otro; después el joven dejó a la muchacha y se dirigió a la zona central del bufete, a una mesa repleta de bollos, panecillos y fruta fresca.
Raymond cogió su maletín e hizo lo mismo. Mientras se llenaba un plato con trozos de melón y de uva inició una conversación amistosa en alemán. Le dijo al joven que era un actor de Múnich hospedado en el hotel y que estaba en Los Ángeles para hacer un papel de malo en una peli de acción protagonizada por Brad Pitt. Se había enterado de que un grupo de alemanes iba a reunirse en el hotel y, como se sentía especialmente solo y tenía la mañana libre, había decidido incorporarse al grupo, aunque sólo fuera para charlar un poco de su país de origen.