– ¿Dónde? -Barron se sintió atrapado. Raymond lo controlaba absolutamente todo.
– En el Mercury Air Center del aeropuerto Bob Hope, en Burbank. Hay un jet fletado que vendrá a buscarme. No es tan increíble como parece. Díselo. -Raymond le entregó el teléfono bruscamente.
Barron vaciló un instante y luego habló por el teléfono.
– Danny… hay algo de lo que tenemos que hablar y sólo puedo decírtelo personalmente. En el aeropuerto Bob Hope, en el Mercury Air Center, dentro de treinta minutos. ¿Puedes estar allí? -Barron hizo un gesto afirmativo con la cabeza al escuchar la respuesta de Ford-. Gracias, Danny.
Barron cerró el teléfono y miró a Raymond.
– En el aeropuerto habrá policía.
– Lo sé. Tú y el señor Ford os ocuparéis de hacerme pasar sin problema por delante de ellos.
Al cabo de dos minutos salieron por la puerta de atrás y bajaron las escaleras hasta el parking abierto, donde estaba aparcado el Mustang. Antes de salir Raymond le había hecho una última petición, que ahora llevaba puesta. Un complemento debajo de la camisa almidonada y del traje de lino que había cogido en el apartamento de Neuss: el chaleco antibalas de kevlar de John Barron.
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3:33 h
Barron dio marcha atrás con el Mustang para salir del parking, luego bajó por la rampa para detenerse ante la pared de buganvillas que daba a la calle. Raymond iba en el suelo del asiento de atrás, directamente detrás de él, y Barron estaba convencido de que llevaba el Cok, o el Beretta, o ambos, en las manos.
Más arriba de su calle, a la izquierda, vio el coche de Grimsley y VerMeer. Ya debían de haber visto sus faros y debían de estar preguntándose qué ocurría.
Aceleró hacia ellos y luego redujo la marcha y se detuvo.
– No podía dormir -dijo, siguiendo las instrucciones de Raymond al pie de la letra-. Tengo demasiadas cosas en la cabeza, prefiero ir a trabajar. ¿Por qué no lo dejáis y os vais a casa?
– Lo que tú digas -bostezó Grimsley.
– Gracias de nuevo -dijo Barron, mientras ponía el Mustang en marcha y se alejaba.
– Bien -dijo Raymond desde atrás-, de momento.
Al cabo de un momento Barron se metió por Los Feliz Boulevard y luego en la autovía del Golden State, dirección norte, rumbo al aeropuerto de Burbank.
Raymond le había dicho que su verdadera amenaza no era un arma sino su propia conciencia. Luego Raymond se había protegido todavía más, o al menos dijo haberlo hecho. Su salvavidas estaba en forma de e-mails programados para que se enviaran automáticamente a una hora determinada al fiscal del distrito de Los Ángeles, al Los Ángeles Times, al Organización por las Libertades Civiles del sur de California, a la oficina de Los Ángeles del FBI, a la sede de la CNN en Atlanta y al gobernador de California.
En los e-mails se explicaba quién era y se decía lo que creía que le había ocurrido a Frank Donlan mientras se encontraba bajo custodia policial. Añadía que él estuvo con Donlan como rehén durante un tiempo y decía que la única arma que había visto en aquel período fue la que había utilizado para matar a las víctimas del tren: un arma que al final Donlan había lanzado a la policía en el garaje, antes de salir desnudo a rendirse para demostrarles que no iba armado. Estos e-mails programados, prometió Raymond, los retiraría más tarde -sin enviar, como dijo él-, cuando se encontrara en el avión y a salvo lejos de allí.
Según Raymond, lo que estaba haciendo era sencillamente evitarle a Barron la molestia de ser llamado ante un tribunal para tratar de determinar si había pruebas suficientes para juzgarlo a él y a sus compañeros detectives por el asesinato de Frank Donlan. Y en eso tenía razón, porque fuera lo que fuese que los otros dijeran o hicieran para protegerse ellos mismos y la brigada, a él le resultaría imposible mentir bajo juramento. Lo sabía él y lo sabía Raymond.
Por otro lado, si Raymond escapaba realmente, ¿qué? El hombre que había matado a Red McClatchy, a cinco policías más, a un diseñador de Nueva Jersey y a un joven alemán a sangre fría quedaría libre para continuar su racha asesina por cualquier razón retorcida que lo hubiera empujado a hacerlo la primera vez. ¿Cuántos inocentes más tendrían que morir antes de que acabara? ¿Y sería Alfred Neuss uno de ellos?
Así pues, Raymond estaba en lo cierto. Era un problema de conciencia. Y éste era el motivo por el que, unos minutos antes, cuando hablaba por teléfono con Dan Ford, le había llamado Danny. La última vez que lo hizo tenían nueve años y Ford le dijo claramente que odiaba que lo llamaran así y que quería que lo llamara Dan. Barron se rio y le dijo que era un creído y le volvió a llamar Danny. Como respuesta, Dan le dio un puñetazo en la nariz y lo mandó corriendo a casa, llorando, a buscar a su mamá. Desde entonces le llamó siempre Dan. Dan… hasta hacía unos momentos, cuando volvió a llamarlo Danny con la esperanza de que Ford se diese cuenta de que estaba en apuros y se lo estaba intentando transmitir.
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Aeropuerto Bob Hope, 3:55 h
Raymond se acomodó en el asiento de atrás sólo lo suficiente para verlos pasar por el extremo oeste de la rampa de la pista de aterrizaje del aeropuerto, y luego ver cómo giraban por Sherman Way hacia el edificio de la terminal Mercury Air, una estructura moderna a cuatro vientos que se levantaba delante de la terminal principal.
Había empezado a caer una ligera llovizna y Barron puso los limpiaparabrisas. A través de los mismos, Raymond podía ver una serie de aeronaves privadas estacionadas detrás de la verja de cadenas que separaba la pista de la calle. Ambas estaban a oscuras.
La llovizna, la verja y las hileras de lámparas de vapor que iluminaban la calle y las filas de taxis daban un aire fantasmagórico e inquietante a toda la zona. La terminal Mercury Air y sus edificios comerciales de más abajo daban la sensación de formar parte de un complejo elitista de alta seguridad, protegido no por hombres sino por equipos técnicos.
– Ya hemos llegado. -Las palabras de Barron fueron las primeras que pronunciaba desde que se habían despedido de los detectives de la patrulla de vigilancia. Aminoró la marcha y luego aparcó el Mustang en una acera, delante de una puerta metálica. A un lado había un interfono sobre el cual colgaba un aviso que advertía a los clientes fuera de horario de que se pusieran en contacto con el mostrador principal a través del botón del interfono.
– ¿Qué quieres que haga? -preguntó Barron.
– Toca el botón, como dice aquí. Diles que estás aquí para coger el West Charter Air Gulfstream, previsto para las cuatro en punto.
Barron bajó la ventanilla y tocó el botón. Respondió una voz y Barron dijo lo que le pedían. En unos instantes se abrió la puerta y entraron con el coche.
Al hacerlo vieron que en el parking había tres coches más estacionados a la izquierda. Estaban mojados y tenían las ventanas cubiertas de vaho por la humedad. Eso significaba que llevaban allí algún tiempo, tal vez toda la noche. Barron siguió avanzando.
Al cabo de cinco segundos llegaron a la entrada principal de la terminal. A su derecha había dos coches de la policía de Burbank. Dentro de la puerta había tres agentes de policía uniformados, observándolos acercarse.
– La policía está aquí.
– Busca al señor Ford.
– No le veo. Tal vez no haya venido.
– Vendrá -dijo Raymond, con una tranquilidad serena-, porque tú se lo has pedido.
Entonces Barron vio el Jeep Liberty verde oscuro de Dan Ford aparcado delante de una puerta iluminada que llevaba a la pista y a las avionetas estacionadas detrás. Había un coche de la policía de Burbank estacionado a su izquierda, con dos agentes uniformados dentro.