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19:24 h

Un camión enorme de mercancías se detuvo delante de él. Barron se paró detrás y miró por el retrovisor. Un mar de faros se extendía hasta muy lejos. El camión siguió avanzando, y también él, sólo que ahora cambió de carril, acercándose al interior para poder desviarse en la salida siguiente y meterse por calles de la superficie para llegar al aeropuerto. Entonces volvió a mirar por el retrovisor. Esta vez no sólo vio la extensión de faros detrás de él, sino su propia imagen, y por un momento se quedó así, mirándose a los ojos.

No importaban Red McClatchy ni la 5-2. Lo que vio fue la imagen de un agente de policía jurado y encargado de defender la ley y proteger al ciudadano. Sin embargo, era un agente de policía tan cegado por las creencias personales que no había valorado la magnitud de la maldad de Raymond, ni había presentido su capacidad para el asesinato a sangre fría. Como resultado, no había tomado ninguna precaución contra él. Era un error por el que habían pagado cuatro policías, uno de ellos mujer, un hombre que llevaba una cazadora negra, un diseñador de New Jersey y un muchacho de pelo lila que apenas superaba los veinte años de edad. La sensación de responsabilidad por aquellas muertes y el complejo de culpa que lo acompañaban eran gigantescos.

19:29 h

Miró la radio que llevaba en el asiento de al lado. Lo único que tenía que hacer era cogerla y llamar a Red, decirle lo que había descubierto, marcharse hacia Pasadena y dejar que la brigada se encargara del enigmático Josef Speer. Pero sabía que no podía hacerlo, porque eso equivalía a ordenar personalmente su ejecución.

19:32 h

Barron salió de la autovía y tomó la rampa de salida de La Brea. Entonces pensó en Rebecca y se dio cuenta de que, en nombre de su propia conciencia, él mismo podía haber sido una de aquellas víctimas, y no de la brigada, sino de Raymond. Disponía de un seguro de vida y Rebecca era su única beneficiaría; se había ocupado de que su póliza dispusiera del dinero suficiente como para mantenerla de por vida si algo le ocurría a él. Pero eso la dejaría sola. Él era la única persona a la que tenía en el mundo. Estaba bien atendida por las monjas y se sabía cuidar gracias a él. Tanto sor Reynoso como la doctora Flannery se lo habían dicho: él era el puntal de la poca razón que le quedaba; su existencia silenciosa y frágil se aguantaba por su amor hacia él y dependía de su presencia. Era cierto que, en caso de que Barron muriera, Dan Ford y su esposa, Nadine, quedaban como sus tutores legales, pero el periodista, por mucho que los dos le quisieran, no era su hermano.

19:33 h

Barron se detuvo detrás de una docena de coches en el semáforo, arriba de la rampa, y hundió la cabeza entre las manos.

– Dios mío -exclamó en voz alta, con el raciocinio tan al límite que tenía que esforzarse por ser capaz de pensar. Podía girar a la derecha al llegar al semáforo, recoger a Rebecca y encontrarse a ochocientos kilómetros de allí cuando amaneciera. O girar a la izquierda y perseguir a Raymond. Si es que era Raymond.

Delante de él cambió el semáforo y el tráfico empezó a avanzar. Seguía verde cuando Barron llegó al cruce. Era ahora cuando le tocaba decidir qué hacer. Y lo hizo. Sólo había una respuesta. Rebecca era su responsabilidad. Sus padres ya habían sufrido una muerte terrible y violenta; no estaba dispuesto a exponerla de nuevo a ese tipo de horror, fuera lo que fuese lo que creyera que tenía que hacer para él.

Dio un golpe de volante y giró a la derecha, acelerando en dirección a Pasadena. En una hora estarían fuera de Los Ángeles, rumbo al norte/sur/este, daba igual. Dentro de una semana las cosas se habrían calmado; dentro de un mes todavía estarían más tranquilas porque, para entonces, Red se habría dado cuenta de que no representaba una amenaza. Y con el tiempo, todo quedaría olvidado.

Entonces llegó: el escalofriante, omnipotente sentido de la verdad: Josef Speer era el chico muerto de MacArthur Park, y Raymond era quien había comprado el billete de Lufthansa a Frankfurt. En aquel instante cegador desaparecieron todas las consideraciones momentáneas anteriores. Sólo importaba una cosa: llegar a LAX antes de que el vuelo 453 despegara.

49

Tienda de regalos de la terminal internacional 6 Tom Bradley, LAX. 19:50 h

Raymond recorrió el pasillo tratando de actuar como un pasajero cualquiera que busca algún artículo concreto. En este caso, algún tipo de maleta que pudiera llevar con él al avión. La agente de billetes de Lufthansa había aceptado su explicación de que había dejado una bolsa de mano en el bar de comida rápida del aeropuerto. Era un detalle, no demasiado importante, pero lo había pasado por alto y podía ser que alguien se fijara en ello, en especial en la puerta de embarque, si entraba sin equipaje de mano y sin un recibo de facturación grapado en el sobre de su billete.

«Saca lecciones de tus errores», otro de los consejos frecuentes que la baronesa le repetía a menudo desde que era niño. ¿Molesto? Sí, tal vez, pero sus enseñanzas eran válidas. Lo último que necesitaba, en especial con el alto nivel de seguridad aeroportuaria, era despertar dudas, cualquier alteración en el flujo del protocolo de la aerolínea que pudiera hacer levantar cejas o llamar la atención.

Las vio al fondo del pasillo: una docena o más de mochilas de lona que colgaban de un mostrador. Eligió una de color negro y se dirigió hacia la caja. Casi al mismo tiempo, cayó en la cuenta de que necesitaba algo que llevar dentro. Rápidamente cogió una sudadera de Los Ángeles, una camiseta con el logotipo de los Los Ángeles Lakers, un cepillo de dientes, dentífrico… cualquier cosa que hiciera bulto y que pudiera resultarle útil durante el viaje.

Cuando hubo acabado se colocó detrás del grupo de clientes que guardaban cola en la caja de salida. Entonces se quedó petrificado. A menos de medio metro vio un estante con una pila de la última edición del Los Ángeles Times. Su foto de la ficha policial que le habían hecho en Parker Center ocupaba prácticamente toda la portada. Encima, en grandes titulares, se leía: Se busca asesino de policías. Haber salido por televisión ya era lo bastante malo, pero ahora sólo le faltaba el periódico. Un periódico que estaría a la venta por todo el aeropuerto y que incluso podía que tuvieran a bordo del avión.

Leyó el subtítulo y las cosas empeoraron: «Puede que lleve el pelo teñido de lila». Otra vez la policía. Rápidos, eficientes; habían supuesto correctamente que había asumido la identidad y el aspecto de Josef Speer.

Dejó bruscamente sus cosas en un mostrador lateral y se retiró a otro pasillo para, en una rápida sucesión, coger varias cosas más: un espejito de mano, una máquina de afeitar eléctrica, pilas para la máquina.

La cola había desaparecido y se acercó a la caja, puso sus cosas al lado y dejó deslizar una mano hacia una de las Berettas que llevaba embutidas en el cinturón. Si la mujer lo reconocía y lo demostraba de alguna manera, la mataría allí mismo y se marcharía para abandonar el edificio de la terminal en medio del horror y el caos sembrados por él. El mismo método que había planeado usar para huir del cordón policial en Union Station y del Soutwest Chief antes de que Donlan lo cambiara todo.

La miró con atención, esperando a que ella lo mirara, pero no lo hizo. La mujer se limitó a pasar los artículos por el lector. Y lo mismo cuando le dio la tarjeta Master de Speer para pagar. Lo mismo cuando firmó el recibo y cuando ella le puso las cosas en una bolsa de plástico. Al final le entregó la bolsa, lo miró y le dijo «buenas tardes» en un tono mecánico antes de volverse para atender al cliente siguiente.