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Ni tampoco le dijo nada de la llamada de Dan Ford aquella mañana, para informarle que VerMeer había pedido ir a Londres solo y que se le esperaba de vuelta en Los Ángeles a última hora de ese día. Ni de la advertencia de que la petición de VerMeer para ir solo a Londres probablemente significaba que el verdadero motivo de su viaje, quizá con la aprobación del LAPD, era buscar a John Barron, bajo la sospecha de que tal vez también siguiera investigando el rastro de Raymond. Ni tampoco le contó lo otro que Ford le había dicho, que creía que lo más conveniente ahora para Nicholas Marten era actuar con discreción y permanecer totalmente al margen de cualquier cosa en la que pensara que Raymond hubiera estado implicado.

Era una idea que todavía no se había quitado de la cabeza mientras se dirigía la salida, empujaba las puertas y salía a la calle, rumbo a su hotel, concentrado en el futuro y en lo que haría para asegurarlo una vez Rebecca fuera capaz de abandonar la clínica. Entonces vio un cartel que anunciaba un ballet especial que se celebraba en el auditorio Balmore ese domingo siguiente, 7 de abril.

¡7 de abril!

¡Otra vez aquella fecha!

De inmediato oyó su vocecita interior, y esta vez no le hablaba de «las piezas» sino que soltaba una auténtica exclamación: «¡7 de abril/Moscú!».

Así le vino la cruda consciencia de que, con todo lo que había estado haciendo, había perdido la noción del tiempo y el 7 de abril era ya el domingo siguiente. De pronto dejó de importarle lo que los investigadores rusos de Los Ángeles o los estudiantes rusos del Penrith's Bar hubieran dicho. Para Marten no era simplemente una fecha, ni un día como cualquier otro; era algo muy real porque Raymond lo tenía anotado. Si no era nada, ¿por qué lo había apuntado? ¿Qué era lo que él, o quien fuera que estuviera asociado a él, tenían planeado que sucediera aquel día en Moscú?

¿Y si la postura oficial adoptada por todas las agencias de seguridad, que descartaba la posibilidad de que las acciones de Raymond formaran parte de una conspiración mayor, no hubiera sido tan sólo una cortina de humo para seguir investigando a un nivel superior, sino realmente un punto y final a todo lo que él había estado tratando de averiguar? ¿Y si 7 de abril/Moscú fuera sencillamente otro de los breves apuntes de un loco fallecido y no tuviera significado para nadie más que él?

Entonces, ¿qué?

¿Le pasarían el caso a cualquier burócrata de quinta división y se olvidarían de él? La respuesta era que, probablemente, sí, porque no tenían nada más que les permitiera continuar. Ninguno de ellos lo había mirado nunca a los ojos, ni había contemplado su manera de moverse, ni habían percibido su arrogancia suprema. En las propias palabras de Raymond, las «piezas» seguían por ahí. ¿Y si esas «piezas» estaban preparadas para detonar en Moscú ese domingo siguiente?

«Basta -se dijo de pronto a sí mismo-. Basta ya de pensar en eso. ¡Quítate a Raymond de la cabeza! Recuerda la advertencia de Dan Ford y permanece al margen del caso y vive con discreción. Piensa en Rebecca y en tu propia vida, lo mismo que hiciste anoche. No hay nada que puedas hacer, de modo que mantente al margen.»

Marten respiró fuerte y siguió andando. Llegó a la esquina y esperó a que cambiara la luz del semáforo. De pronto el recuerdo de I.M lo acechó de nuevo, y con él otra vez la fecha del 7 de abril en Moscú.

Tal vez el 7 de abril fuera tan sólo una fecha normal y corriente y demasiado vaga como para tener ningún significado especial. I.M era casi igual de vago, pero un poco más concreto que una fecha, o que unas llaves de caja fuerte, o una casa, o una embajada, o un avión fletado del que nadie era capaz de saber nada más, porque I.M era casi seguro una persona. Y obviamente, VerMeer, fuera cual fuese su auténtica razón por ir a Londres, había pensado bastante en ello como para acudir al Penrith's Bar a preguntárselo al camarero.

Hoy era martes. Eso quería decir que todavía había tiempo. Si de alguna manera pudiera averiguar quién era ese, o esa, I.M. y encontrarlo, tal vez también pudiera saber qué iba a pasar en Moscú el domingo y, a su vez, evitarlo. Se lo hubiera prometido o no, era algo que tenía que hacer porque temía que nadie más lo haría.

De pronto dio media vuelta y volvió hacia la Balmore. Tal vez no hubiera tenido suerte con el camarero del Penrith ni con los estudiantes rusos, pero había alguien más que tal vez pudiera ayudarlo.

La oficina de la Fundación Balmore en la que trabajaba Clementine Simpson era pequeña y, de momento, tranquila, mientras la media docena de personas que se apiñaban en el espacio permanecían mirando impacientes sus pantallas oscurecidas de ordenador. Estaba claro que se habían colgado todos y que estaban esperando a que volvieran a funcionar.

– Señor Marten. -Clementine Simpson se levantó nada más verlo-. Qué agradable sorpresa.

– He estado con mi hermana y ya me iba, pero me he dado cuenta de la hora. He pensado que tal vez estés libre para almorzar.

– Bueno -sonrió y miró a las pantallas todavía fundidas, y luego a Marten-, pues sí.

10

Spaniards Inn, Spaniards Road, Hampstead, 12:20 h

– Éste era uno de los locales favoritos de Lord Byron y Shelley, y también del tristemente famoso bandolero del siglo XVIII Dick Turpin, que se paraba aquí a beber entre un asalto y otro -le contó Clementine Simpson mientras se sentaban a una mesa de un rincón de aquella taberna del siglo XVI, que daba a un jardín bañado de luz del sol-. Y éste es mi primer y último comentario histórico.

– Gracias -sonrió Marten.

Clem Simpson iba vestida como el día anterior, con el mismo tipo de traje aburrido, azul marino y un poco holgado. Esta vez le había añadido una blusa blanca recién planchada y abotonada hasta arriba y unos pequeños pendientes de oro de bucle que le colgaban justo dentro de la melena color caoba. A su manera, y aunque parecía empecinarse en ocultarlo, era bastante atractiva.

Un camarero con pinta de llevar allí desde los tiempos de Dick Turpin les llevó las cartas, y cuando les preguntó si deseaban beber algo, ella pidió sin pestañear una copa de Châteauneuf-du-Pape.

– Es un vino muy bueno del Ródano, señor Marten -le dijo.

– Nicholas.

– Nicholas -sonrió.

Nicholas Marten no bebía nunca al mediodía, pero por alguna razón miró al camarero y se oyó decir:

– Lo mismo para mí.

El camarero asintió con la cabeza. Marten lo observó alejarse y luego, tranquilamente y sin darle importancia, como si lo preguntara por simple curiosidad, sacó el motivo por el cual la había invitado realmente a almorzar.