De pronto, su divertida ensoñación cesó. Sabía que la intensidad de la cacería que lo acechaba estaba ya creciendo en forma de espiral. Sabían cómo iba vestido y que llevaba la cabeza afeitada casi al cero. Necesitaba un lugar en el que poder descansar a salvo, recapacitar y tratar de ponerse de nuevo en contacto con Jacques Bertrand en Zúrich. Esta vez no para comentar su llegada a Frankfurt, sino, de nuevo, para hablar de la posibilidad de que un avión y un pasaporte lo sacaran de California lo antes posible.
Los faros de otro aerobús cruzaron por delante de él, y luego el vehículo se detuvo. Abrió las puertas y vio cómo bajaban un grupo de turistas francocanadienses. Al instante, se incorporó al grupo y entró con ellos al vestíbulo del hotel. Luego se metió en la tienda de regalos. Volvió a utilizar la Euro/MasterCard de Josef Speer, esta vez para comprarse una gorra de Disneylandia y una parka de Piratas del Caribe.
Con el aspecto cambiado, aunque fuera sólo un poco, volvió a utilizar el transporte público. Cogió el siguiente autobús de regreso a la ciudad, pasando primero por el aeropuerto John Wayne para cambiar allí de autobús, que lo llevaría hasta el único lugar en el que estaba relativamente seguro de que podría pasar la noche sin que lo molestara nadie: el apartamento de Alfred Neuss en Beverly Hills.
Al cabo de una hora estaba enfrente del mismo, pensando en la manera de entrar. Suponía que un joyero americano y rico, incluso si vivía en un apartamento modesto como el de Neuss, dispondría de un sistema electrónico de alarma y tendría todas las puertas y ventanas aseguradas contra los cacos. Estaba preparado para inutilizar una docena distinta de sistemas variados de seguridad, sencillamente aislando el cable de control hasta el lugar por el cual quería entrar, para luego hacer un bucle con el mismo y volver a conectar la corriente a la estación monitor antes de hacer el corte, de modo que se mantenía un circuito cerrado y se aparentaba que el sistema de seguridad estaba intacto cuando de hecho había sido alterado. Y estaba preparado para enfrentarse al sistema que tuviera Neuss, pero no fue necesario.
Alfred Neuss no sólo era excesivamente predecible, sino que además era arrogante. Lo único que protegía la entrada de su apartamento de Linden Drive era un cerrojo de puerta principal que el más simple de los ladronzuelos era capaz de desmontar, y veinte minutos exactos después de la medianoche, eso fue exactamente lo que hizo Raymond. A las 00:45 ya se había duchado, se había puesto un pijama limpio de Alfred Neuss, se había preparado un bocadillo de pan de centeno con queso suizo y se lo había comido acompañado de un trago de vodka ruso bien frío que Neuss guardaba en el congelador.
A la 1:00 -prefirió no utilizar el teléfono de Neuss, a pesar del complejo sistema de desvío de llamadas para evitar que en algún momento los detectives policiales pudieran rastrearlas con algún sistema sofisticado- estaba sentado frente al ordenador de Neuss en un pequeño despacho al otro lado del recibidor, con la Beretta de Barron encima de la mesa. En cuestión de segundos entró en el emulador de centralita, marcó el número de contacto en Buffalo, Nueva York, y luego, en red telefónica con su receptor, se conectó y mandó un mensaje codificado a una dirección de e-mail en Roma que sería reenviada electrónicamente a otra dirección de e-mail en Marsella, para luego desviarse a la dirección de e-mail de Jacques Bertrand en Zúrich. En él le decía al abogado suizo lo que había ocurrido y le pedía asistencia inmediata.
Luego se sirvió un segundo vaso de vodka ruso y después, exactamente a la 1:27 de la madrugada del jueves, 14 de marzo, mientras casi toda la policía de Los Ángeles andaba detrás de él, Raymond Oliver Thorne se metió en la enorme cama de Alfred Neuss, se tapó con la colcha y se quedó profundamente dormido.
56
Jueves, 14 de marzo. 4:15 h
– Stemkowski. Jake, ¿no?
John Barron se apoyó en la barra de la cocina de su casa alquilada del barrio Los Feliz de Los Ángeles, con un lápiz en una mano y el teléfono en la otra.
– ¿Tiene el teléfono de su casa? Ya sé que son las seis y cuarto de la mañana. Aquí son las cuatro y cuarto -dijo Barron con energía. Al cabo de un momento garabateó un teléfono en un bloc de papel-. Gracias -dijo, antes de colgar.
Hacía diez minutos que un exhausto Jimmy Halliday lo había llamado con tres datos que acababan de llegarle. El primero era sobre dos Berettas de 9 mm encontradas en el cubo de un limpiador del lavabo de hombres de la Terminal de Lufthansa. Si llevaban alguna huella digital, el detergente del cubo las había disuelto, pero no había duda sobre la procedencia de las dos armas: habían pertenecido a los dos agentes del sheriff a los que Raymond asesinó en el ascensor del edificio del Tribunal Penal.
El segundo dato tenía relación con el test de balística del Sturm Ruger automático que se encontró en el equipaje de Raymond hallado en el Southwest Chief. Los tests comparativos demostraban sin lugar a dudas que era el arma usada para la tortura y muerte de los dos hombres de la sastrería de Pearson Street de Chicago.
El tercero era que acababan de llegar los informes de las indagaciones mandadas ayer tarde a las policías de San Francisco, México D.F. y Dallas… ciudades en las que la banda magnética del pasaporte de Raymond demostraba que había estado justo antes de ir a Chicago, que era un período de poco más de veinticuatro horas desde el viernes, 8 de marzo, hasta el sábado 9. Casualmente había habido asesinatos en las tres ciudades en este mismo período de tiempo. Tanto en San Francisco como en México D.F., las autoridades comunicaron que habían encontrado los cadáveres de hombres que habían sido brutalmente torturados antes de que el asesino acabara con sus vidas. Posteriormente les habían desfigurado totalmente el rostro a base de disparos a bocajarro. La víctima de San Francisco fue lanzada a la bahía; la de México dejada en una zona de obras abandonadas. El motivo detrás de la desfiguración de las víctimas parecía ser siempre el retraso en su identificación, para así dar al asesino tiempo para desaparecer, o que pasara tiempo antes de que descubrieran los cadáveres y se anunciaran los asesinatos, o ambos. Era el mismo modus operandi que Raymond había utilizado con Josef Speer. Halliday finalizó su llamada informándole de que seguía trabajando con las policías de San Francisco y México D.F. para ir ampliando la información sobre las víctimas de los asesinatos, y le pidió a Barron que hiciera lo mismo en Chicago.
Barron tomó un sorbo de un café instantáneo que se había preparado a toda prisa, marcó el número que le habían dado y esperó respuesta. En el mostrador, junto a él, descansaba un Cok Double Eagle automático del calibre 45. Era su revólver, que había sacado de un cajón cerrado de su habitación para sustituir a la Beretta que Raymond le arrebató en el aeropuerto.
– Stemkowski -dijo una voz ronca y áspera al contestar el teléfono.
– Soy John Barron, policía de Los Ángeles, brigada cinco-dos. Siento despertarle, pero tenemos a un tipo a la fuga realmente peligroso por ahí.
– Eso he oído. ¿Qué puedo hacer?
Un tipo muy peligroso. Barron estaba solo en su casa, vestido con unos pantalones de chándal y una camiseta vieja. Podía haberse encontrado en pelotas en medio de Sunset Boulevard, en hora punta, daba igual. Quería toda la información que el investigador de homicidios Jake Stemkowski de la policía de Chicago pudiera darle sobre los hombres asesinados en la sastrería.