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—Eso es absurdo. ¿Crees que mi ego esté tan envuelto en esos poemas como para entrometerme en tu Ida, simplemente para que vivieras para...? No. Me gusta pensar que mi juicio es objetivo.

—Tal vez estás equivocado. Podrías descalificarte como mi Guía. Simplemente por si acaso...

—No. Soy tu Guía.

—¿Vamos a discutir, entonces, si me permitirán Ir o no?

—Claro que no, Henry. Sólo queremos que comprendas lo que significa el paso que has pedido dar.

—Lo que significa es que moriré. ¿Es una cosa tan compleja de entender?

Bollinger parecía turbado por las palabras bruscas que escogió Staunt. Se intentaba no relacionar la Ida con la muerte. Se debían emplear eufemismos.

Dijo:

—Henry, sólo quiero seguir el procedimiento metódico.

—¿Qué es..?

—Vamos a llevarte a una Casa de Despedida. Luego te pediremos que examines el alma a ver si estás tan listo para Ir como piensas. Es todo. La decisión final de cuándo Irás quedará en tus manos. Si insistieras, podrías Ir esta noche; no nos opondríamos. No podríamos. Pero, por supuesto, tal precipitación sería impropia.

—Como quieras.

—La Casa de Despedida que recomiendo para ti —dijo Bollinger— se llama Omega Prima. Está en Arizona —una hermosa región del desierto rodeada de montañas— y el personal es excelente. Podría mostrarte folletos de varias otras, pero...

—Me fío de tu decisión.

—Bien. ¿Me dejas usar el teléfono?

A Bollinger le costó menos de un minuto hacer la reserva. Por primera vez Staunt sintió la inexorabilidad del curso de los acontecimientos. Estaba a la salida. Ya no podía volverse atrás. Nunca tendría la audacia de cancelar su Ida una vez establecida su residencia en Omega Prima. ¿Pero por qué, se preguntó, mostraba aún estos leves temblores de vacilación? ¿Ya había empezado Bollinger a socavar su resolución?

—Ya está —dijo Bollinger—. Tendrán el apartamento preparado dentro de una hora. ¿Te gustaría salir esta noche?

—¿Por qué no?

—Bajo nuestro procedimiento —dijo Bollinger— se notificará a tu familia tan pronto hayas llegado allí. Lo haré yo mismo. Se nombrará a un guardián para encargarse de tu casa; estará cerrada y puesta bajo guardia mientras se espera la transferencia de tu propiedad a los herederos. En la Casa de Despedida tendrás el consejo legal que requieras, ayuda para distribuir los bienes, etcétera, etcétera. No se dejará ningún asunto pendiente. Todo irá bien, tranquilamente.

—Espléndido.

—Y eso termina la parte oficial de mi visita. Puedes dejar de pensar en mí como tu Guía durante un rato. Naturalmente, estaré contigo durante una gran parte del tiempo que pases en la Casa de Despedida, encargándome de contestar tus preguntas o dudas, y haciendo que las cosas sean tan fáciles para ti como pueda. Por el momento, no obstante, estoy aquí simplemente como tu amigo, no como tu Guía. ¿Te gustaría charlar? No de Ir, quiero decir. De música, política, el tiempo, lo que te guste.

Staunt dijo:

—Por alguna razón, no me siento con humor de hablar.

—¿Te dejo solo?

—Creo que sería mejor. Empiezo a pensar en mí como uno que Parte, Martín. Me gustaría tener unas horas para acostumbrarme a la idea.

Bollinger se inclinó torpemente.

—Debe ser un momento difícil para ti. No quiero entrometerme. Volveré un poco antes de la hora de cenar, ¿está bien?

—Bien —dijo Staunt.

3

Más tarde, sintiéndose a la deriva, Staunt vagaba por la casa, preguntándose cuánto tiempo pasaría antes de que cambiara de idea. No daba crédito a la hipótesis halagadora y esperanzada de Bollinger de que aún podría tener importantes obras de arte para dar al mundo; Staunt sabía que no. Si alguna vez tuviera una deuda de creatividad que pagar a la humanidad, ya hacía mucho que la había pagado íntegramente, y la civilización no tenía que temer que fuera a perder nada importante con su Ida. Aún así, podría encontrar difícil, al fin y al cabo, separarse de todo lo que amaba. ¿Se debilitaría su resolución al ver sus posesiones tan conocidas? Aquí están las cosas memorables de una larga vida acomodada: las máscaras africanas, las ollas Pueblo, el manuscrito de Mozart; el pequeño clavicordio isabelino, el pedrusco rodado de la luna, la escudilla Sung, los canopes, las miniaturas persas, las pistolas de duelo, las monedas griegas; todas las cosas elegantes que había coleccionado durante sus años de viajes. En otro tiempo le había parecido insoportable pensar que hubiera podido separarse de estos preciosos objetos. Para él habían cobrado vida, tanto que cuando una torpe máquina de limpiar derrumbó una estatuilla chipriota y la hizo pedazos había llorado, no por la pérdida monetaria, sino por la pena que imaginaba que sufriera la pequeña criatura de arcilla, por la humillación que debió sentir al ser destruida. La imaginaba lanzándole amargos reproches: ¡Yo sobreviví cuatro mil años para hacerme tuya y dejas que me rompa! Igual que una niña puede jugar con sus muñecas como si estuvieran vivas y hablarles y pedirles perdón por desatenciones imaginarias. Era —desde siempre lo sabía— una actitud tonta, sentimental, incluso despreciable, este afecto que sentía por sus posesiones inanimadas, esta solemne, cariñosa preocupación por su «confort» y sus «sentimientos», esta manera de llamarles «él» o «ella», personificándolas, y de preocuparse de que si una pieza apreciada recibía o no un sitio de exhibición que fuera satisfactorio para su amor propio. Admitía la idea medio-oculta de haber creado una familia, una entidad especial al reunir esta mezcolanza de artefactos de cien culturas y de cien épocas.

Ahora, sin embargo, deliberadamente se enfrentaba con la fea realidad: cuando él se hubiera Ido, su «familia» estaría dispersada, sus cosas amadas se venderían o se regalarían, algunas sin duda perdidas o rotas en el camino, algunas para terminar en los estantes llenos de polvo de gente ignorante; ninguna conocería jamás el cariño de dueño que él les había dado en abundancia. Y no le importaba. Salvo de la manera más distante y abstracta, simplemente no le importaba. Se había extinguido la vida de ellas y no eran más que máscaras y ollas y trozos de hueso y de papel; objetos interesantes, costosos y atractivos, pero les faltaba todo sentimiento. Objetos. No necesitaban mimo. No tenía él la obligación de preocuparse por su bienestar. De alguna manera, sin notarlo, sus posesiones habían dejado de ser sus animales cuidados y no sentía pena al pensar en separarse de ellas. Debo de estar verdaderamente listo para Ir, se dijo.

Aquí, en el nicho del estudio, estaba su familia verdadera. Una pila de cubos-retrato: la mujer, los dos hijos, los nietos, los bisnietos, cada uno grabado en una brillante caja plástica de cuatro centímetros de altura. Había tantos de ellos: ¡docenas! Había tenido sólo los dos hijos que se permitían socialmente, y también sus hijos habían tenido sólo dos y ninguno de sus nietos ni bisnietos habían tenido más de tres, pero ¡mira el montón de cubos! La multitud de ellos era el más claro argumento en favor de la idea de Ir. Simplemente había que dejarles lugar, o todo el mundo estaría inundado por la corriente de los futuros jóvenes. Por supuesto, en un mundo donde prácticamente nadie moría salvo de forma voluntaria, y eso sólo a una edad muy avanzada, las familias sí tendían a crecer sorprendentemente mientras nacían las nuevas generaciones. Incluso una familia pequeña —y en estos días no había de otro tipo— estaba destinada a hacerse enorme en el curso de ochenta o noventa años por la progresión compuesta de la fertilidad controlada pero persistente. Todo eran adiciones y no substracciones. O muy pocas. Y así se amontonaban los números. ¡Mira todos los cubos!

Los cubos eran cosas ingeniosas: simulaciones de la personalidad activadas por computadoras. Todo el mundo se hacía cubicar por lo menos una vez, y los que tenían más hambre de esa rara especie de inmortalidad que ofrecía el cubicar, mandaban hacer nuevos cubos cada dos o tres años. El proceso mismo era una simple transferencia electrónica; costaba alrededor de una hora hacer un cubo. Las máquinas exploradoras registraban la voz y formas lingüísticas, las costumbres de movimiento, las expresiones de la cara, el conjunto entero de reacciones y respuestas normales. Una serie de exámenes de la personalidad, astutamente perceptivos, daba un perfil del carácter. Éste también entraba en el cubo. Y ellos acababan teniendo tu alma en una caja. Al enchufar el cubo en la ranura del receptor, tú cobrabas vida en la pantalla, sonriendo como sonreirías de veras, moviéndote como te moverías, sonando tu voz como sonaría, diciendo las cosas que probablemente dijeras. Claro que la cosa en la pantalla era irreal, una maqueta mecánica, una falsa aproximación de la persona que había sido cubicada; pero estaba programada para responder a la conversación y a iniciar sus propios juegos conversacionales sin el estímulo de entradas previas, a absorber nuevos datos y cambiar su perspectiva a la luz de lo que oía; en resumen, se comportaba no como un retrato helado sino como la imitación convincente de la persona viva de quien estaba sacada.