Ésta era la Gloria McClatchy que le había cogido las dos manos entre las suyas cuando llegó y, aunque no se habían conocido antes, lo miró a los ojos y le agradeció sinceramente que hubiera venido. Y que fuera tan buen policía. Y luego le dijo lo orgulloso que Red estaba de él.
– Maldita sea -juró para sus adentros, cuando las lágrimas empezaban a brotar de los ojos. De pronto dio media vuelta, volvió a la sala de estar y se abrió paso entre todas aquellas caras conocidas, tratando de encontrar la puerta principal.
– ¡Raymond!
La voz atronadora de Red le resonó por la cabeza con tanta fuerza como si estuviera allí mismo. Un grito que apartó de Barron la atención mortífera del pistolero y la atrajo hacia él en lo que sería la última orden de su vida.
– ¡Raymond!
Oyó a Red gritando de nuevo y casi esperó oír la explosión del disparo.
Luego se dirigió a la puerta, la abrió y salió al exterior.
El aire fresco de la noche le golpeó la cara medio segundo antes de que una pantalla de luz lo cegara con el brillo de lo que parecían cientos de cámaras de televisión. Desde la oscuridad de más allá del cerco mediático sonó un coro de voces que lo llamaban por su nombre. «¡John! ¡John! ¡John!», coreado por el grupo de periodistas invisibles que requerían su atención y le suplicaban que hiciera alguna declaración.
Los ignoró y cruzó la franja de césped hasta el cordón policial que mantenía alejada a la prensa. Le pareció haber visto a Dan Ford, pero no estaba seguro. En un momento logró alejarse de ellos y se encontró dentro de la oscura y relativa tranquilidad de aquella calle suburbana, camino del lugar en el que había aparcado su Mustang. Cuando lo había casi alcanzado una voz lo llamó por detrás.
– ¿Adonde coño te crees que vas?
Se volvió. Polchak se dirigía andando hacia él por debajo del brillo de una farola. Se había quitado la chaqueta y la corbata y tenía la camisa medio abierta. Sudaba y respiraba con fuerza, como si hubiera perseguido a Barron corriendo desde la casa.
Polchak se detuvo y se balanceó sobre los talones.
– ¡Te he dicho que adónde vas!
Barron lo miró. Esa mañana, en la sala de la brigada, le resultó evidente que había bebido pero no estaba borracho. Ahora sí lo estaba.
– A casa -dijo Barron, con calma.
– No. Vamos a tomar una copa. Sólo nosotros. Sólo los de la brigada.
– Len, estoy cansado. Necesito dormir.
– ¿Cansado? -Polchak dio un paso hacia él, clavándole los ojos-. ¿Y qué cojones has hecho para estar tan cansado, aparte de volver a dejarlo escapar? -Polchak se le acercó todavía más y Barron pudo ver su Beretta embutida en el cinturón como si fuera una potente ocurrencia de última hora-. Y ya sabes de quién te hablo… de Raymond.
– No se me escapó sólo a mí, Len. Tú estabas allí a mi lado.
Barron vio cómo a Polchak le temblaban las aletas de la nariz en su rostro cuadrado instantes antes de abalanzarse sobre él. Lo agarró de la americana, lo empujó con fuerza y lo tiró de cabeza contra el Mustang.
– ¡Lo han matado por tu culpa, pedazo de mierda! -gritaba Polchak, enfurecido.
Barron se tambaleó y se dio la vuelta con la mano levantada:
– No pienso pelearme contigo, Len.
El puño del detective se le estrelló entonces por sorpresa en algún lugar entre la nariz y la boca y lo mandó dando tumbos hacia la calle.
Polchak se le abalanzó de nuevo, esta vez usando los pies, pateándole en la cabeza, en las costillas, por todas partes que podía.
– ¡Esto es por Red, hijo de la gran puta!
– ¡Len, basta ya, maldita sea! -gritó Barron mientras se arrastraba por el suelo y Polchak lo seguía como enloquecido, pateándolo una y otra vez.
– ¡Que te den por culo, gilipollas! -Polchak estaba ido, presa de la furia-. ¡Aquí tienes más, capullo de mierda!
De pronto apareció alguien por la espalda de Polchak y que trataba de tirar de él hacia atrás.
– ¡Basta, Len! ¡Por Dios! ¡Déjalo ya!
Polchak se volvió, sin ni siquiera mirar, y le lanzó un gancho de revés sin contemplaciones.
– ¡Aaah! ¡Mierda! ¡Coño! -Dan Ford se tambaleó hacia atrás, las gafas en el suelo, sujetándose la nariz con las dos manos mientras la sangre le resbalaba entre los dedos.
– ¡Aparta de aquí, cretino! -le gritó Polchak.
– ¡Len! -Ahora apareció Lee, resoplando por haber llegado corriendo, con la mirada volando rápidamente de Polchak a Barron, de Barron a Ford-. ¡Por Dios, basta ya!
– ¡Vete a tomar por culo! -le gritó Polchak, con los puños levantados y el pecho agitado.
Luego apareció Valparaiso en medio de la oscuridad, detrás de Lee.
– ¿Te diviertes, Len?
Polchak, de pronto, se quitó el cinturón y se lo envolvió en el puño:
– ¡Te voy a enseñar cómo me divierto!
Entonces apareció Halliday:
– Basta ya, Len, apártate. -Halliday lo apuntaba directamente con su Beretta.
Polchak miró el revólver y luego miró a Halliday:
– No me vengas con esto.
– Tu esposa te está esperando, Len. Vuelve a la casa.
Polchak dio un paso hacia él, mirándolo a los ojos:
– Venga, úsalo.
– Len, por el amor de Dios. -Lee lo miraba fijamente-. Cálmate.
Valparaiso sonrió, como si, de alguna manera, aquella situación le divirtiera.
– Vamos, Jimmy, dispárale. Más feo no puede quedar.
Barron se levantó y se dirigió hacia Dan Ford. Llevaba una americana nueva, puesto que la vieja la había sacrificado para cubrir el cuerpo de Red en el aeropuerto. Encontró sus gafas y se las dio.
– Aléjate de aquí -le dijo, mientras sacaba un pañuelo del bolsillo y se lo ofrecía.
Ford cogió el pañuelo y se lo llevó a la nariz, pero, mientras, tenía toda su atención centrada en Polchak y Halliday.
– ¡He dicho que te vayas! ¡Ahora! -le dijo otra vez Barron, ahora con tono brutal.
Ford le miró y luego se volvió bruscamente y se alejó por la oscuridad, hacia la casa y el grupo de periodistas.
Fue un intercambio del que Polchak no se dio cuenta. Durante todo aquel rato estuvo mirando a Halliday. Ahora se le acercaba un poco más mientras se abría la camisa, empujándola hacia atrás.
– Si tienes cojones, Jimmy, dispárame. -Polchak se tocaba el centro del pecho-. Aquí, en el corazón.
De pronto Halliday enfundó la Beretta:
– Ha sido un día muy largo, Len. Es hora de marcharse a casa.
Polchak levantó la cabeza:
– ¡Eh! ¿Cuál es el problema? ¿Qué importancia tiene un muerto más, entre amigos?
De pronto miró a los otros, de pie bajo él semicírculo de luz que dibujaba la farola:
– ¿Nadie quiere hacerlo? Pues entonces lo haré yo mismo.
Polchak quiso sacarse la Beretta del cinturón, pero no estaba. Atónito, se dio la vuelta, buscándola.
– ¿Buscas tu revólver, Len?
Polchak se volvió.
Barron tenía la Beretta de Polchak en una mano, sin apretar. Le salía sangre de la nariz, pero no le prestó atención:
– Es tuyo. Si lo quieres, cógelo.
De un solo gesto, Barron deslizó la pistola por el suelo hasta que se detuvo entre él y Polchak.
– Vamos.
Polchak miró a Barron, con los ojos brillantes como los de una fiera salvaje:
– ¿Piensas que no lo haré?
– Yo no pienso nada.
– Soy el único aquí que tiene lo que hay que tener -dijo Polchak, mirando a los otros-. Puedo matar a quien me dé la gana. Hasta a mí mismo. Mirad.