– Eran sastres -dijo Stemkowski-. Hermanos. De sesenta y siete y sesenta y cinco años de edad. De apellido Azov. Inmigrantes rusos.
– ¿Rusos?
De pronto Barron pensó en las notas de la agenda de Raymond. «Embajada rusa/Londres. 7 de abril/Moscú.»
– ¿Le sorprende?
– Puede, no estoy seguro -dijo Barron.
– En fin, rusos o lo que fueran, eran ciudadanos estadounidenses desde hacía cuarenta años. Hemos sacado un archivo de nombres rusos que abarca la mitad de estados del país. Treinta y cuatro sólo en la zona de Los Ángeles.
– ¿Los Ángeles?
– Sí -gruñó Stemkowski.
– ¿Son judíos?
– ¿Está pensando en crímenes inducidos por el odio?
– Tal vez.
– Tal vez tenga razón, pero no se trata de judíos. Eran rusos cristianos ortodoxos.
– Mándeme la lista.
– Lo antes que pueda.
– Gracias -dijo Barron-. Y ahora, vuelva a la cama.
– No, ya me toca levantarme.
– Gracias de nuevo.
Barron colgó y se quedó quieto. Tenía delante el Cok Double Eagle del 45. A la derecha, cerca de la nevera, tenía la foto de él y Rebecca tomada en Saint Francis bajo la cual se leía: «Hermanos del año». Ahora no sabía qué hacer con Rebecca. Aunque hacía apenas cuarenta y ocho horas, todo lo sucedido anteriormente parecía quedar en un pasado muy lejano. El horror y la repulsión que sintió ante la ejecución de Donlan, al enterarse de lo que hacía la brigada, y llevaba haciendo durante tanto tiempo, ante la advertencia de Red y también la de Halliday… todo aquello parecía formar parte de otra vida, vivida cuando era un hombre mucho más joven. Lo único que ahora importaba era que Red estaba muerto y que su asesino andaba por ahí suelto. Un hombre del que no sabían prácticamente nada pero que seguiría matando una y otra vez hasta que fuera detenido. Esta sensación lo llenaba de rabia. Sentía cómo el corazón se le aceleraba y la sangre se le calentaba. Su mirada abandonó la foto y se centró en el Colt automático.
Fue entonces cuando tomó conciencia de lo que había ocurrido: se había convertido en lo que más temía. Se había convertido en uno de ellos.
57
Beverly Hills. El mismo día, jueves, 14 de marzo, 4:40 h
Raymond se inclinó frente a la pantalla del ordenador del pequeño estudio de Alfred Neuss. En ella aparecía un mensaje codificado de Jacques Bertrand en Zúrich. Traducido, decía:
«Los documentos se están preparando en Nassau, Bahamas. El avión ha sido dispuesto. Confirmación en breve.»Eso era todo. La baronesa le había dicho antes que los trámites para que le prepararan un pasaporte y se lo mandaran al piloto que se lo llevaría tardarían un poco. Él le había dicho a Bertrand que lo cancelara todo después de prevenirlo sobre el hecho de que había abandonado el plan inicial y estaba de camino a Frankfurt. De modo que debían empezar el proceso otra vez de cero. No había sido culpa de nadie, simplemente, así era como estaban las cosas. No, esto no era cierto, era otra cosa.
Dios lo estaba poniendo todavía a prueba.
Santuario de Saint Francis, 8:00 h
Lo que John Barron estaba mirando ahora era de un color blanco puro. Luego vio la mano, con las puntas de los dedos cubiertas de rojo, tocar el blanco y dibujar un gran círculo escarlata. En el centro apareció un ojo, luego un segundo ojo. Luego, rápidamente, una nariz triangular. Y finalmente una boca, con las comisuras hacia abajo, triste, como la máscara de una tragedia.
– Estoy bien -dijo Barron. Intentó sonreír y luego se apartó de donde Rebecca estaba pintando con los dedos delante de su caballete, en la pequeña y abarrotada sala de arte de Saint Francis, para acercarse a una ventana abierta y contemplar la verde extensión de césped del jardín tan bien cuidado de la institución.
La lluvia de la noche anterior había sido como una ducha refrescante para la ciudad, de modo que ahora Los Ángeles estaba limpia y fresca y se empezaba a secar bajo una luz radiante. Pero esa pureza y ese brillo no hacían más que enmascarar la realidad de lo que Rebecca había dibujado: había muerto demasiada gente y él iba a hacer algo al respecto.
Barron se sobresaltó cuando sintió que le tiraban de la manga y se dio la vuelta. Rebecca estaba a su lado y se limpiaba los restos de pintura de los dedos con una pequeña toalla. Cuando hubo terminado, dejó la toalla a un lado, le tomó las dos manos entre las suyas y lo miró fijamente. Los ojos oscuros de la muchacha reflejaban todo lo que él sentía: rabia, dolor y pérdida. John sabía que ella intentaba comprender todo lo que le ocurría y que estaba enojada y frustrada por no poder decírselo.
– Todo va bien -le susurró, mientras la estrechaba entre sus brazos-. Todo va bien. Todo va bien.
Parker Center, 8:30 h
Dan Ford se había colocado en la primera fila de cámaras y micrófonos mientras el alcalde de Los Ángeles leía una declaración escrita.
– Hoy, los ciudadanos de Los Ángeles lamentamos la muerte del comandante Arnold McClatchy, el hombre al que todos conocíamos como Red. Ningún héroe, sólo un poli, como él mismo solía decir, que hizo el sacrificio supremo para que un compañero policía pudiera vivir…
Estas últimas palabras se le quedaron atrapadas en la garganta y tuvo que hacer una pausa. Luego se recompuso y prosiguió, añadiendo que el gobernador de California había ordenado que las banderas ondearan a media asta en el Capitolio del estado en honor de McClatchy. Posteriormente, anunció, siguiendo los deseos expresos del comandante, no se celebraría ningún funeral, sino «una sencilla reunión de amigos en su casa. Ya sabéis todos cómo odiaba Red los eventos lacrimógenos y quería siempre que acabaran cuanto antes cuando asomaba la sensiblería». Esbozó una breve sonrisa pero nadie se rio. Luego el alcalde le pasó el micro al jefe de Policía Louis Harwood.
El ambiente cambió bruscamente de sombrío a severo cuando Harwood dijo que, siguiendo sus propias órdenes, los miembros de la brigada 5-2 no estarían disponibles para la prensa. Punto. Estaban concentrados en capturar al fugitivo Raymond Oliver Thorne. Punto. Cualquier pregunta que tuvieran deberían dirigirla al departamento de Relaciones con la Prensa del LAPD. Punto y final de la sesión.
Los periodistas de la prensa local que acostumbraban a cubrir las informaciones del LAPD lo entendieron a la perfección. El resto, que a estas alturas ya casi sumaba el centenar -con más refuerzos de camino a medida que la prensa internacional empezaba a hacerse eco del caso- tuvo la sensación de que se los apartaba del epicentro de un drama enorme y en pleno desarrollo. Y así era, en efecto. Aparte del respeto que se pedía por el dolor y la intimidad de los hombres de la 5-2, el propio departamento de policía, afectado también por el dolor de la pérdida, estaba dolido con el tratamiento que la prensa estaba ofreciendo de todo aquel asunto.
Sin contar el homicidio de Red McClatchy, cinco agentes de policía más y dos civiles habían sido asesinados y el criminal seguía a la fuga. Como resultado, la fama legendaria de la brigada 5-2 como una de las unidades policiales más prestigiosas del país empezaba a tambalearse y a presentarse ante el público como no del todo inadecuada pero sí como algo irónica. De la noche a la mañana, la actuación de Raymond había convertido de nuevo a la ciudad de Los Ángeles en el Far West. De manera instantánea, un asesino a sangre fría se convertía en héroe de los tabloides, un forajido descarado y atrevido al que alguien había apodado como Ray Detonante Thorne y cuyas hazañas eran pasto de titulares que retumbaban por todo el mundo. Aparentemente desprovisto de conciencia y de pasado, Raymond Oliver Thorne se había convertido en una suma de John Dillinger y de Billy el Niño del siglo XXI. Era un asesino joven, guapísimo, intrépido y sin piedad que se salvaba de las situaciones imposibles a base de tiros y burlaba a la autoridad a cada encuentro. Y lo mejor era que estaba todavía prófugo, y cuanto más tiempo siguiera así, más aumentarían las audiencias ya enormes de la televisión y las astronómicas ventas de los periódicos.