Presa de los nervios, llamó a la doctora Janet Flannery a primera hora de la mañana del domingo 17 de marzo y le pidió que fuera al hospital. Ella llegó antes del mediodía y, a petición de Barron, lo llevó en una silla de ruedas hasta una espaciosa zona exterior para visitas, donde le preguntó por el estado de Rebecca.
– Ha hecho un avance enorme -le dijo la doctora-. Enorme. Habla con la voz entrecortada, responde a las preguntas. Pero el período aquí es crucial y muy difícil. Está medicada y viene y va. Ahora histérica, luego retraída, y pregunta por ti siempre que tiene la oportunidad. Es fuerte y muy brillante, pero si no tenemos mucho cuidado podríamos perderla y fácilmente podría volver a su estado anterior.
– Doctora Flannery -dijo Barron, en voz baja pero con tono enfático-. Rebecca y yo tenemos que desaparecer de Los Ángeles lo antes posible. Y no para irnos a Oregón ni a Washington ni a Colorado, como le había dicho antes. Tenemos que irnos más lejos. A Canadá, o tal vez a Europa. Sea donde sea, decidamos donde decidamos, tengo que saber cuándo estaremos preparados para hacer un viaje tan largo y tan lejos.
Recordó cómo la doctora Flannery se lo había quedado mirando, sabiendo que veía la misma premura y desesperación que había visto antes. Sólo que esta vez era más fuerte y mucho más desesperada.
– Si todo va bien, tal vez dos semanas, como muy pronto, antes de que pueda ser trasladada para recibir tratamiento en otro lugar. -La doctora Flannery lo escrutó con más atención-. Detective, debe comprender que Rebecca es un caso totalmente nuevo, un caso que precisa un tratamiento intenso. Por este motivo, y por lo que usted quiere hacer, debo preguntarle el por qué.
Barron vaciló un largo instante, sin saber qué hacer. Finalmente se dio cuenta de que no podía hacer solo lo que tenía que hacer y le pidió si podían mantener una sesión privada, él como paciente, ella como terapeuta profesional.
– ¿Cuándo?
– Ahora.
Ella le dijo que era algo poco ortodoxo y que lo más indicado sería concertarle una cita con otro profesional, pero él se lo suplicó, después de confiarle que allí corría un riesgo físico real y que el tiempo era un factor esencial. Ella le conocía y lo sabía todo de Rebecca; además, Barron confiaba en ella.
Finalmente accedió y lo llevó en la silla a un rincón al fondo del patio, lejos de otros pacientes y visitantes. Allí, bajo la sombra de un enorme sicómoro, él le contó lo de la brigada, lo de la ejecución de Frank Donlan, lo del asesinato de Red por parte de Raymond, su pelea con Polchak y lo que pasó en el taller de pintura de coches después de que capturaran a Raymond, y finalmente lo que había ocurrido en los almacenes ferroviarios. Y acabó con el incendio de su coche y la solemne advertencia del jefe Harwood.
– Tengo que cambiar mi identidad y la de Rebecca y luego debemos marcharnos tan lejos de Los Ángeles como podamos, lo antes posible. De las identidades me puedo ocupar yo. Para el resto necesitaré ayuda: adonde podemos ir para que Rebecca reciba el tratamiento sin que nos hagan demasiadas preguntas y donde sea improbable que el LAPD pudiera encontrarnos. Algún lugar lejos, al que nos podamos adaptar y donde podamos empezar una nueva vida sin correr riesgos, tal vez en otro país.
La doctora Flannery no decía nada, sólo le miraba, y él sabía que estaba evaluando la realidad de lo que era preciso hacer contra la realidad de qué era posible hacer.
– Obviamente, detective, si cambian ustedes sus identidades, como cree que debe hacer, el seguro médico que ahora tiene dejará de ser válido, a menos que quiera arriesgarse a dejar un rastro documental.
– No, no puedo hacerlo. Ningún rastro documental.
– Pero compréndalo, vaya donde vaya, su tratamiento resultará caro, al menos al principio, cuando el cuidado deberá ser más intenso.
– Me han dado una especie de «indemnización por cese» y tengo una pequeña cuenta de ahorro y algunos bonos del Estado. Durante un tiempo estaremos cubiertos, hasta que pueda encontrar un trabajo. Sólo… -Barron se detuvo a media frase y esperó a que pasara un enfermero que acompañaba a un paciente anciano caminando. Luego bajó la voz y prosiguió-. Dígame cuáles son exactamente las necesidades de Rebecca.
– La clave -dijo la doctora- es encontrarle un buen programa de tratamiento del estrés postraumático, uno que acelere y ayude a crear lo que llamamos estabilidad de la personalidad y que la ayude a alcanzar el punto en que pueda funcionar cómodamente de manera autónoma. Si está pensando en Canadá…
– No -dijo Barron bruscamente-, Europa sería mejor.
La doctora Flannery asintió con la cabeza:
– En este caso hay tres lugares que me vienen a la cabeza, todos ellos excelentes. El centro de tratamiento postraumático de la Universidad de Roma; el centro equivalente en la Universidad de Ginebra y la clínica Balmore, en Londres.
Barron sintió que el corazón se le subía a la garganta. Había sugerido Canadá o Europa porque sabía que allí había americanos por todas partes y sentía que podrían adaptarse sin llamar demasiado la atención. También estarían lo bastante lejos como para que para las fuerzas del LAPD contra las que el jefe Hardwood le había advertido fuera a la vez impráctico y difícil encontrarles, en especial si tenían identidades distintas y no dejaban ningún rastro.
Pero ahora se daba cuenta de que lo había restringido repentinamente a Europa por otro motivo: Raymond y todo lo que parecía tramar apuntaba a Europa, y más directamente a Londres. Herido como estaba y preocupado por su seguridad y la de Rebecca y su tratamiento, algo en su interior se resistía a olvidarse de Raymond. Raymond había sido bueno, demasiado bueno, demasiado profesional, demasiado cuidadoso controlando lo que tenía entre manos como para que se lo quitaran de encima considerándolo, sencillamente, un loco. Estaba claro que tenía otros objetivos y, como demostraban los aviones fletados para él, no actuaba en solitario. Y hasta sin pruebas concretas, Barron, a pesar de ser joven, era un detective experimentado y la sensación de que tenían que pasar más cosas le carcomía por dentro y se le paseaba por las tripas. Éste fue el motivo por el que, cuando tuvo que hacerlo, eligió Europa antes que Canadá. Y al sugerir Londres como lugar potencial para la rehabilitación de Rebecca, la doctora Flannery acotó todavía más su elección.
Londres habría sido el destino inmediato de Raymond cuando acabara lo que tenía intención de hacer con Alfred Neuss en Los Ángeles, y la vida de Neuss se había salvado sencillamente porque se había marchado a Londres. Fue un viaje que, claramente, había sorprendido a Raymond, porque era obvio que había esperado encontrarlo en Beverly Hills.
Estaban los otros elementos, también. «Las piezas», como Raymond había dicho. Las llaves de una caja fuerte de fabricación belga cuya empresa hacía negocios sólo dentro de la Unión Europea, y eso significaba que la caja y su contenido se encontraban en algún lugar de Europa continental; también las tres referencias específicamente a Londres: una dirección, Uxbridge Street 21, que la policía metropolitana había descrito como una residencia privada bien conservada cerca de los jardines de Kensington, propiedad del señor Charles Dixon, un corredor de bolsa inglés jubilado que pasaba casi todo el año en el sur de Francia, y que estaba a poca distancia de la embajada rusa; la referencia a la propia embajada; y el recordatorio de encontrarse con alguien llamado I.M. en el Penrith's Bar de High Street, una persona a la cual el investigador de la policía metropolitana de Londres que se ocupaba del caso había sido incapaz de identificar.
Aquella información seguía siendo reciente, de hacía apenas un par de semanas, y significaba que fuera cual fuese la operación en que se basaba, podía muy bien seguir activa y localizable. El FBI había estado investigando posibles vínculos terroristas y se suponía que habrían pasado cualquier información que hubieran obtenido a la CIA y, probablemente, hasta al departamento de Estado, pero Barron sabía que jamás se enteraría de lo que habían descubierto o comunicado.