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Barron no había sentido mayor repulsión en su vida, ni siquiera por los asesinos de sus padres. Red tenía razón. Los hombres como Raymond no eran seres humanos; eran monstruos despreciables que volverían a matar una y otra vez. Son una enfermedad que hay que eliminar. Para gente como ellos, la justicia y los tribunales son entes porosos e indecisos y, por tanto, de los que no hay que fiarse por el bien de la sociedad. De modo que eran hombres como Valparaiso y Polchak y los otros los que debían llenar estas carencias de la civilización. Y hasta nunca. Raymond lo había juzgado erróneamente, porque a Barron ya no le importaba.

– Fuiste tú quien pidió café, Raymond -le dijo Valparaiso, acercándosele con un vaso de café en la mano-. Como somos buena gente, nos hemos parado a buscártelo. Hasta te lo hemos llevado al coche. Y encima, cuando te lo hemos dado, aunque todavía fueras esposado, lo has cogido y se lo has tirado al detective Barron.

De pronto, Valparaiso giró la muñeca y le tiró café caliente a Barron a la camisa y la chaqueta. Barron se sobresaltó y se apartó.

Valparaiso dejó el café y se acercó todavía más:

– Además, le has quitado el Colt Double Eagle automático, un arma personal que él llevaba en sustitución de la Beretta que ya le habías robado en la terminal de Lufthansa. La que utilizaste para matar al comandante McClatchy. Esta pistola, Raymond.

De pronto, Valparaiso sacó la Beretta de Barron de su cinturón con la mano derecha y la puso delante de Raymond. En una fracción de segundo buscó detrás de él y sacó el Colt de Barron de la funda en que estaba guardado, en la parte trasera del cinturón.

– El doble pistolero Raymond -dijo Valparaiso, mientras retrocedía medio paso-. Es probable que no te acuerdes, pero el detective Polchak te ha quitado estas dos armas unos momentos después de hacer estallar la granada que te ha dejado atontado. Más tarde lo has visto devolverle el Colt al detective Barron.

Barron miraba, paralizado, mientras Valparaiso embaucaba a Raymond con los detalles de lo que se convertiría en la versión oficial de su muerte. Se asemejaba mucho a la tortura y a Barron no le importaba; en realidad, se dio cuenta de que lo estaba disfrutando. De pronto, Raymond se volvió y le miró directamente.

– ¿Y qué pasa con los e-mails, John? Matadme y no habrá nadie que los pueda eliminar.

Barron sonrió con frialdad:

– Nadie parece muy preocupado por ellos, Raymond. La historia real eres tú. Ya tenemos tus huellas. Cualquier parte de tu cuerpo nos dará una muestra de tu ADN, una muestra que luego podemos comprobar que cuadra con los restos de sangre de la toalla encontrada en la suite de la víctima del hotel Bonaventure. Y averiguaremos lo de los asesinatos en Chicago. Lo de las víctimas de San Francisco y México. Y lo del Gulfstream y quién te lo ha enviado. Lo de Alfred Neuss. Lo que tenías planeado para Europa y Rusia. Descubriremos quién eres, Raymond. Lo descubriremos todo.

Raymond paseó la vista por toda la estancia y luego se quedó como ausente.

– Vsay -dijo, en un susurro-. Vsay ego sudba V rukah Gospodnih. -La poca esperanza que había conservado de que Barron le ayudara se había esfumado. Lo único que le quedaba era su fuerza interior. Si Dios había decidido que muriera allí mismo, que así fuera-. Vsay ego sudba V rukah Gospodnih -repitió, con fuerza y convicción, como muestra de fidelidad a Dios y a él mismo, la misma fidelidad que sentía hacia la baronesa.

Lentamente, Valparaiso le dio la Beretta a Lee. Luego avanzó y empujó el Colt entre los ojos de Raymond para terminar lo que tenía que decir.

– Después de haberle robado la pistola al detective Barron, te has largado y te has escondido aquí. Cuando hemos intentado cazarte, has disparado hacia nosotros… -De pronto Valparaiso retrocedió y dirigió la automática hacia la puerta de entrada del taller.

¡Bum! ¡Bum!

Un par de disparos atronadores del calibre 45 sacudieron el edificio y los cristales de la ventana, cubiertos de pintura, explotaron hacia el callejón, dejando un rastro recortado de la negra noche en la pared gris clara.

Valparaiso volvió a girarse y levantó el mentón de Raymond con el cañón del arma.

– Nos hemos quedado fuera y te hemos ordenado que salieras con las manos levantadas. Pero no lo has hecho. Te hemos vuelto a llamar y te hemos dado una segunda oportunidad, pero la única respuesta ha sido el silencio. Y entonces hemos oído… un último disparo.

Barron miraba a Raymond con atención. Movía los labios pero no emitía ningún sonido. ¿Qué estaba haciendo? ¿Rezarle a Dios? ¿Rogando misericordia antes de morir?

– John.

Barron levantó la vista.

De pronto Valparaiso se giró, le cogió la mano y le puso el Cok en ella.

– Por Red -le susurró-. Por Red.

Los ojos de Valparaiso se clavaron en los de Barron por un brevísimo momento, luego miraron a Raymond. Barron le siguió la mirada y vio a Polchak que se acercaba para agarrar a Raymond con el mismo gesto de hierro con que había aferrado a Donlan.

Raymond luchaba contra la fuerza de Polchak, mientras no dejaba de mirar boquiabierto a Barron. ¿Cómo era posible que Dios permitiera algo así? ¿Cómo era posible que el hombre al que había elegido para que le salvara se convirtiera de pronto en su verdugo?

– No, John, por favor, no lo hagas -le susurró Raymond-. Por favor.

Barron miró la automática que tenía en la mano, sintió el peso del arma. Avanzó un paso. Los otros estaban en silencio, mirando. Halliday. Polchak. Valparaiso. Lee.

Los ojos de Raymond brillaban bajo la luz del fluorescente.

– Este no eres tú, John, ¿no lo entiendes? ¡Son ellos! -Los ojos de Raymond apuntaron a los detectives y luego volvieron a Barron-. Recuerda a Donlan, recuerda cómo te sentiste después. -Las palabras de Raymond eran apresuradas, pero la manipulación y la insolencia habían desaparecido. Estaba suplicando por su vida-. Si crees en Dios que está en el cielo, baja esta pistola. ¡No lo hagas!

– ¿Crees tú en Dios, Raymond?

Barron se le acercó más. Rabia, odio, sed de venganza. Sus emociones se combinaban como el efecto de una droga fantástica. La referencia a Donlan no significaba nada. La pistola que tenía en la mano lo significaba todo. Y ahora estaba allí a su lado, su cara a centímetros de la de Raymond.

¡Clic!

Tiró del percutor mecánicamente. El cañón del Cok se apoyó en la sien de Raymond. Podía oír el aliento de Raymond saliendo de su cuerpo mientras luchaba por liberarse de Polchak y de las esposas. El dedo de Barron se tensó sobre el gatillo y miró a los ojos de Raymond. Y entonces…

Se quedó petrificado.

5:21 h

72

– ¡Mátale, maldita sea!

– Es un animal. ¡Aprieta el puto gatillo!

– ¡Dispara, por el amor de Dios!

Las voces gritaban detrás de él mientras el rostro de Barron se contorsionaba agónicamente. De pronto se volvió hacia ellos.

¡Pum! ¡Pum! ¡Pum!

Los disparos retronaron mientras abría fuego contra una vieja butaca andrajosa y manchada de pintura.

– ¿Qué cojones te pasa? -Lee no entendía nada.

Barron se volvió, tembloroso, horrorizado ante lo que había estado a punto de hacer.