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—¿Se lo has dicho a Paul y a Crystal?

—Todavía no. He tomado la decisión hoy. Pero tendré que hacérselo saber, o la Oficina lo hará por mí. Ellos recibirán la mayoría de mis bienes. Le daré el cubo tuyo a Paul. Todo se hace con mucha eficacia para uno que Parte.

—¿Cuándo a más tardar vas a... Ir?

Staunt se encogió de hombros.

—Aún no lo sé. Un mes, dos meses; no hay que tener prisa.

—Parece que no quieres hacerlo realmente.

Negó con la cabeza.

—Lo quiero hacer, Edith. Pero de una manera civilizada. Despedirme de la forma apropiada. He vivido mucho tiempo, no puedo renunciar a todo en un solo día. Pero no me quedaré aquí mucho más tiempo.

—Te echaré de menos.

Meditaba él sobre la intrincada confusión de eso. El cubo echando de menos a un hombre vivo. Riéndose entre dientes, dijo:

—Paul tocará mi cubo para ti, y el tuyo para mí. Nos hablaremos por medio de la maquinaria. Siempre nos tendremos tú y yo.

La imagen de Edith extendió la mano hacia él. Él maldijo la torpeza de la simulación. Suavemente tocó la pantalla con las yemas de los dedos haciendo una especie de contacto con ella a través de las décadas, a través de las barreras que les separaban. Le echó un beso. Luego, rápidamente, antes de que le venciera el sentimentalismo arrancó el cubo de la ranura y lo puso junto a los de sus hijos. De prisa, casi tropezando, entró en el estudio.

El cuarto grande contenía los restos tangibles de su larga carrera. A este lado, la música misma en ejecuciones grabadas: discos y cassettes para las obras tempranas, brillantes cubos de reproducción para las más recientes. Aquí estaban los manuscritos uniformemente encuadernados en tafilete, una de sus pequeñas vanidades. Aquí estaban los álbumes de recortes de reseñas y programas de conciertos. Aquí estaban los trofeos. Aquí los volúmenes de sus obras de crítica. Staunt había sido un hombre ocupado. Miró los titulares del lomo de los manuscritos: las sinfonías, los cuartetos de cuerda, los conciertos, las obras misceláneas de cámara, las canciones, las sonatas, las cantatas, las óperas. Tanto. Tanto. Había tanteado casi todas las formas. Su música era cortés, agradable, conservadora, incluso un poco académica, pero no pedía disculpas por ello: había seguido las voces interiores dondequiera que le llevaran aunque le hubieran llevado a la rebelión y a obras fulminantes. Había ofrecido placer por medio de su obra. Había añadido algo al pequeño tesoro de belleza del mundo. Era el logro respetable de una vida. Si hubiera tenido más pasión, más turbulencia, más dinamismo, quizá hubiese sacudido al mundo como lo había hecho Beethoven o Wagner. Pero nunca había poseído el gran gesto capaz de hacer vibrar; lo había hecho lo mejor que pudo, y a su manera había logrado bastante. Unos hombres curan a los enfermos, otros sosiegan las almas de los angustiados, otros hombres inventan máquinas maravillosas, y algunos hacen canciones y sinfonías porque tienen que hacerlo y porque es todo lo que pueden hacer para enriquecer al mundo al que fueron arrojados. Aún ahora cuando la llama de su vida ardía débilmente, cuando todo le parecía sin sentido y vacío, Staunt creía que no había malgastado su tiempo llenando este cuarto con lo que contenía. Nunca en los últimos cien años había pasado una semana sin que se ejecutara una de sus composiciones en alguna parte. Esa era justificación suficiente para haber compuesto, para haber vivido.

Encendió el sintetizador y descansó levemente los dedos en las teclas; ellas, por propia voluntad, tocaron el motivo de apertura de su sinfonía Venus del año 1989, su primera obra madura. Qué lejos parecía todo eso ahora: el otoño resplandeciente de triunfos mientras la dirigía personalmente en una docena de capitales con los críticos intrigados y todo el mundo —desde los descontentos aficionados de Brahms hasta los corifeos de la vanguardia— apresurándose a abrazarle como el redentor de la música seria. Por supuesto hubo más tarde una reacción en contra de esos histéricos elogios excesivos, cuando los modernos decidieron que nadie tan popular podría ser bueno de ninguna manera y los conservadores empezaron a encontrarle demasiado moderno, pero tales cosas eran de esperar. Él había ido por su propio camino. Al fin otros habían reconocido su genio, un genio limitado y restringido, un pequeño y tranquilo genio; pero, no obstante, era genio. Mientras el mundo salía de las tormentas de la amarga segunda mitad del siglo XX, mientras la nueva sociedad de la paz y la armonía se formaba sobre los escombros de la vieja, Staunt creaba la música que le hacía falta a una época más sosegada, y pasó a ser su voz lírica.

Ahora. Metió un cubo en la ranura de reproducción. El dulce grito de su quinteto de viento. Ahora: Las pruebas de Job, su primera ópera. Ahora: Tres órbitas para cuerdas y generador de éxtasis. Ahora: Polifonías para cinco mundos. Los tocó todos a la vez, haciendo brotar briosas marañas de sones de la colección de altavoces del cuarto; y se quedó de pie en el centro temblando un poco, aceptando la andanada sónica y desenredándolo todo en su mente.

Después de quizá cuatro minutos cortó el sonido. No le hacía falta tocar la música; estaba toda dentro de su cabeza en cualquier momento que la quisiera. Acarició ligeramente los lomos relucientes y suaves de sus álbumes que contenían cuidadosamente pegada toda la documentación de sus éxitos y sus fracasos ocasionales. Pasó los dedos por la fila de manuscritos encuadernados. Tanto. Tanto. Una vida productiva tan larga. No tenía quejas.

Dijo al teléfono que le pusiera con la Oficina de Realización otra vez.

—Mi Guía es Martín Bollinger —dijo—. ¿Podría avisarle que me gustaría pasar a la Casa de Despedida tan pronto como sea posible?

4

Bollinger, sentado junto a él en el cóptero se inclinó hacia la ventana y señaló abajo con el dedo.

—Ésa es —dijo— Omega Prima: exactamente abajo.

La Casa de Despedida parecía un hilo de pabellones como tiendas blancas y diáfanas, colocadas en forma de U alrededor de un patio-jardín. El sol de las últimas horas de la tarde teñía los pabellones de oro y de rojo. Los colmillos desnudos de las montañas ligeramente moradas surgían por el norte y por el este; al otro lado de Omega Prima el desierto llano y marrón de Arizona, picado de cactos y de paloverdes se extendía hacia el oscuro horizonte.

El cóptero aterrizó en silencio. Cuando se abrió la compuerta, Staunt sintió el golpe del calor.

—No modulamos el clima de afuera aquí —explicó Bollinger—. La mayoría de los que Parten lo prefieren así. Contacto con el ambiente natural.

—No me importa —dijo Staunt—. Siempre me ha gustado mucho el desierto.

Se había reunido un grupo para darle la bienvenida cuando saliera del cóptero. Tres miembros del personal de Omega Prima vistiendo batas con el monograma del emblema de la Realización. Cuatro ancianos marchitos evidentemente esperando su inminente Ida propia. Un robot de transporte con su silla de ruedas ya colocada. A Staunt que avanzaba cuidadosamente sobre la accidentada superficie salpicada de cantos del campo de aterrizaje, le avergonzaba esta atención. Dijo en voz baja a Bollinger:

—Diles que no me hace falta la silla. Todavía puedo caminar. No soy ningún inválido.

Se apiñaron alrededor de él presentándose: el doctor James, la señorita Elliot, el señor Falkenbridge. Éstos eran del personal. Los cuatro que Partían le graznaron sus nombres también, pero Staunt estaba tan asombrado por su aspecto que se le olvidó prestar atención. Las caras consumidas, las manos paralíticas como garras, la piel de pergamino; ¿él se veía así también? Hacía años que no veía a nadie de su misma edad. Tenía la impresión de que había pasado por sus catorce décadas bien conservado, pero tal vez fuera sólo una ilusión nacida de la vanidad, quizá fuera realmente una ruina igual que estos cuatro. A menos que fueran mucho mayores que él, de ciento setenta y cinco o ciento ochenta años, justamente en los límites de lo que era la duración humana de la mortalidad ahora. Staunt les miró fijamente, maravillado, lleno de admiración y consternado por sus sonrisas repletas de encías.