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– ¡Dios mío! -masculló Marten y se volvió de espaldas rápidamente.

VerMeer tenía que estar allí por uno o dos motivos. O bien estaba persiguiendo la misma información que Marten -la anotación de Raymond para encontrarse con alguien que respondiera a las iniciales I.M en el Penrith-, o bien había descubierto la identidad de Marten, había averiguado dónde estaba y había venido a Londres pensando tal vez en cruzarse con él, si Marten seguía el rastro de Raymond. Si este era el caso, VerMeer podía estar muy bien preguntándole al barman no sólo por Raymond e I.M., sino también por Marten.

– Es usted el señor Marten, ¿no? -Una voz alta de mujer con acento británico sonó por encima del barullo. A Marten se le subió el corazón a la boca y se volvió para ver a Clementine Simpson, que avanzaba hacia él-. Clem Simpson -dijo ella, dibujando una ancha sonrisa al llegar frente a él-. De la clínica Balmore. Esta tarde.

– Ah, claro, por supuesto. -Marten se volvió un segundo. VerMeer y el tipo que lo acompañaba seguían hablando con el barman.

– ¿Cómo caramba has acabado en este bar? -preguntó Clem, y Marten la apartó por entre la gente.

– Pues… necesitaba distraerme un poco -dijo, rápidamente-, y alguien con quien estuve hablando en el avión me comentó que era un buen lugar para conocer el ambiente de Londres.

– Seguro que te vendrá bien distraerte. -Clem le sonrió amablemente-. Estoy celebrando el cumpleaños de una amiga, ¿te gustaría tomar algo con nosotros?

– Yo… -Marten miró de nuevo hacia atrás. VerMeer y su acompañante empezaban a alejarse del barman y se abrían paso por entre la gente, en dirección a ellos-. Acepto encantado, gracias -dijo Marten rápidamente, y luego siguió a Clementine Simpson a través del local, hasta una mesa al fondo donde estaban reunidas media docena de personas con aspecto académico.

– ¿Vienes aquí a menudo?

– Cuando estoy en la ciudad, sí. Tengo amigos que se reúnen aquí desde hace años, y eso es lo que convierte un local en un buen pub de barrio.

Marten se arriesgó a volver a girarse. VerMeer se había detenido y miraba en dirección a él; entonces el otro hombre le tocó la manga y le señaló hacia la puerta. VerMeer miró un instante más y luego se volvió de pronto y siguió al tipo hasta fuera.

– Señorita Simpson -dijo Marten, poniéndole una mano delicadamente en el brazo.

– Clem -le sonrió ella.

– Si no te importa -dijo, con una sonrisa forzada-, tengo que ir un momento al baño.

– Claro. Nuestra mesa está justo allá.

Marten asintió y se volvió, con la mirada fija en la puerta de salida. Ya no había rastro ni de VerMeer ni de su acompañante. Miró a la barra. Había un pequeño momento de respiro y el camarero rubio estaba solo, limpiando vasos. Al otro no se le veía por ninguna parte.

Marten se preguntó si VerMeer le habría preguntado al barman sobre él, hasta si le habría dado su descripción y un número al que llamar si lo veía. Volvió a mirar a la puerta del pub, pero sólo vio a clientes. Miró de nuevo al camarero, vaciló un momento y entonces decidió arriesgarse. Cruzó hasta la barra y avanzó hasta el fondo y pidió una cerveza de presión. Al cabo de veinte segundos el barman le puso una jarra espumosa delante.

– Busco a alguien que se supone que viene a menudo por aquí -dijo Marten, deslizando un billete de veinte libras al lado de su jarra-. En un chat de Internet me chivaron que tiene muchos chollos en apartamentos de alquiler. Sea quien sea, firma con las iniciales I.M. No sé cómo se llama realmente, tal vez sólo I.M., o «Im», o si es un apodo o la abreviatura de algo.

El barman lo miró con atención, como si tratara de ubicarlo. De pronto Marten estuvo seguro de que VerMeer le había dado su descripción y de que el barman estaba intentando decidir si se trataba de él. Marten no se inmutó, tan sólo esperó. Luego, abruptamente, el barman se inclinó hacia él.

– Déjame decirte una cosa, chico. Hace unos minutos, un detective de policía de Los Ángeles me ha hecho la misma pregunta sobre ese I.M. Lo acompañaba un inspector de la Scotland Yard, pero ninguno de ellos ha dicho nada sobre un chat ni de unos apartamentos de alquiler. -Miró deliberadamente al billete de veinte libras que había junto a la jarra de Marten y bajó la voz-. Sea lo que sea lo que buscas es tu problema, pero te diré lo que les he dicho a estos dos. Sea hombre, mujer, un poco de las dos cosas o imposible de definir, yo estoy detrás de esta barra seis noches a la semana y llevo así once años, y en todo este tiempo no he oído ni una sola vez hablar a nadie, ni a nada, por lo que hace al caso, en referencia ni a I.M, ni a Im, ni a «i-eme»; ni a ningún otro maldito apodo que pueda cuadrar con estas iniciales, como Iron Mike, o Izzy Murphy o Inés María. Y si hubiera alguien más en el bar que lo supiera, yo también lo sabría porque saberlo es mi trabajo y además soy el propietario del local, ¿te queda claro?

Marten asintió:

– Sí.

– Perfecto, entonces.

El barman alargó el brazo, cogió el billete de veinte libras y se lo metió en el bolsillo del delantal. Durante toda la operación no dejó de mirar a Marten ni un segundo.

– Señor Marten -dijo Clementine, inesperadamente a su lado-. ¿Viene con nosotros?

– Pues… -Marten la miró y le sonrió-. Perdona, me he distraído con la conversación.

Cogió rápidamente su jarra, le hizo un gesto de agradecimiento al barman y se alejó con ella. Con toda su inocencia, Clementine acababa de revelarle su nombre al hombre.

– Clem -dijo él-, si no te importa, de pronto siento que el jet lag me está afectando. Será en otra ocasión, si no te sabe mal.

– Claro, señor Marten. ¿Le veré mañana en la clínica?

– Iré por la mañana.

– Yo también. Buenas noches.

Marten le hizo un saludo con la cabeza y se dirigió a la puerta. Estaba cansado y no había averiguado nada. Y encima se había delatado, hablando con el barman, y ahora el tipo hasta sabía su nombre.

– Maldita sea -masculló entre dientes.

Desanimado y enfadado consigo mismo, estaba a punto de alcanzar la puerta cuando vio un grupo de jóvenes que se apiñaban alrededor de una mesa, en una salita que había a un lado. En la pared, detrás de ellos, había una banderola grande, roja y blanca, en la que se leía Asociación Rusa.

Marten sintió que el corazón se le aceleraba. Ahí estaba. De nuevo la conexión rusa. Volvió a mirar hacia la barra. El barman estaba ocupado y no miraba en absoluto hacia allí. Marten entró rápidamente en la salita y se acercó a la mesa. Había diez personas en total, seis hombres y cuatro mujeres, y todos hablaban en ruso.

– Disculpen -dijo, cortésmente-, ¿hablan inglés alguno de ustedes?

La respuesta fue una sonora risotada.