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– Usted debe de ser el pintor.

– ¡Lo soy, pero le he preguntado quién demonios es usted y qué carajo está haciendo aquí!

– Buscaba al señor Charles Dixon. La puerta estaba abierta y he entrado. Me han dicho que de vez en cuando alquila la casa y…

– No sé quién le ha dicho esto ni quién es usted -dijo el pintor, mientras lo miraba con atención de arriba abajo-, pero el señor Dixon no alquila nunca su casa, nunca. ¿Le queda claro, señor…?

– Ah… -Marten se inventó un nombre rápidamente-. Kaplan. George Kaplan.

– Bien, señor Kaplan. Ahora ya lo sabe.

– Gracias. Lamento haberle molestado. -Con esta frase, Marten hizo ademán de marcharse. Pero, de pronto, se acordó de algo y volvió atrás-. ¿Tiene idea si el señor Dixon es amigo de un tal señor Aubrey Collinson, de Kingston, Jamaica?

– ¿Cómo?

– Aubrey Collinson. Su nombre venía con el del señor Dixon. Creo que es abogado. Viaja a Londres y a otros lugares del mundo a menudo, en jet privado.

– No sé qué demonios quiere usted, pero jamás he oído hablar de ese tal Aubrey Collinson; y si el señor Dixon lo conoce, es su problema. -El pintor dio un paso amenazante hacia él-. Si no se marcha usted en los próximos cinco segundos tendré que llamar a la policía.

– Gracias de nuevo. -Marten le sonrió y luego dio media vuelta y se marchó.

16:15 h

Unas cinco calles y doce minutos más tarde estaba delante de la imponente estructura del número 13 de Kensington Palace Gardens, la embajada de la Federación Rusa en Londres. Las verjas estaban protegidas por guardas, y en el patio del otro lado había unas pocas personas.

Marten se quedó un rato observando y luego uno de los guardas de la puerta abrió y un soldado armado se dirigió hacia él. Marten levantó una mano e hizo una sonrisa.

– Sólo estaba mirando, disculpe -dijo, antes de alejarse rápidamente en dirección a la verde extensión de los jardines de Kensington. En la casa de Uxbridge Street no había visto nada que supusiera que era otra cosa de lo que parecía, y la embajada rusa era sencillamente eso, la embajada de un país extranjero ubicada a poca distancia andando de la residencia de Uxbridge Street. Así, pues, ¿qué significado tenía todo aquello, si es que tenía alguno? El único que lo sabía era Raymond y estaba muerto.

Además, ¿qué pensaba Marten que iba a hacer, aunque descubriera algo? ¿Alertar a las autoridades? Y luego ¿qué? ¿Tratar de explicar lo que sucedía y que se empezaran a preguntar quién era él? No, eso no podía hacerlo. Tenía que dejar el caso y lo sabía. Pero ¿cómo? De pronto volvía a encontrarse en una situación de querer y no poder. El sentido común le decía que no tenía ningún motivo para volver a retomar, de manera privada, su investigación de esta trama más global en la que Raymond estuvo involucrado, y por la que había acabado muerto. Pero una vocecita lo arrastraba con todas sus fuerzas a volver a meterse en el caso. Era como si la investigación lo sedujera y él fuera un esclavo de esa pasión o, para ser más precisos, como si fuera un adicto y no pudiera concentrarse en nada que no fuera su hábito. Aquella vocecita tenía todo el poder. De alguna manera, tenía que encontrar la manera de acallarla.

6

Hotel Hampstead Holiday Inn, 21:00 h

Nicholas Marten se despertó sobresaltado a oscuras. No tenía idea de dónde estaba ni de cuánto tiempo había estado durmiendo. Se incorporó. Vio una luz que procedía de una puerta entreabierta y se dio cuenta de que era la puerta del baño y de que la debía de haber abierto él mismo. Entonces recordó. Se había marchado de la embajada rusa y anduvo por los jardines de Kensington hasta Bayswater Road, y luego tomó un taxi hasta la clínica Balmore para visitar a Rebecca. La muchacha se alegró de verlo pero estaba claramente cansada del largo viaje, de modo que no se quedó mucho tiempo. Le prometió que iría a verla a la mañana siguiente y luego volvió al hotel, se quitó la chaqueta y se acurrucó en la cama delante del televisor. Debió de quedarse dormido.

El jet lag y las emociones del propio viaje lo habían dejado exhausto, pero ahora había dormido lo bastante para quitarse el agotamiento de encima, y ya estaba despierto y alerta y no tenía ni idea de qué hacer. Después de lavarse rápidamente la cara, se peinó, bajó al vestíbulo y salió a la calle. La noche seguía siendo cálida y Londres estaba animado y vivo. Cruzó la calle y anduvo hacia Haverstock Hill, como un turista que sale a pasear, atento a los sonidos y a las vistas de un lugar en el que no había estado jamás.

«Las piezas. -De pronto, volvió a oír la voz de Raymond en su cabeza. Sonaba baja, aguda y apremiante, como si le estuvieran susurrando deliberadamente al oído-. Las piezas -repetía la voz-, las piezas.»

– ¡No! -dijo, en voz alta, y aceleró el paso. Aquel día ya se había enfrentado a esa batalla. No estaba dispuesto a volverla a librar.

«Las piezas -le volvió a decir el susurro. Marten aceleró el paso todavía más, como si así fuera capaz de escapar a aquello. Las piezas -volvía a oír-. Las piezas.»

De pronto Marten se detuvo. Por todas partes a su alrededor había luces brillantes y aceras atiborradas de gente y tráfico que avanzaba a buen ritmo. Lo que vio no era el mismo Londres de hacía unos momentos, sino el Londres de aquella tarde, de Uxbridge Street y de la embajada rusa. Fue entonces cuando se dio cuenta de que la voz susurrada no era la de Raymond, sino la suya, y que eso había sido desde el principio. La brigada ya no existía, pero él sí. Había venido a Londres, había traído a Rebecca a Londres y todo por un motivo: porque Raymond y cualquiera que fuera la trama en que estuvo involucrado lo habían llevado hasta allí. Lo último que podía hacer era huir y olvidarse de ello.

7

Penrith's Bar, High Street, 21:35 h

Nicholas Marten entró y por un momento se quedó junto a la puerta, mirando a su alrededor. El Penrith era el típico pub inglés con paneles de madera oscura en las paredes, ruidoso y lleno de clientes incluso un lunes por la noche. La barra en sí era una especie de herradura en el centro del local, con mesas y taburetes a los lados y hacia el fondo. En medio de la barra había dos camareros. Uno tenía el pelo oscuro y era muy musculoso; el otro era más alto, de complexión media y llevaba el pelo corto y teñido de rubio. Ambos aparentaban poco más de treinta años. Por su manera de actuar, el más alto y rubio parecía estar al mando, y de vez en cuando se apartaba de la acción y se iba al final de la barra a conversar con alguien a quien Marten no alcanzaba a ver.

Éste era su hombre, decidió Marten, y empezó a avanzar hacia él a través de la gente. Eso le dio la oportunidad para observar a los clientes más de cerca. La mayoría, pensó, parecían estudiantes universitarios, mezclados aquí y allá con algún profesor y algún ejecutivo, hombre o mujer. Nada que ver con el tipo de gente con el que un asesino como Raymond podía relacionarse. Por otro lado, debía tener presente lo camaleónico que Raymond se había mostrado, en su manera de vestir, en su estilo, incluso en su manera de expresarse, y que a Josef Speer se lo ligó mezclándose con un grupo de estudiantes. Eso significaba que alguien como Raymond, alguien con su formación, con su seguridad y su mentalidad, podía adaptarse a cualquier ambiente.

A medida que se iba acercando a la barra la densidad y el ruido eran más intensos. A través del barullo y del movimiento constante de los cuerpos Marten veía al camarero rubio cerca del fondo que seguía conversando. Se coló por entre dos chicos y rodeó a una joven que los miraba. Y allí estaba Marten, a menos de tres metros del barman. De pronto se detuvo en seco. El camarero hablaba con dos hombres de mediana edad vestidos con pantalones y chaquetas de sport. A uno de ellos no lo conocía; al otro, el que estaba más cerca de él, lo conocía demasiado: era el duro y obstinado veterano de la brigada de Robos y Homicidios de la policía de Los Ángeles, el detective Gene VerMeer, uno de los dos policías apostados frente a su casa cuando se llevó a Raymond oculto en el asiento de atrás de su coche hasta el aeropuerto de Burbank. VerMeer había sido uno de los mejores amigos de Red McClatchy y solía salir a beber con Roosevelt Lee, Len Polchak y Marty Valparaiso. Era un policía del que sabía que había sido mantenido fuera de la brigada 5-2 porque tenía un carácter demasiado violento e inestable, como si eso fuera posible. Un policía del que también sabía que lo culpaba a él de la muerte de Red McClatchy y por ello lo odiaba. De todos los miembros del LAPD, VerMeer era el último con quien deseaba encontrarse y, con toda probabilidad, el primero que querría verlo muerto. Preferentemente a trocitos.