La información más reciente y misteriosa provenía de Dan Ford, que acababa de descubrirla y se la había confiado la noche antes de su partida a Londres. Un grupo de investigadores del ministerio de Justicia ruso había desembarcado sigilosamente en Los Ángeles la semana posterior a la muerte de Raymond. Supervisados por el FBI, habían tenido acceso a los archivos del LAPD y habían hablado también con los detectives de la policía de Beverly Hills. Se habían marchado al cabo de tres días diciendo que, a pesar de las acciones de Raymond Thorne, a pesar del avión fletado para recoger a Raymond en dos aeropuertos y en dos días distintos con sobres con pasaportes y permisos de conducir falsos, a pesar del misterioso Aubrey Collinson que había fletado el avión desde Kingston, Jamaica, y a pesar de las breves notas manuscritas de su agenda, no habían encontrado indicios de amenaza al gobierno o a la ciudadanía rusa. Cuando se les preguntó, afirmaron que la anotación 7 de abril/Moscú en la agenda de Raymond no tenía ningún significado especial. Para ellos eran simplemente una fecha y un lugar, nada más.
Los rusos habían venido, pensó Barron, con el espíritu de cooperación internacional de una época de actividad terrorista creciente, porque el uso de un jet fletado sugería que cualquier amenaza que pudiera haber existido había sido muy bien fundada y podía tener repercusiones internacionales. Pero ese rastro se había enfriado rápidamente y, en cuanto al propio Raymond, a pesar de lo brutal y asesino de sus acciones, ni él ni sus crímenes cuadraban con el actual perfil de los terroristas ni de sus organizaciones.
Sin embargo, la desestimación de sus aberraciones como algo sin más implicaciones ni complicaciones -por parte de los rusos, del FBI, y más específicamente del LAPD, que deseaba enterrar rápidamente un asunto que amenazaba con convertirse en una importante mancha en un departamento ya de por sí muy empañado, si llegaba a saberse la verdad del tiroteo de la estación Metrolink- era, en opinión de John Barron, un grave error, puesto que, para él, todas aquellas otras cosas suponían indicios importantes de que Raymond estaba involucrado en algo muy importante, de consecuencias tal vez catastróficas, que no acababa con su muerte. A pesar de lo que habían dicho los investigadores rusos, el 7 de abril, una fecha que se acercaba rápidamente, le parecía un augurio especialmente malo. ¿Cómo podía saber nadie con seguridad si la anotación de Raymond era de carácter personal, para acordarse de alguien o de algo que ocurriría en Moscú aquel día, o si hacía referencia al día y el lugar de algún acto terrorista, como la toma de rehenes de los rebeldes chechenos en el teatro de la calle Melnikova, o los bombardeos suicidas en un festival de rock en Moscú… o algo incluso más terrible, como el atentado a los trenes de Madrid, o algo pensado para matar a miles de personas, algo similar al horror que invadió Nueva York y Washington aquel infame 11 de septiembre?
Si la anotación hacía referencia a un ataque terrorista, ¿significaba que la postura adoptada por las distintas agencias, incluidos el LAPD y los investigadores rusos, era solamente una cortina de humo para evitar aterrorizar a la ciudadanía? Y si era sólo una postura, ¿significaba que el FBI, la CIA, la Interpol y otras organizaciones antiterroristas internacionales estaban colaborando con los servicios secretos rusos y controlando secretamente la situación por todo el mundo, esperando descubrir y luego abortar lo que fuera que Raymond y sus secuaces tenían planeado?
O…
Tal vez no había nada planeado. ¿Tenía todo aquello algún significado? ¿Estaba todo el asunto tan muerto como el propio Raymond?
Fuera como fuese, había algo más que Barron debía tener presente: a pesar de todo lo que estuviera ocurriendo y de la desestimación pública hecha por el LAPD de posibles derivaciones del caso Raymond, era posible que siguieran tras el rastro de sus notas y del resto de pruebas. En ese caso, y si Barron hacía lo mismo, era muy posible que en algún momento se cruzara con los detectives del jefe de policía Harwood. Eso podría costarle la vida. Pero también sabía que desentenderse le resultaba imposible. El complejo de culpa que seguía cargando por las muertes de las víctimas de Raymond en Los Ángeles era enorme, y la idea de que pudiera morir más gente le horrorizaba. De modo que, por muy grande que fuera el riesgo, debía continuar hasta asegurarse de que el fuego que Raymond había iniciado se había apagado finalmente y para siempre.
Pero no podía estar seguro. Ahora no. En absoluto.
En lo más profundo de su ser había una voz que luchaba por salir, lo mismo que le ocurría desde el momento en que supo que Raymond había muerto. Cada vez que la oía, él trataba de silenciarla. Pero no podía. Seguía volviendo, apremiándolo a seguir, a encontrar a la bestia y asegurarse de que estaba muerta.
Cuando escuchaba la voz, como ahora le ocurría, se daba cuenta de que si quería volver a recoger el rastro de la bestia, resultaba claro que sólo había un lugar por el que empezar.
– Londres -le había dicho a la doctora Flannery con claridad.
– ¿La clínica Balmore?
– Sí. ¿Podría usted meter a Rebecca en un programa de éstos? ¿Y hacerlo con rapidez?
– Haré todo lo que pueda -dijo ella.
Y lo hizo. Y muy bien hecho.
3
Londres, York House. Clínica Balmore. Lunes 1 de abril, 13:45 h
La primera impresión que Clementine Simpson le causó a John Barron, o más bien Nicholas Marten, fue menos que extraordinaria. Alta, más o menos de su misma edad y con una media melena de color caoba, con un traje de chaqueta azul marino que le quedaba un poco grande, daba la impresión de ser una supervisora de hospital razonablemente atractiva pero poco estilosa. Lo que sabría más tarde era que no se trataba de ninguna supervisora, sino de un miembro de la Fundación Balmore que participaba en una de las semanas que dos veces al año dedicaba al trabajo voluntario en la clínica. Fue en el ejercicio de esta función que acompañó a la nueva psiquiatra de Rebecca, la doctora Anne Maxwell-Scot -una mujer bajita, más bien gruesa y especialmente astuta a la que Marten le supuso una edad de cincuenta y pocos años- y a dos asistentes médicos al aeropuerto de Heathrow para recibir a Rebecca Marten y a su hermano a la llegada del avión de la British Airways, justo antes de mediodía.
Para entonces Rebecca llevaba despierta cerca de una hora y, aunque estaba todavía grogui por la medicación, se había tomado un pequeño desayuno y parecía entender dónde estaba y por qué ella y su hermano estaban en un avión de camino a Londres. La misma calma y comprensión reinó durante el trayecto en ambulancia desde el aeropuerto hasta la York House de Londres, el centro para pacientes ingresados de la clínica Balmore, en Belsize Lane.
– Si tiene cualquier duda, señor Marten, por favor no dude en preguntar -le dijo Clementine Simpson mientras salía de la pequeña pero alegre habitación de Rebecca en la tercera planta-. Estaré aquí todo el resto de la semana.
Y luego se marchó, y Nicholas Marten se quedó ayudando a su hermana a instalarse. Luego pasó un rato a solas con la doctora Maxwell-Scot, y ella le dijo el buen aspecto que tenía Rebecca, mucho mejor de lo que había imaginado, y luego le explicó lo que tenía planeado.
– Estoy convencida de que es consciente, señor Marten, de que usted no es sólo el hermano de Rebecca, sino también su manta de seguridad, y es importante que se mantenga cerca, al menos estos primeros días. Sin embargo, es igual de importante que Rebecca aprenda a prescindir lo antes posible de este apoyo. Es básico que adquiera confianza y vaya haciendo progresos por ella misma.