– Gracias -dijo él y se marchó.
Había estado allí, delante de sus narices, con su foto a toda página en la portada del Times a pocos centímetros de ella, y la mujer ni siquiera lo había visto. La única explicación lógica era que la cajera era como la gente de los autobuses. Veían a cientos de personas cada día, día tras día, mes tras mes, año tras año, sin parar, y a estas alturas ya todas les parecían iguales.
20:00 h
Barron salió de La Brea bruscamente por Stocker. Un kilómetro más tarde giró a la izquierda por La Ciénaga Boulevard, luego cortó por La Tijera hasta Sepúlveda, kilómetro y medio más al sur. En total le quedaban unos seis kilómetros antes de la salida del aeropuerto en la calle Noventa y seis. De pronto, varios goterones de lluvia cayeron sobre su parabrisas, algo de lo que Dan Ford ya le había advertido, a pesar de que el servicio de meteorología sólo había pronosticado un 10 por ciento de posibilidades. Y él tuvo la esperanza de que fuera Dan quien se equivocaba.
Cien metros más y las gotas se convirtieron en una lluvia regular y luego en un buen chaparrón. El tráfico de delante de él empezó a reducir la velocidad hasta casi pararse. En cuestión de segundos, la carretera se quedó tan taponada como la autovía que acababa de abandonar.
– ¡Joder! -blasfemó en voz alta. Volvió a desear disponer de las luces y la sirena de los coches patrulla. Aquellos cinco kilómetros podían suponer cuarenta minutos, hasta una hora, si la lluvia seguía como ahora. ¡Una hora hasta la calle Noventa y seis! Y diez minutos más por el bucle interior del aeropuerto hasta la terminal internacional. Luego identificarse ante los encargados de seguridad de Lufthansa y luego recoger a la policía del aeropuerto para luego tratar de localizar a Raymond sin que se diera cuenta dentro de la terminal. Era demasiado tiempo y se arriesgaba peligrosamente a perder a Raymond del todo.
Con la bolsa de mano colgada del hombro, Raymond entró en un lavabo de hombres que estaba a veinte metros del control de seguridad de Lufthansa. Pasó frente a una hilera de lavamanos y frente a media docena de hombres que se tenían de pie ante los urinarios. Entró en un retrete y cerró la puerta con candado.
Dentro se quitó la cazadora de Speer, abrió la bolsa y sacó el espejito, la afeitadora eléctrica y las pilas, y las metió dentro de la máquina. Segundos más tarde se pasó la afeitadora por la cabeza. Un minuto, dos y el último mechón de color lila cayó a la taza. Tiró de la cadena, guardó el espejito y se puso la sudadera de Los Ángeles. Luego guardó la cazadora en la bolsa, volvió a tirar de la cadena y se acercó a un lavamanos para afeitarse. En un par de minutos se había afeitado la cara. Luego miró por el baño rápida y disimuladamente: nadie le prestaba la más mínima atención. Con el mismo disimulo se volvió a mirar en el espejo que tenía delante, desplazó la maquinilla hasta su cabeza y se acabó de afeitar el cráneo.
20:20 h
Barron avanzó lentamente por La Ciénaga Boulevard, usando el arcén de la carretera para adelantar al tráfico parado. Cincuenta metros, cien. Delante de él había un coche que ocupaba medio carril y medio arcén, bloqueándole el paso. Tocó el claxon y le hizo luces, pero nada. Volvió a blasfemar. Estaba atrapado como todos los demás. La lluvia caía con más fuerza. Se imaginaba a Raymond dentro de la terminal. Estaría actuando con disimulo y extrema profesionalidad, esperando sencillamente la salida de su vuelo e intentando hacerse pasar por un pasajero anónimo cualquiera. Pero -y aquí estaba la duda- ¿y si la enorme atención mediática que habían desplegado para obtener la ayuda de los ciudadanos para encontrar a Raymond se hubiera vuelto contra ellos? ¿Y si alguien que hubiera visto su foto por la tele o en el periódico lo reconociera y lo señalara? Todos sabían demasiado bien de lo que Raymond era capaz cuando se veía acorralado. ¿Cómo reaccionaría si esto ocurría en una terminal de aeropuerto abarrotada?
Barron miró a la radio que tenía al lado. Luego miró de pronto el móvil. Vaciló una décima de segundo y lo cogió.
20:25 h
– Puede tratarse de Raymond Thorne haciéndose pasar por el pasajero Josef Speer. -Barron estaba hablando con seguridad de Lufthansa en LAX, con tono urgente y enfático-. Si es Thorne, intentará actuar como un pasajero cualquiera. Thorne o Speer, deben asumir que va armado y es extremadamente peligroso. Limítense a localizarlo y no hagan nada más. No le den ninguna razón para que piense que lo vigilan hasta que yo llegue y pueda identificarlo. Denme veinte minutos y que un agente me espere en la entrada. Repito: no le den motivos para que piense que lo están vigilando. Queremos evitar un tiroteo en la terminal.
Barron dio su número, cerró el teléfono y luego usó una tecla rápida para llamar a otro móvil. Lo oyó sonar un par de veces y oyó una voz conocida:
– Dan Ford.
– Soy John. Estoy de camino al aeropuerto, terminal de Lufthansa. Hay un estudiante desaparecido de un grupo de alemanes; se llama Josef Speer, y hay un Josef Speer que ha hecho la facturación en el vuelo de Frankfurt. Creo que puede tratarse de Raymond.
– Tenía el presentimiento de que tenías un presentimiento. Estoy a medio camino del aeropuerto.
Barron esbozó una sonrisa: éste era Dan. Podía haber supuesto que estaría de camino.
– Tengo a los de seguridad de Lufthansa buscándolo. Puede que estemos dando palos al aire, puede que no. Sea como sea, que quede entre nosotros. Sólo lo sabemos tú y yo hasta que nos podamos asegurar.
– Eh, ¡me encantan las exclusivas!
Barron ignoró la broma:
– Cuando llegues, di a seguridad que vas conmigo y que te lleven hasta donde esté yo. Diles que yo te he dado permiso. Yo también se lo diré cuando llegue. Y, Dan… -hizo una pausa-. Ya sabes que lo estás haciendo por tu cuenta y riesgo.
– Igual que tú.
– Sólo quiero recordarte con quién te enfrentas. Si es realmente Raymond, mantente al margen y limítate a mirar. Te estoy dando la oportunidad de tener una noticia, pero no te quiero muerto.
– Yo tampoco me quiero muerto, John, ni a ti tampoco. Ten cuidado, ¿eh? Ten muchísimo cuidado.
– Claro. Nos vemos allí. -Barron cerró el móvil. No había querido involucrar a Ford de aquella manera, pero lo había hecho porque su llamada a seguridad de Lufthansa incluyó una condición que no le gustaba pero que se hizo necesaria: que llevaran a la policía del aeropuerto para cubrirlos en caso de que ocurriera algo. Lo hizo porque lo tuvo que hacer, por la seguridad de los pasajeros por si se trataba de Raymond. Pero al hacerlo, sabía que sería sólo cuestión de minutos que Red se enterara, y cuando lo hiciera, él y los suyos estarían de camino a LAX como si los hubieran disparado desde un cañón. Por eso Barron incluyó a Ford: quería a un representante importante de la prensa para que hiciera de testigo de lo que ocurría.
Por supuesto, todo esto daba por sentado que todo lo demás funcionaría, y eso giraba alrededor del principal factor de Barron: el tiempo. McClatchy y los demás seguían por algún lugar de la ciudad, y con la lluvia y el tráfico, incluso con luz y sirena, tardarían un poco en llegar hasta allí. Lo bastante, esperaba, para que todo hubiera terminado: que el estudiante Speer hubiera sido mandado a casa, o que Barron tuviera a Raymond esposado, rodeado por el servicio de seguridad de Lufthansa, los polis del aeropuerto y, probablemente, la policía federal perteneciente a la Administración de Seguridad en el Transporte; tal vez incluso agentes del FBI y, con suerte, Dan Ford de Los Ángeles Times. En otras palabras, la situación sería demasiado pública, con demasiada gente de demasiadas agencias como para que Red pudiera llevar a cabo «el OK».