Lo que todo eso significaba o cómo correspondía a lo que Raymond estaba haciendo o había hecho ya, si es que era algo, resultaba imposible de saber. El único elemento de conexión era el billete de avión que tenía desde Los Ángeles para el 11 de marzo, que le habría llevado a Londres el 12 de marzo. Lo que planeaba hacer una vez allí y si alguna de las otras fechas tenía que ver con su razón de haber venido a Los Ángeles o de haber estado en Chicago resultaba igualmente imposible de deducir.
El FBI había tenido acceso a la información para comprobarla con sus bases de datos de identificación de terroristas, y se había establecido contacto con la policía municipal de Londres. De momento no había salido nada que lo incriminara. Las fechas eran sólo fechas. Londres, Francia y Moscú eran sólo lugares, al igual que la embajada de Rusia en Londres. La dirección de Uxbridge Street 21 estaba también en Londres y a poca distancia de la embajada de Rusia, pero se trataba de un domicilio privado, la propiedad del cual estaba siendo comprobada. El Penrith's Bar de High Street también estaba en Londres, pero era tan sólo un pub frecuentado por estudiantes, y también resultaba imposible de saber quién era I.M. De modo que, aparte del Ruger, el pasaporte y, posiblemente, las llaves de la caja fuerte, parecía no haber mucho más de lo que sacar conclusiones, a menos que pudieran detener al propio Raymond e interrogarle.
– Si le matamos, nunca lo sabremos -dijo Barron a media voz.
– ¿Cómo? -Halliday tenía la vista puesta en la autovía que tenía enfrente.
– Raymond. -Barron se volvió a mirar a Halliday directamente-. Hay un OK también para él, ¿no es cierto?
Halliday cambió de carril rápidamente.
– Red te ha mostrado las fotos, ¿no? Y te habrá soltado su discursito sobre esta ciudad maldita, la advertencia sobre tu juramento de fidelidad a la brigada, su amenaza para que no intentes nunca abandonarla. Todos lo hemos sufrido.
Barron lo escrutó un momento, luego apartó la vista. Después de él, Halliday era el más joven de la brigada. Barron no tenía manera de saber si Red le había hablado de todos los criminales a los que se habían cargado, de modo que tampoco podía saber cuántas ejecuciones había presenciado Halliday, o había perpetrado él mismo. Lo que estaba claro, sólo por su actitud y por la manera en que hablaba del asunto, es que se había vuelto inmune ante ello. A estas alturas ya sólo era algo que formaba parte de su trabajo.
– ¿Quieres hablar del tema? -Halliday aminoró la marcha y se colocó detrás de una limusina Cadillac, luego giró el volante a la izquierda y volvió a pisar el acelerador. El coche viró hacia el arcén y salió disparado hacia delante envuelto en una nube de polvo.
– ¿De qué tema?
– Sobre el OK. Si tienes problemas con eso, habla, sácalo. Así es como funciona: un jugador del equipo habla con otro sobre algo que le preocupa.
– No pasa nada, Jimmy. Estoy bien. -Barron desvió la mirada.
Lo último que quería era escuchar más argumentos para justificar la ejecución.
– John -dijo Halliday, mirándolo con una expresión de advertencia en el rostro-. La leyenda es que nadie ha abandonado la brigada en toda su historia. Pero no es verdad.
– ¿Qué quieres decir?
De pronto Halliday miró atrás, luego puso la sirena y cruzó cuatro carriles a toda velocidad para tomar la siguiente salida. Al final de la rampa se detuvo detrás de una hilera de coches, luego volvió a poner la sirena y los rodeó, giró bruscamente a la derecha en un semáforo en rojo y salió acelerando en dirección norte, por Robertson Boulevard en dirección a Beverly Hills.
– Mayo de 1965, detective Howard White -dijo Halliday-. Agosto de 1972, detective Jake Twilly. Diciembre de 1989, detective Leroy Price. Y éstos son sólo los tres que yo he descubierto.
– ¿Lo dejaron?
– Sí, lo dejaron. Y los tres están muertos por este motivo, por y para la brigada. Y todos recibieron honores de héroe a posteriori. Por eso te digo que, si tienes un problema, me lo digas. No seas tan estúpido como para pensar que puedes actuar en solitario. Acabarás con una bala en la cabeza.
– No pasa nada, Jimmy, no te preocupes -dijo Barron a media voz-. De veras, no te preocupes.
17.20 h
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LAX, aeropuerto internacional de Los Ángeles, 17:55 h
La lanzadera cerró sus puertas, y de nuevo se mezcló el olor acre de aire de mar con el de los gases de las aeronaves y el olor seco de los cuerpos de los viajeros cansados mientras el conductor arrancaba en la terminal internacional Tom Bradley y se adentraba en el tráfico del bucle interior del aeropuerto.
Raymond estaba de pie en el centro del autobús, anónimo como cualquier otro pasajero, agarrado a la barandilla y aguardando con paciencia las paradas de las terminales 1 y 2 y luego la terminal Tom Bradley, donde se encontraba Lufthansa.
Tenía los nervios cada vez más afilados, consciente de que a cada minuto que pasara habría más angelinos que habrían visto los noticiarios con su foto por televisión. ¿Qué había dicho Barron? «Nosotros somos nueve millones y tú uno.» ¿Cuánto tiempo pasaría antes de que uno de ellos lo reconociera y sacara el móvil allí mismo para llamar a la policía?
Aunque hasta entonces había tenido suerte, todavía le quedaba pasar por el mostrador de Lufthansa y el arriesgado trámite de usar el pasaporte de Josef Speer y su tarjeta de crédito para pagar el billete. Y luego, suponiendo que hubiera tenido suerte, le quedaban más de tres horas hasta la salida de su vuelo, lo cual suponía esperar en público todo ese tiempo. La baronesa le había asegurado que si tenía la astucia y la malicia de sobrevivir, ésta sería una experiencia de valor incalculable, y tenía razón. Hasta aquí sus herramientas le habían servido, y sabía que si se mantenía alerta y no caía en las garras de sus propios miedos o de la tenacidad policial, si seguía avanzando igual que hasta ahora, tenía todos los motivos para pensar que a esa misma hora de mañana se encontraría en Londres.
Parking de la policía de Los Ángeles, Parker Center, 18:25 h
John Barron hizo todos los movimientos como si estuviera soñando: abrir la puerta del Mustang, meterse detrás del volante. Ya casi no se acordaba de la conversación con la chica de la pizzería de Beverly Hills. Hacia las 14:00, la joven había observado al hombre que le resultó tan parecido al fugitivo de la policía cuya foto había visto por televisión, pero luego no pensó mucho más en ello y se marchó a casa. Luego volvió a ver otra vez la foto por televisión y se lo dijo a su madre, quien llamó de inmediato a la policía de Beverly Hills. La interrogaron y la volvieron a llevar a la pizzería, donde describió las circunstancias y les señaló el lugar en el que estuvo el hombre. Les volvió a contar la misma historia a Halliday y Barron cuando llegaron. El hombre era muy parecido a Raymond. Llevaba vaqueros y una cazadora tejana. No sabía si tenía el pelo teñido porque llevaba una gorra de béisbol. Tal vez con algún logotipo deportivo, pero no lo recordaba.
La mujer de Beverly Hills con la que Lee y Valparaiso habían hablado les dio una descripción similar de un hombre joven al que había ayudado a encontrar el autobús que llevaba a Santa Mónica un poco después de las dos. La hora coincidía. Y les indicaba, también, que había ido en dirección oeste desde Brighton Way hasta la esquina de Wilshire con Santa Mónica Boulevard. La mujer redondeó la descripción de la chica de la pizzería diciendo que era un hombre guapísimo y que llevaba una mochila.
Con esta información en mano, Red ordenó el traslado inmediato de la investigación a la zona entre Beverly Hills y Santa Mónica, e hizo intervenir al departamento del sheriff de Los Ángeles y a la policía de Santa Mónica. Intervenir, quizá, pero todo el mundo sabía que Raymond pertenecía a la brigada 5-2, y si lo encontraban, la prensa y el público serían mantenidos al margen hasta que llegara la 5-2 y se ocupara de él.