– Sí -sonrió Marten-, ¿por qué?
– ¿Te gustaría hacerlo?
– ¿Volver a hacer el amor? -rio Marten, mientras le tiraba de la toalla-. Si tú estás dispuesta, yo también.
Ella retrocedió inmediatamente y se volvió a envolver con la toalla:
– Estoy hablando de la universidad. ¿Te gustaría ir a Manchester y estudiar diseño de paisajes?
– Estás de broma.
– Manchester está a tres horas en tren de Londres. Podrías ir a la universidad y seguir visitando a Rebecca siempre que quisieras.
Marten se la quedó mirando en silencio. Seguir sus estudios, en especial en el campo que completaría su sueño de la infancia, era algo que nunca, jamás se había planteado.
– Vuelvo a Manchester este sábado. -Clem se abrió la toalla y luego volvió a cerrarla, estrechándola más a su alrededor-. Ven conmigo. Puedes visitar la universidad, conocer a unos cuantos estudiantes, ver qué te parece.
– Vas a ir el sábado…
– Sí, este sábado.
13
Manchester, Inglaterra. Sábado 6 de abril, 16:45 h
Nicholas Marten y Clem Simpson llegaron en tren a la estación Piccadilly de Manchester justo a las 16:12, exactamente con treinta y un minutos de retraso y bajo una lluvia torrencial.
Hacia las 16:30 él se había registrado en una habitación del hotel Portland Thistle, de Portland Street, y quince minutos más tarde estaban los dos bajo el gran paraguas de Clem, cruzando el arco de piedra de un edificio gótico que tenía grabadas las palabras University of Manchester encima.
Para entonces -de hecho, hacia el final de la primera hora en el tren-, él ya había recibido un par de informaciones claras y separadas.
La primera provino de una llamada de la maternal detective rusa amiga de Clem, Sofía, que la informaba de que no sólo el barrio del Penrith's Bar había sido totalmente registrado en busca de alguien que respondiera a las iniciales I.M, sino que también se había investigado a toda la población de inmigrantes rusos de la ciudad de Londres y, para sorpresa de casi todos, ni una sola persona llevaba ni las iniciales, ni el apodo, ni respondía a la descripción que ella le había dado. Para divertirse, incluso aventuró que tal vez la bella dama de Nicholas le estuvo tomando el pelo y estas iniciales respondían a otra cosa -un lugar, un objeto-, o fuera el acrónimo de alguna organización. Pero no se les ocurrió nada. De modo que, por decirlo en otras palabras, si había algún afiliado ruso llamado I.M. en aquella parte de Inglaterra, no había nadie que lo conociera o hubiera oído hablar de él. Esto, por supuesto, dejaba abierta la posibilidad de que el personaje con quien Raymond iba a reunirse no fuera un ruso residente en Londres, sino alguien que viniera de otro lugar. Eso, o que I.M. no fuera ruso en absoluto. En cualquier caso, su último rayo de esperanza de descubrir a I.M. se había esfumado, a menos que estuviera dispuesto a revolver el planeta entero buscándolo o buscándola.
La segunda información llegó, para su absoluta sorpresa, cuando se enteró de que Clementine Simpson no era sencillamente Clem, o la señorita Clementine Simpson o, por ejemplo, la profesora Simpson; era lady Clementine Simpson, la única hija de sir Robert Rhodes Simpson, conde de Prestbury, miembro de la Cámara de los Lores, Caballero de la Orden de la Jarretera, el rango más alto de la caballería inglesa, y miembro prominente del consejo de gobierno de la Universidad de Manchester. Eso significaba que lady Clem -la compañera de viaje de Marten, recientemente nombrada supervisora de estudios, miembro orgulloso y dedicado de la Fundación Balmore y amante del sexo en la bañera- era algo que todavía no le había confesado: un miembro con título de la aristocracia británica.
La revelación surgió de la nada cuando el revisor del tren se detuvo junto a sus butacas del vagón de primera clase y le dijo:
– Bienvenida a bordo, lady Clementine, es un placer verla de nuevo. ¿Cómo está su padre, lord Prestbury?
Entablaron una breve conversación y luego el hombre siguió controlando los pasajes. Apenas se hubo marchado, una mujer tipo matrona muy bien vestida que avanzaba por el pasillo también reconoció a Clem y le preguntó prácticamente lo mismo. ¿Cómo estaba? ¿Cómo estaba lord Prestbury?
Marten fingió educadamente ignorar ambas conversaciones, pero cuando la mujer se hubo alejado, miró a Clem, levantó una ceja y dijo:
– ¿Lady Simpson?
Fue entonces, y a regañadientes, cuando Clem se lo contó todo: cómo había nacido en el seno de una familia rica y aristócrata, cómo su madre había muerto cuando ella tenía doce años y cómo, desde aquel momento, ella y su padre se habían más o menos apoyado el uno al otro, y cómo, tanto de niña como ya de mayor, odiaba tanto el título y la insolencia de la clase alta y trataba de mantenerse lo más alejada posible de aquel ambiente. Sin embargo, era una misión complicada, teniendo en cuenta que su padre era un miembro eminente de la nobleza británica -además de una fuerza muy respetada, poderosa y empecinada tanto en los círculos políticos como en el sector privado, en el que figuraba en los consejos de administración de varios grandes grupos empresariales- y que esperaba de ella que lo representara totalmente siempre que la ocasión lo mandara. Eso era demasiado a menudo, en opinión de Clem, y le complicaba mucho la vida porque «él está increíblemente orgulloso de su linaje, de su prominencia, de su Reina y de su patriotismo». Era un porte y una actitud que a ella la hacía volver loca.
– Puedo entenderte perfectamente -dijo Marten, con una ligera sonrisa.
– No, señor Marten -respondió ella, encendida, los ojos brillantes de rabia-, si no lo has vivido, ni siquiera puedes a empezar imaginarte lo que es.
Con esta frase se volvió a mirar hacia otra parte y sacó un libro grueso de bolsillo de su bolso; David Copperfield, de Charles Dickens. Lo abrió con un gesto final de rabia y se propuso concentrarse en su lectura. Era el mismo «fin de la conversación» emocional que había utilizado con él en el Spaniards Inn, cuando Nicholas le pidió ayuda para encontrar a I.M., o su zorrita, como ella misma había dicho de manera cortante, antes de ponerse a leer la carta.
Nicholas la observó un momento y luego miró el paisaje inglés que se deslizaba por la ventana. Clem, o lady Clem, era distinta a todas las mujeres que había conocido hasta ahora. Totalmente abierta con sus emociones -al menos con él-, era también una mujer culta, divertida, brusca, vulgar, furiosa y fascinante, por no mencionar su manera de ser a menudo alentadora y cariñosa. Mostrarse más que un poco fastidiada con toda la idea de pertenecer a la clase alta y a los nacidos en una familia de alcurnia había sido algo que, al final, resultaba divertido. El problema era que todo aquello, como Clem, el mismo viaje a Manchester y los días que llevaban hasta allí, estaba teñido de algo más: dos pistas sin resolver: el avión fletado y 7 de abril/Moscú.
El miércoles por la mañana había llamado a Dan Ford a Washington para preguntarle si había alguna información más sobre Aubrey Collinson, el hombre que había fletado aviones en dos ocasiones para recoger a Raymond, desde Kingston, Jamaica, y que había entregado a la tripulación documentación falsa para que se los facilitaran al llegar a California. De nuevo, Ford le había advertido que se mantuviera al margen, pero Marten lo apremió y Ford le dijo que la CIA y el Ministerio de Justicia ruso había mandado investigadores tanto a Kingston como a Nassau, desde donde los vuelos habían partido. Por declaraciones hechas a posteriori, ambas agencias informaron del mismo callejón sin salida que habían encontrado antes. El piloto del avión había recibido simplemente el sobre con documentación de manos de su supervisor, quien le pidió que se lo entregara al cliente al que iba a recoger. No había nada raro en ello. Ni tampoco había nada especialmente raro en el hombre que se presentó como Aubrey Collinson, un tipo al que el supervisor recordaba como de unos cincuenta años, que hablaba con acento británico y llevaba gafas de sol y un traje elegante, y que pagó el servicio en efectivo. El hecho de que hubiera vuelto a encargarlo una segunda vez cuando su hombre perdió el primer vuelo en Santa Mónica, pidiendo que volvieran a mandar el avión, pero esta vez a un aeropuerto distinto, podía haber levantado sospechas, pero no lo hizo. Kingston y Nassau eran universos muy especiales, habitados mayormente por los muy ricos -de los cuales una parte habían hecho sus fortunas de manera legal, y otra parte igual, si no mayor, lo habían hecho ilegalmente, pero casi todos ellos preferían mantener sus asuntos privados con la mayor discreción y usaban terceras partes para llevar a cabo sus transacciones y solían pagar sus vuelos a Estados Unidos en dólares-.Era un mundo en el cual hacer negocios dependía de no hacer más preguntas que las imprescindibles, y convertía la posibilidad de descubrir a alguien que no quería ser descubierto -en especial por la policía, la prensa o los agentes de gobiernos extranjeros- en una misión casi imposible.