Barron salió volando por la puerta al pasillo iluminado con fluorescentes. Halliday y Valparaiso iban justo detrás de él.
– ¡Buscamos a un tipo con el pelo lila que trata de salir de la ciudad, y tal vez del país, lo antes posible! Cuando sepamos quién era el chico, sabremos dónde está Raymond en el momento que muestre su carnet de conducir o intente usar la tarjeta de crédito.
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Beverly Hills, 13:30 h
Raymond bajaba rápidamente por la elegante Brighton Way, frente a una hilera de comercios exclusivos por una acera tan limpia que parecía recién pulida. Pasó un Rolls-Royce, y luego una limusina alargada con cristales ahumados. Y entonces lo vio: Alfred Neuss Joyeros. Un Mercedes lustroso estaba aparcado enfrente en doble fila, con el chófer con uniforme negro esperando al lado.
Había acertado. Neuss estaba haciendo negocios.
Raymond se puso bien la mochila. Entonces, sintiendo la presión sólida de la Beretta debajo de su cazadora Levi's, abrió la puerta de bronce pulido y caoba y entró en el establecimiento, totalmente dispuesto a explicar por qué un joven en vaqueros y el pelo teñido de lila con una gorra de los L.A. Dodgers entraba en una lugar tan elegante y prohibitivamente caro.
Sintió la mullida moqueta bajo los pies y la puerta se cerró detrás de él. Levantó la vista, esperando ver a Neuss atendiendo al cliente del Mercedes. Pero lo que vio en cambio fue a una vendedora con aire de matrona, muy bien vestida y bien peinada. La clienta también estaba y era una joven rubia y sensual con un vestido corto y llamativo. Le pareció haberla visto en alguna película, pero no estaba seguro. Pero eso, como la historia que se había inventado para explicar su presencia, no importaba. Porque al instante en que preguntó por Alfred Neuss, todo su plan se vino abajo.
– El señor Neuss -le explicó la vendedora, con más arrogancia de la que jamás había encontrado entre los adinerados amigos de la baronesa- está de viaje.
– ¿De viaje? -Raymond se quedó estupefacto. Nunca había valorado la posibilidad que Neuss no estuviera-. ¿Y cuándo vuelve?
– No lo sé. -Se estiró un poco para mirarlo-. El señor Neuss y su esposa están en Londres.
¡Londres!
Raymond sintió los pies sobre la acera al instante que la puerta del establecimiento de Neuss se cerraba detrás de él. Estaba atontado, superado por su propia insensatez. Tenía que haber un solo motivo por el cual Neuss hubiera ido a Londres, y éste era que se había enterado de los asesinatos en Chicago, y tal vez también de los otros, y se hubiera marchado no sólo por su propia seguridad, sino para encontrarse con Kitner. Si éste era el caso, había muchos motivos para pensar que irían a la caja fuerte y trasladarían su contenido. Y si eso ocurría, todo lo que él y la baronesa habían planeado…
– Raymond.
De pronto oyó una voz conocida pronunciar su nombre y se quedó helado. Justo a su lado había una pizzería. Tenía la puerta abierta y había unos cuantos clientes reunidos delante de un televisor de pantalla grande. Entró y se detuvo junto a la puerta. Estaban mirando un boletín informativo. En pantalla había una entrevista grabada con John Barron: aparecía en MacArthur Park, de espaldas a los arbustos en los que Raymond había matado a Josef Speer.
«Me gustaría saber cómo te sientes, Raymond. ¿Estás bien?» Barron miraba directamente a la cámara y lo miraba con la misma preocupación fingida que Raymond había utilizado contra él en Parker Center, apenas veinticuatro horas antes.
«Tú también puedes llamar al 911, lo mismo que todos los demás. Sencillamente, pregunta por mí. Ya sabes cómo me llamo, detective John Barron, de la brigada cinco dos. Vendré a recogerte personalmente, donde tú me digas. Así no le harás daño a nadie más.»Raymond se acercó un poco más, intrigado por las maneras de Barron pero igualmente sorprendido de que hubieran encontrado el cuerpo de Speer tan rápido y al mismo tiempo lo hubieran relacionado con él.
De pronto sintió una presencia y miró a su izquierda. Una muchacha adolescente lo observaba. Cuando vio que la miraba, se giró y se acercó más a la pantalla, aparentemente atraída por lo que estaba pasando.
Raymond volvió a mirar y vio que la imagen de Barron desaparecía del televisor. En su lugar apareció su foto de cuando lo fichó la policía. Se vio él mismo fotografiado de frente y de perfil. Ahora el video volvía a mostrar a Barron en el parque. El tono de burla había desaparecido y ahora hablaba más en serio que nunca.
«Nosotros somos nueve millones, y tú eres sólo uno. Haz números, Raymond. No es difícil deducir las probabilidades que tienes.»La foto de Raymond volvió a aparecer en pantalla. La chica se volvió a mirarlo otra vez.
Ya no estaba.
13:52 h
39
14:00 h
Raymond cruzó Wilshire Boulevard invadido por la rabia. Furioso contra sí mismo por haber presupuesto que encontraría a Alfred Neuss, furioso contra Neuss por haberse marchado a Londres, furioso contra la arrogancia de John Barron. Lo que lo agravaba todo era la eficacia de la policía de Los Ángeles y su rapidísima e implacable persecución contra él. Eso hacía mucho más urgente su necesidad de abandonar el país de inmediato, esta noche, tal y como lo había planeado. Y significaba, también, que tenía que informar a la baronesa.
Se detuvo a la sombra de una palmera grande y sacó el móvil de Charles Bailey de la mochila. Llamar a la baronesa para darle más malas noticias era lo último que ahora deseaba hacer, pero no tenía más remedio que hacerlo. Abrió el móvil y empezó a marcar el número. Las dos de la tarde en Beverly Hills eran las diez de la noche en Londres. La baronesa estaría todavía en el número 10 de Downing Street, en la cena que el primer ministro británico ofrecía en honor del alcalde de Moscú y el ministro de Defensa de la Federación Rusa, y no podía llamarla allí.
Inmediatamente volvió a abrir el móvil y marcó el número de Jacques Bertrand en Zúrich, donde eran las 11 de la noche. Si Bertrand dormía, mala suerte. Sonaron un par de pitidos y Bertrand respondió al teléfono, despierto y alerta.
– Il y a un nouveau problème -dijo Raymond en francés-. Neuss est a Londres. Il est là maintenant. -«Tenemos otro problema: Neuss está en Londres; está allí ahora mismo.»
– ¿Londres? -preguntó Bertrand.
– Sí, y probablemente estará con Kitner.
– ¿Conseguiste la…? -La conversación continuó en francés.
– No. No tengo ni la llave ni la información. -De pronto, Raymond salió de la sombra de la palmera y siguió andando. Pasó por delante del apartamento de Neuss y volvió sobre sus propios pasos por Linden Drive, como cualquier persona de las que andan por la calle y hablan por el móvil al mismo tiempo-. Ha salido mi foto por televisión; la policía está por todas partes. Tengo un pasaporte robado y un billete de Lufthansa para el vuelo 453 de esta noche, con destino a Frankfurt. Ha puesto usted la maquinaria en marcha para que disponga de un jet privado y de un pasaporte, ¿no?
– Sí.
– Pues cancélelo.
– ¿Estás seguro?
– Sí. No vale la pena correr el riesgo para que luego me descubran. Ahora no.
– ¿Estás seguro? -volvió a preguntarle Bertrand.
– Sí, maldita sea. Dígale a la baronesa que lo siento, pero que así es como han salido las cosas. Nos volveremos a reunir y empezaremos de nuevo por el principio. Me voy a deshacer de este móvil, para que no puedan rastrear la llamada hasta usted si llegan a detenerme. Me pondré de nuevo en contacto cuando llegue a Frankfurt.