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Barron suspiró aliviado y se volvió para mirar a Rebecca, acurrucada a su lado. Dormía profundamente, tapada con una manta. Con la fuerte sedación que le habían administrado, parecía sorprendentemente en paz, como si sus vidas estuvieran tomando al fin el rumbo adecuado.

John miró a su alrededor. Los otros ocho pasajeros de la cabina de primera clase no les prestaban ninguna atención. Para ellos era sencillamente un pasajero más, acompañado de una chica que dormía a su lado. ¿Cómo podía ninguno de ellos imaginar que huían para salvar sus vidas?

– ¿Le apetece una copa, señor Marten?

– ¿Disculpe? -Distraído y sorprendido, John Barron levantó la vista y vio a una azafata en el pasillo, a su lado.

– Le preguntaba si le apetece una copa, señor Marten.

– Oh… sí, gracias. Un vodka martini, por favor. Doble.

– ¿Con hielo?

– Sí, gracias.

– Gracias, señor Marten.

Bar ron se recostó. Tenía que acostumbrarse a que lo llamaran por el apellido Marten. Como también tenía que acostumbrarse a que lo llamaran Nick, o Nicholas. Igual que Rebecca debería acostumbrarse a usar el nombre Rebecca Marten, o señorita Marten, y a reaccionar a este nombre como si lo hubiera hecho toda la vida.

El avión viró de nuevo suavemente hacia el este. Al cabo de un momento la azafata volvió y le sirvió la copa en el reposabrazos de al lado. Barron le hizo un gesto de agradecimiento con la cabeza, cogió la copa y probó el combinado. Era frío, seco y amargo al mismo tiempo. Se preguntó cuándo fue la última vez que se había tomado un vodka martini, si es que lo había hecho alguna vez, y por qué lo había pedido. Por otro lado, sabía que era fuerte, y eso era lo que ahora necesitaba.

Hoy se cumplían exactamente dos semanas y dos días del terrible baño de sangre en las vías del tren. Dieciséis días de dolor, ansiedad y miedo. Tomó otro sorbo de su copa y miró a Rebecca, que dormía a su lado. Estaba bien, y él también. La miró un rato más. Luego miró por la ventana, a las nubes que pasaban, e intentó reconstruir lo que había ocurrido en aquel periodo tan breve y abrasador.

Todavía podía sentir la fetidez de la pólvora y ver a Halliday en el andén, pidiendo a gritos que le mandaran ambulancias. Todavía podía ver a Rebecca corriendo enloquecida hacia él, huyendo de la mano de Polchak caído. Aullando, gritando, histérica, echándose al suelo para estrecharlo entre sus brazos. En lo que parecía una película a cámara lenta, veía al jefe de policía Harwood y a sus ayudantes bajando al andén cuando empezaban a llegar los primeros vehículos de rescate. Y en el mismo movimiento a cámara lenta, los equipos médicos de emergencia se ponían al mando de la situación. Vio cómo el horror crispaba el rostro de Rebecca cuando la arrancaban de su lado, hasta que desaparecía, absorbida por un mar de uniformes. Recordaba cómo le habían cortado la ropa y que le dieron una inyección de morfina. Y a Halliday hablando con el jefe Harwood. Y a la gente de Urgencias metiéndose debajo del vagón para ocuparse de Raymond, tendido sobre las vías.

Entonces cargaron a Barron en una camilla y lo llevaron a una ambulancia, pasando por delante de las figuras postradas de Lee, Valparaiso y Polchak. Y él sabía que estaban muertos. Mientras la realidad se le iba desdibujando bajo los efectos de la morfina, echó una última mirada al jefe Harwood, rodeado de sus ayudantes. No había duda de que estaba al tanto de lo sucedido, y el control de los daños ya se había puesto en marcha.

Antes de que hubiera transcurrido una hora la prensa mundial ya estaba pidiendo a gritos los detalles de lo que ya se llamaba «el gran tiroteo de la Metrolink», y exigiendo saber la identidad del hombre apodado Ray Gatillo Thorne. Lo que obtuvieron a cambio fue un tibio comunicado del LAPD declarando que tres detectives habían muerto en el tiroteo con el sospechoso cuando trataban de rescatar a uno de los suyos; que el propio Thorne había sido gravemente herido y que estaba en marcha una intensa investigación interna.

Y entonces, para todos, el asunto entero estalló de una manera totalmente descontrolada. A John Barron lo llevaron al Glendale Memorial Hospital para ser tratado de urgencias de varias heridas de bala, unas heridas que, gracias a Dios, estaban todas alojadas en tejidos blandos y no suponían peligro para su vida. Raymond Oliver Thorne fue trasladado al centro médico del condado en un estado mucho más grave.

Y allí, apenas treinta horas más tarde y después de someterse a varias intervenciones quirúrgicas, sin haber recuperado nunca la consciencia, murió de una embolia pulmonar, un coágulo en los pulmones. Luego, por una confusión en la oficina del forense del condado que bordeaba lo cómico y que empeoraba gravemente la imagen del departamento, el cadáver fue mandado por error a una empresa privada de funerales y fue incinerado a las pocas horas. De nuevo, el LAPD se llevaba las manos a la cabeza mientras la prensa mundial se frotaba las manos.

19:30 h

Llevaban ya tres horas de vuelo. Habían cenado y la iluminación de la cabina había sido atenuada. Los pasajeros tomaban copas y miraban películas en sus pantallas individuales de TV. Rebecca seguía durmiendo. John Barron trató de imitarla pero no conseguía conciliar el sueño. El recuerdo de lo sucedido lo seguía acechando.

En la misma tarde que Raymond murió y fue incinerado, el sábado, 16 de marzo, a primera hora, Dan Ford visitó a Barron en el hospital. Claramente preocupado por la vida de su mejor amigo, había algo en él, en su manera de comportarse, que le decía a Barron que sabía lo que había pasado en el tiroteo y por qué, pero no le dijo nada. En vez de hacerlo, le habló de su visita a Rebecca en Saint Francis; había sido sedada y cuando llegó la encontró descansando, pero de inmediato lo reconoció y le cogió la mano. Y cuando le dijo que luego iría a visitar a su hermano y le preguntó si podía decirle que estaba bien, ella le apretó la mano y le dijo que sí con la cabeza.

Entonces Ford le dio dos noticias referentes a Raymond. La primera era sobre una entrevista que la policía metropolitana de Londres había mantenido con Alfred Neuss.

– Lo único que les ha dicho -dijo Ford- es que estaba en Londres por una cuestión de negocios y que no tenía ni idea de quién era Raymond o de lo que buscaba. El único motivo por el cual podía justificar que su nombre figurara en la agenda de los dos hermanos a los que supuestamente Raymond había asesinado en Chicago era que se trataba de unos sastres que una vez utilizó cuando estaba en la ciudad, y que les había pedido que le mandaran la factura a su domicilio de Beverly Hills.

La segunda noticia de Ford tenía relación con algo que las investigaciones del LAPD habían descubierto en su intento por averiguar quién había contratado el jet privado que había ido a recoger a Raymond en la Mercury Air Terminal de Burbank.

– La West Charter Air mandó un Gulfstream a recoger a Raymond no una vez, sino dos. Un día antes, el mismo avión había ido a recogerlo al aeropuerto de Santa Mónica, pero él no llegó a presentarse. El avión había sido contratado por un hombre que se hizo llamar Aubrey Collinson, supuestamente un abogado jamaicano que llegó a la oficina de Kingston de la compañía y pagó el vuelo en efectivo. Más tarde, obviamente ya informado de que Raymond no había cogido el avión, se disculpó por la confusión y volvió a pagar, pidiendo que esta vez recogieran a su cliente en el aeropuerto de Burbank en vez del de Santa Mónica. El resto de instrucciones eran exactamente igual.

»Los pilotos debían recoger a un hombre de negocios mexicano llamado Jorge Luis Ventana y llevarlo a Guadalajara. Junto a las instrucciones había un sobre que debía entregarse a Ventana cuando abordara el avión… un sobre que la policía de Los Ángeles retiró del Gulfstream como prueba. Dentro había veinte mil dólares en efectivo, un pasaporte mexicano con el nombre de Jorge Luis Ventana, un permiso de conducir italiano con una dirección de Roma y un pasaporte italiano, ambos a nombre de Cario Pavani. Los tres documentos llevaban la foto de Raymond. La dirección de Roma resultó ser una parcela vacía. Tanto el permiso de conducir como los pasaportes eran falsos. Y de momento, los inspectores de la policía jamaicana han sido incapaces de localizar a nadie llamado Aubrey Collinson.