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– Gracias -contestó Barron.

– Y siento mucho lo de su comandante.

– Gracias.

Barron cortó la llamada y abrió la puerta de la sala de la brigada 5-2. Polchak estaba allí; también Lee. Estaban de pie junto a la ventana más cercana a su mesa, como si lo esperaran. Notó que habían bebido, pero no estaban borrachos.

– ¿Qué ocurre? -dijo, mientras cerraba la puerta detrás de él.

Ni Lee ni Polchak contestaron.

– ¿Se han ido a casa Halliday y Valparaiso?

– Se han ido, sencillamente -dijo Polchak lacónicamente. Llevaba el mismo traje que le había visto en el aeropuerto; tenía la mirada endurecida e iba desafeitado-. Dejaste que ese hijo de puta te quitara la pistola. La has cagado bien cagada. Pero eso ya lo sabes.

Barron miró a Lee. Como Polchak, llevaba la misma ropa que la noche anterior y tenía la misma mirada dura, la misma barba sin afeitar. Ninguno de los dos había pasado por casa después de darle la noticia a la esposa de Red. Claramente, ninguno de ellos estaba en su mejor estado emocional, pero eso daba igual. Para ellos Red había sido un dios y Barron era un capullo novato que tendría que haber matado a Raymond y no lo hizo, y luego lo había empeorado todavía más dejando que Raymond le quitara el arma y matara con ella a Red. Estos hechos juntos convertían en inequívoco lo que veía ahora en sus rostros. Lo culpaban de la muerte de Red.

– Lo siento -dijo, a media voz.

– ¿Vas armado? -Los ojos de Polchak estaban llenos de un asco que bordeaba el odio.

– ¿Por qué? -De pronto Barron desconfió de ellos. ¿Lo odiaban lo bastante como para matarle allí mismo?

– Raymond te quitó el arma -dijo Lee-. Mató a Red con ella.

– Ya lo sé. -Barron miró a los dos hombres y luego se abrió la cazadora lentamente. El Cok del 45 descansaba en la funda de su cintura-. La tenía en casa -dijo, antes de que la cazadora volviera a taparlo-. Lo que sintáis por mí ahora no importa. Lo único que importa es sacar a Raymond de la calle, ¿no es así?

Polchak se quedó inmóvil, buscando la mirada de Barron. Finalmente gruñó:

– Sí.

Barron miró a Lee:

– ¿Roosevelt?

Por un largo instante, Lee se quedó en silencio. Se limitaba a mirarlo como si intentara decidir qué iba a hacer. Por primera vez, Barron se dio cuenta de lo alto que era. Enorme, como si pudiera aplastarlo con un dedo.

Un pitido del fax interrumpió el momento con la transmisión del documento de Stemkowski desde la policía de Chicago. Fue suficiente y Lee hizo que sí con la cabeza:

– Sí -dijo-. Tienes razón.

– De acuerdo -dijo Barron, mirándolo a los ojos, antes de ir a recoger el fax que acababa de llegar.

Intentó no prestarles atención mientras examinaba la lista de teléfonos que Stemkowski había recopilado de la agenda de los hermanos asesinados. Azov, su apellido, era ruso, como lo eran la mayoría de nombres de la lista. La mayoría de direcciones estaban distribuidas por el sur de California, principalmente en Los Ángeles y sus alrededores. Unas cuantas pertenecían a la zona norte, en la bahía de San Francisco.

Barron leyó la lista una vez y luego lo volvió a hacer. La primera vez se le pasó por completo, y estuvo a punto de sucederle lo mismo la segunda. Estaba dispuesto a tirar el documento a la papelera cuando algo le llamó la atención y volvió la vista atrás. Había un nombre a tres cuartos de la página que no era ruso, o al menos no lo parecía, pero la dirección a la que correspondía le sonaba demasiado. De pronto miró a Lee y Polchak:

– Las víctimas del asesinato de Chicago tenían un amigo en Beverly Hills. Tiene un negocio a pocos pasos de la pizzería en la que la chica dijo haber visto a Raymond, y sólo a unas manzanas de donde la policía de Beverly Hills encontró el coche con el cadáver del diseñador. La dirección es 9520 Brighton Way. Se llama Alfred Neuss.

9:17 h

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Beverly Hills, 10:10 h

Raymond volvió a consultar la pantalla del ordenador para ver si le llegaba el mensaje de Bertrand. Seguía sin haber nada. ¿Qué había ocurrido? ¿Por qué no había respuesta?

¿Tal vez Bertrand, sencillamente, no dispusiera de más información? ¿Habrían tenido problemas para conseguir un avión y un piloto? ¿O tal vez el problema había surgido al intentar obtener un pasaporte, y el retraso al facilitárselo al piloto? ¿Habría surgido algún otro problema? Sólo Dios lo sabía.

Raymond apartó enojado la vista de la pantalla. ¿Cuánto tiempo podía seguir esperando? A estas alturas, afuera en la calle había cada vez más actividad: jardineros, personal de mantenimiento, gente que hacía entregas, conductores que aparcaban y luego recorrían la corta distancia hasta Wilshire Boulevard y los comercios y oficinas cercanos.

Volvió a mirar a la pantalla. Todavía nada.

Se dirigió al pasillo, luego a la cocina y luego volvió al estudio, mientras su nivel de ansiedad iba creciendo minuto a minuto. Sabía que cuanto más tiempo permaneciera en el apartamento, mayores eran las posibilidades de que lo encontraran. Como medida de precaución había planeado una manera de escapar en caso de que ocurriera algo antes de que Bertrand le respondiera. La encontró en un juego de llaves del Mercedes azul marino de Alfred Neuss, que había descubierto cerrado y aparcado en una plaza de la parte trasera del edificio, en el callejón de servicio. Pero era solamente una manera de escapar en caso de emergencia. La realidad era que no tenía ningún otro lugar adonde ir.

20:12 h

Volvió a consultar la pantalla, convencido de que no iba a encontrar nada y de que volvería a maldecir a Bertrand. Pero esta vez se sorprendió de encontrar un mensaje esperándolo. También era codificado y, una vez descodificado, decía:

«West Charter Air, Nassau, Bahamas. El Gulfstream IV recogerá al hombre de negocios mexicano Jorge Luis Ventana en el aeropuerto municipal de Santa Mónica. 13:00 horas. Los documentos necesarios de identificación se encuentran a bordo.»Eso era todo. Lo único que necesitaba. De pronto se metió en Internet y clicó en Herramientas. Luego seleccionó Opciones de Internet. En los Archivos Temporales de Internet clicó en Borrar Archivos y luego borró los Contenidos Externos y clicó en Eliminar Historial. Estas acciones, combinadas con la maraña de servidores IP que había utilizado para ponerse en contacto con Bertrand, prácticamente impedirían que se pudieran rastrear sus mensajes de salida o de entrada.

Lo siguiente que hizo fue apagar el ordenador y dirigirse al armario de Neuss, del cual sacó el traje de lino que se había probado un rato antes. Los pantalones le venían algo cortos y la cintura un poco ancha, pero con un cinturón bien apretado, la chaqueta ocultaría el exceso de tela. De la cómoda de Neuss sacó una camisa blanca almidonada y una corbata cara a rayas rojas y verdes.

En unos minutos estuvo vestido, se estaba anudando la corbata y calzándose un sombrero de rafia al estilo Panamá para ocultar la cabeza afeitada. Una vez listo, cogió la Beretta de 9 mm de Barron de la cama y se la puso dentro del cinturón. Finalmente se miró en el espejo de cuerpo entero de Alfred Neuss. Tenía un aspecto más que presentable y sonrió satisfecho.

– Bueno -dijo, en español, y por primera vez en tanto tiempo como era capaz de recordar, se relajó. Al salir de un país en un avión privado no había que pasar el trámite de la inspección de pasaportes u otra documentación de identidad. Esos documentos los necesitaría al aterrizar, y estaba seguro de que los encontraría a bordo tal como Bertrand le había prometido. Lo único que tenía que hacer era llegar al aeropuerto de Santa Mónica, y ya tenía el medio de transporte: el Mercedes de Alfred Neuss.