– ¿Qué quieres saber, tío? -le espetó un joven delgado con gafas gruesas, con una ancha sonrisa.
– Busco a alguien llamado I.M., o -dijo, robando la pronunciación del barman-, tal vez «i-eme», o que tenga las iniciales o el apodo I.M.
Diez cabezas se miraron las unas a las otras alrededor de la mesa, y al cabo de un segundo vio las diez cabezas volverse hacia él. Todas tenían la misma expresión confusa.
– Lo siento, jefe -dijo un hombre de pelo negro.
Marten miró el cartel pintado a mano de ASOCIACIÓN RUSA clavado en la pared de detrás de ellos.
– Si no os importa que os lo pregunte, ¿qué hace vuestro grupo?
– Nos reunimos cada dos semanas para hablar sobre las cosas de nuestro país natal. Política, sociedad, cosas así -respondió el joven de las gafas gruesas.
– Lo que quiere decir en realidad es que todos tenemos nostalgia -dijo una rubia regordeta con una sonrisa, y todos se rieron.
Marten sonrió y los observó medio segundo más.
– ¿Qué sucede en vuestro país natal que pueda valer una discusión? -preguntó, sin darle importancia. Intentaba que alguien hablara de la fecha del 7 de abril, por si diera la casualidad de que alguien lo supiera-. ¿Va a suceder algo que el resto del mundo querría saber?
– ¿Quieres decir aparte del movimiento separatista, la corrupción y la mafia rusa?
– Sí.
– Pues nada. A menos que quieras creerte los rumores de que el parlamento puede estar a punto de votar para reinstaurar la monarquía y volver a poner al zar. -El chico del pelo negro volvió a sonreír-. Entonces podríamos ser igual que los británicos y dar al pueblo a alguien especial para que se sienta unido a su alrededor. No sería mala idea si esa persona fuera alguien decente, porque eso ayudaría a distraerlos de toda la otra mierda que está pasando. Pero eso, como todos los cambios mayores que se supone que van a ocurrir en casa, no es más que rumorología callejera porque no sucede nunca. De todos modos -añadió-, por eso nos reunimos, para poder hablar de este tipo de cosas y aligerar el hecho de sentirnos… -miró a la rubita rechoncha- nostálgicos.
Se rieron todos menos Marten. Estaba claro que no lo iban a mencionar, de modo que lo hizo él mismo.
– ¿Os puedo hacer una última pregunta? -dijo-. ¿Significa la fecha del 7 de abril algo especial para los rusos, en especial para la gente de Moscú? ¿Es algún tipo de fiesta local? ¿Sucede algo fuera de lo habitual?
La regordeta volvió a sonreír:
– Soy de Moscú y, que yo sepa, 7 de abril significa 7 de abril. -Miró alrededor de la mesa y se rio.
– Tiene razón, tío. -El flaco de las gafas gruesas sonrió, apoyándola-. El 7 de abril es el 7 de abril. -De pronto se inclinó hacia delante y se puso más serio-. ¿Por qué?
– Por nada. -Marten se encogió de hombros. Era la misma respuesta que había dado el ministerio de Justicia ruso cuando estaban en Los Ángeles-. Alguien me dijo que era fiesta, pero nunca lo había oído decir. Creo que lo entendí mal. Gracias, muchas gracias.
Marten se volvió para marcharse.
– Pero ¿por qué nos preguntas todo esto? -volvió a insistir el joven.
– Muchas gracias -se limitó a decir Marten.
Y entonces salió de la sala y desapareció.
8
Hotel Hampstead Holiday Inn. El mismo lunes 1 de abril, 23:35 h
Nicholas Marten se recostó sobre su almohada, a oscuras, escuchando el tráfico de la calle. Estaba más tranquilo que antes, cuando salió, y todavía más que hacía media hora, cuando volvió del Penrith's Bar. Pero seguía allí, de alguna manera. Un zumbido regular que le recordaba que la ciudad seguía muy viva.
«La casa de Uxbridge Street. Aubrey Collinson y el jet fletado no una vez, sino dos; un enorme gasto para alguien. La embajada rusa. El Penrith's Bar e I.M., el grupo de la Asociación Rusa. El 7 de abril en Moscú/Rusia es una simple fecha, nada más. Ninguna información nueva en absoluto. No he descubierto nada.» Había comprado una libreta en la tienda de regalos del hotel aquella tarde, al registrarse, y apuntó sus primeras notas justo antes de acostarse.
Tal vez no hubiera descubierto nada -la idea de preguntarle al pintor por Aubrey Collinson no había sido más que un disparo a tientas-, pero las pistas, como la ciudad, seguían estando allí igualmente. Lo mismo que Gene VerMeer había estado allí. Sabía que había muchas posibilidades de que el detective del LAPD ya hubiera recibido una llamada del barman, diciéndole que un hombre que respondía a la descripción que le había dado antes había estado en el bar preguntando por I.M. Era estadounidense y se llamaba Marten. O Martin, como probablemente habría entendido.
Si eso era cierto y el barman había hecho la llamada, no había duda de que VerMeer ya estaría haciendo algo al respecto, utilizando a sus contactos en Scotland Yard para repasar todos los hoteles de Londres en busca de un americano apellidado Martin. ¿Cuánto tardarían en llamar a su hotel y descubrir que había un americano registrado apellidado Marten? A VerMeer le importaría un carajo que no se escribiera igual, y sería sólo cuestión de tiempo que llamaran a su puerta.
Marten se volvió y trató de olvidar lo ocurrido. Probablemente no tendría que haber ido al Penrith. Aunque VerMeer no lo estuviera buscando a él, también había ido a preguntar por I.M. Este hecho por sí solo ya significaba que el LAPD seguía con el caso y que no había cerrado el archivo de Raymond de una manera tan definitiva como su postura pública podía hacer pensar. Antes le preocupó que si no habían cerrado el caso, en algún momento se los podía cruzar, y ahora ya le había sucedido. Fue sólo pura suerte que VerMeer no lo hubiera visto, y eso significaba que a partir de ahora tenía que pensar muy bien lo que hacía. Él y Rebecca estaban a salvo en Londres y habían recibido la bendición de poder empezar una nueva vida. Tenía que ser consciente de que, sencillamente, no podía permitirse el lujo, si ésta era la palabra, de dar rienda suelta a su naturaleza y dejar que el adicto inconsciente que llevaba dentro lo volviera a arrastrar hacia el juego. Por su bien y el de ella, tenía que prometerse que sacaría a Raymond y todo su universo de su cabeza. Con esta idea, suplicó interiormente que VerMeer no le hubiera preguntado nunca al camarero rubio por él, y que el camarero no hubiera oído a Clementine Simpson decir su nombre.
Miró el reloj de la mesilla.
23:59 h
Un vehículo de emergencias pasó volando, con la sirena zumbando, y luego se alejó rápidamente. De nuevo volvía el sonido del tráfico y ahora una fuerte discusión de un grupo que pasaba por el pasillo, frente a su habitación. ¿No dormía nunca Londres?
Pasó un momento y otro. Por alguna razón pensó en el verdadero Nicholas Marten. Y en el recuerdo que lo acompañaba.
Diez días antes, el viernes 22 de marzo -el mismo día en que se celebró el funeral masivo de los detectives de la brigada 5-2, Polchak, Lee y Valparaiso-, ayudado de un bastón para apoyar una pierna derecha todavía muy dolorida, Marten, entonces John Barron, embarcó en un vuelo desde Los Ángeles a Boston. Desde allí tomó un vuelo lanzadera hasta Montpellier, en Vermont, donde pasó la noche.
A la mañana siguiente a primera hora condujo en un coche alquilado hasta la diminuta localidad de Coles Comer, donde se encontró con Hiram Ott, el jovial y enorme editor y director del Lyndonville Observer, un periódico local de la zona rural norte y centro de Vermont.
– Se llamaba Nicholas Marten -le explicó Hiram Ott, mientras lo llevaba a través de un campo abierto, cubierto de césped, con restos todavía de nieve medio fundida-. Marten, con e, no con i. Había nacido el mismo mes y el mismo año que tú. Pero creo que eso ya te lo han contado.