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– Sí -asintió John Barron, apoyado en su bastón mientras se abría paso por el pasto irregular.

Su encuentro con Hiram Ott había sido obra de Dan Ford, quien, a los pocos días del tiroteo de la Metrolink, fue ascendido (o, como él lo explicaba, debido a su buena amistad con John Barron, fue apartado de la zona) a un puesto de redactor de plantilla en la oficina de Washington del Los Ángeles Times. Él y su esposa, Nadine, se encontraron rápidamente viviendo en un apartamento de tres dormitorios a orillas del Potomac, y la extrovertida francesa Nadine, que en esta ciudad más parecida a París que Los Ángeles se sentía mucho más en casa, encontró rápidamente un trabajo como profesora de francés en un programa de formación de adultos mientras su esposo se ocupaba de cubrir la política interna de Washington.

Y a pesar de todo el trastorno y el alboroto que mantenía a Ford en un torbellino durante dieciocho horas al día, nadie le había quitado todavía la agenda ni sus contactos de reportero, o de estudiante activo en sus tiempos de la Medill School de periodismo en la Universidad de Northwestern.

Para desaparecer de la manera que debía hacerlo, John Barron tenía que adoptar totalmente la identidad de otra persona. Así de simple en tiempos más simples. En otros tiempos podría sencillamente haber acudido a media docena de calles de Los Ángeles en las que por unos pocos cientos de dólares se podía obtener una nueva identidad en cuestión de minutos: con certificado de nacimiento, tarjeta de la seguridad social y permiso de conducir del estado de California. Pero éstos no eran tiempos sencillos y las autoridades, desde las agencias de seguridad nacional, la policía local, hasta las instituciones financieras, estaban construyendo bases de datos enormes para destapar las identidades falsas. De modo que su cambio debía ser lo más real y lo más rápido posible. Tenía que encontrar a alguien de más o menos su misma edad, con un certificado de nacimiento y un número de la seguridad social legítimos… pero algo más; alguien que hubiera muerto hacía poco y cuyo certificado de defunción todavía no hubiera sido tramitado.

Sabía que encontrar algo así, y además de manera inmediata, era prácticamente imposible y casi una locura. Pero Dan Ford no opinó lo mismo. Para él los obstáculos tan grandes no hacían más que elevar el nivel de la partida. Al instante se puso a enviar un e-mail masivo; una llamada peculiar, lo llamó. En él decía que quería hacer un reportaje con un giro político. Hacía referencia a la gente que había fallecido recientemente pero que, por un motivo u otro, seguían legalmente vivos y sus nombres figuraban en el registro de votantes. En otras palabras, quería investigar el fraude electoral.

Hiram Ott le respondió de inmediato por e-mail. ¿Había oído hablar alguna vez de un tal Nicholas Marten? No. Claro que no. Muy poca gente lo había hecho. Y aquellos que lo conocieron lo recordarían como Ned Marten, porque así es como siempre se presentaba.

Nicholas Marten, hijo ilegítimo de un camionero canadiense y una viuda de Vermont, huyó de casa a los catorce años para incorporarse como batería a un grupo de rock de gira, y eso fue lo último que se supo de él. No fue hasta doce años más tarde, cuando se enteró de que sufría un cáncer de páncreas y que sólo le quedaban unas cuantas semanas de vida, que volvió a Coles Córner para visitar a su madre. Una vez allí supo que tanto la madre como el padre habían muerto y que su madre estaba enterrada en el pequeño camposanto de la granja familiar, de cuarenta hectáreas de extensión. Solo y sin un centavo, le pidió ayuda a la única persona que conocía, un solterón amigo de la familia llamado Hiram Ott. Ott lo instaló en su casa y se puso a buscarle algún tipo de institución donde pudiera pasar sus últimos días bajo el cuidado médico, pero no fue necesario. Nicholas murió en la habitación de invitados de Ott al cabo de dos días. Como custodio oficial de los archivos del condado, entre otras cosas, Ott redactó un certificado de defunción e hizo enterrar a Marten junto a su madre en la parcela familiar.

Pero, por alguna razón, no llegó nunca a tramitar el certificado. Lo tenía guardado desde hacía casi un mes en un cajón de su despacho cuando le llegó el e-mail de su compañero de estudios de Northwestern, Dan Ford. Cuando Ford lo llamó para explicárselo, le dijo toda la verdad: que la vida de uno de sus mejores amigos dependía de un cambio de identidad. Ford le preguntó también si aquélla era una situación que pudiera incomodar a Ott. Cualquier otra persona se habría negado en redondo, pero aquí había otros elementos en juego. De entrada, Hiram Ott tenía una personalidad bravucona y gamberra. Luego, muy poca gente en Coles Córner se acordaba de que Edna Mayfield había tenido un hijo hacía treinta y seis años fuera del matrimonio, y todavía menos sabían que un joven llamado Ned Marten había regresado al pueblo a morir. Y sólo el propio Ott estaba al tanto de que el certificado de defunción no había sido nunca tramitado formalmente. El tercer motivo era que, la tarde de su muerte, Nicholas Marten le había dicho a Ott que se avergonzaba de no haber hecho nada bueno en su vida y que ojalá tuviera tiempo para hacer alguna contribución que pudiera servirle a otra gente. Y el último era el definitivo. Cuando estudiaban juntos en Northwestern, Ford había salvado a Hy Ott de una situación extremadamente comprometida y potencialmente peligrosa, que involucraba al propio Ott y a la novia de un jugador de fútbol americano de la liga universitaria especialmente fornido y con fama de tener mal genio. Era una de estas ocasiones en las que un favor es tan bienvenido que uno no está tranquilo hasta que no lo ha pagado con otro favor. Y ahora Ott lo estaba haciendo: acompañaba a John Barron por un prado de Coles Córner en un día de principios de la primavera para visitar la tumba sin marcar de Nicholas Marten entre las hojas caídas del pequeño cementerio familiar.

En el caso de Barron, había venido por agradecimiento, puesto que quería darle las gracias personalmente a Hiram Ott por lo que había hecho, y también porque quería saber en quién se estaba convirtiendo, dónde había vivido su tocayo de niño y cómo eran allí el paisaje y la gente. Había también otros motivos: sentimiento de culpabilidad y de reverencia y, tal vez de manera más pronunciada, afán de autoprotección, por si acaso alguna vez lo interrogaban sobre su pasado. Intentaba no demostrarlo, pero sabía que Hiram Ott percibía el conflicto, la emoción y la incertidumbre que lo invadían. Aquello no era algo que uno hiciera cada día. Y sabía que ése era el motivo por el cual el corpulento editor de pronto le dio un fuerte abrazo, y luego retrocedió un paso y le dijo:

– Esto es entre tú, yo, Dan Ford y Dios. Nadie más lo sabrá nunca. Además, a Nicholas le hubiera gustado, de modo que no te lo pienses más. Sencillamente, acéptalo como un regalo.

John Barron vaciló antes de responderle, emocionado y todavía inseguro, y finalmente le sonrió:

– De acuerdo -dijo-, de acuerdo.

– En este caso -la sonrisa de Hiram Ott se ensanchó mientras levantaba una mano-, déjame ser el primero en llamarte Nicholas Marten.

1:15 h

Nicholas Marten se dio la vuelta en la cama y miró a través de la habitación a oscuras hacia la puerta. Estaba cerrada, con la cadena puesta; como lo había estado todo el tiempo. Tal vez el barman no hubiera hecho nada de nada. Tal vez Gene VerMeer no hubiera preguntado nunca por él.

1:30 h

Fuera, finalmente, Londres había quedado en silencio.

9

York House, clínica Balmore. Jueves 2 de abril, 11:30 h

Marten avanzó por el vestíbulo repleto de personal que supuso que eran médicos, enfermos, personal clínico y familiares de pacientes como él. Doce pasos y se metió por un pasillo menos transitado en dirección a las puertas de salida que había al fondo. Había pasado un par de horas con Rebecca y luego estuvo hablando brevemente con la doctora Maxwell-Scot, que le había dicho lo bien y lo rápido que su hermana se estaba aclimatando, tanto que ya la había inscrito en un grupo de terapia para aquella misma tarde. De nuevo, Rebecca le había dicho que si él estaba bien, ella estaría bien. Era algo típico de su hermana, que pensaba, y él lo sabía, tanto en ayudarlo a él como en tranquilizarse ella. Y él había puesto de su parte diciéndole que estaba bien y que estaba disfrutando, recuperando el sueño perdido y visitando Londres. Entre risas, le contó cómo había salido a explorar Londres la noche anterior y casualmente se había encontrado con Clementine Simpson en un pub. A ella le caía muy bien Clementine y pensó que era fantástico que se hubieran encontrado. Eso mantuvo la conversación divertida, ligera y aireada. De todo el resto no le contó nada, en especial de su casi encuentro con Gene VerMeer, ni tampoco el motivo por el que inicialmente había ido al pub. Ni tampoco le había dicho que llamó a Dan Ford tan pronto como llegó al hotel para decirle que había visto a VerMeer en Londres y para pedirle si podía enterarse de la implicación que la policía de Los Ángeles seguía teniendo en la investigación de Raymond.