Sin permitirle siquiera abrir los ojos la poseyó de nuevo, ella tuvo su orgasmo entre sueños y se quedó muy quieta, mientras Oberlus se introducía en unos rojos pantalones demasiado anchos, cruzaba al cinto sus dos pesados pistolones, y salía tomando el catalejo y el machete.
Trepó a la cima, se instaló en su atalaya, y oteó el mar, cerciorándose de que no se distinguía señal alguna de navío en el horizonte.
Ya no aguardaba, ansioso, la presencia de una vela en la distancia. Ahora no necesitaba más que lo que tenía, y hubiera deseado que ningún otro barco recalase jamás en «sus aguas». Cinco súbditos, una mujer, y abundante existencia de víveres, pólvora, ron y libros era cuanto precisaba para sentirse feliz y satisfecho, y odiaba la idea de tener que convocar una vez más a sus esclavos, amordazarlos, esconderlos y pasar luego largas horas inquieto por la posibilidad de que los intrusos descubrieran que en algunas zonas de la isla existían bancales de cultivo, árboles frutales, aljibes y huellas inequívocas de que aquella roca en apariencia solitaria estaba poblada por seres humanos.
Despejado el horizonte, dedicó la atención a sus cautivos que tenían la obligación de estar trabajando desde el alba, y advirtió al instante, la desaparición del piloto portugués.
Lo buscó con el catalejo, a todo lo largo y lo ancho de la zona que le había asignado, pero no necesitó mucho tiempo par convencerse de que, lo que siempre había supuesto, acababa d ocurrir.
No le tomaba por sorpresa, y casi le alegraba el hecho de que a fin se hubiera decidido a dar el paso, porque le hubiera molestado equivocarse con respecto a Gamboa, su mentalidad, y su futuro forma de actuar.
Se cercioro de que los otros cautivos se mantenían en sus puestos, tranquilos y ajenos a la desaparición de su compañero comprobó que las pistolas estaban cargadas, empuñó decidido el afilado machete y emprendió el descenso, colina abajo, espantando a su paso a las colonias de albatros gigantes.
Cauteloso, atento a las emboscadas o a cualquier tipo de trampa, inspeccionó con suma atención la parcela de la isla de la que faltaba Gamboa, y descubrió la roca que utilizara como yunque, las destrozadas piedras el roto eslabón.
No necesitó mucho más para hacerse una idea de lo que había ocurrido. Su enemigo disfrutaba ahora de una cierta libertad de movimientos, probablemente se había agenciado algún tipo de arma, y se escondía en cualquier rincón del islote, dispuesto a caer sorpresivamente sobre él.
También podría ocurrir, y en eso estribaba quizás el mayor riesgo, que la intención del portugués fuera la de mantenerse oculto hasta la llegada de un barco, mostrarse sólo entonces y conseguir, con ayuda de su tripulación, dar una batida, descubrir su escondite y destruirle.
No le quedaba por tanto más remedio que buscarle dondequiera que se ocultase y acabar con él.
Su primer paso fue ocultar convenientemente maniatados a los restantes cautivos, y aunque en aquella ocasión no los amordazó, advertencia fue suficientemente explícita:
— No estaré lejos… — dijo —. Y si os oigo, vendré y os cortaré dos dedos a cada uno, sin importarme quién haya gritado…
Camufló con el cuidado de siempre la puerta de la cueva que comenzó, paciente y metódico, la búsqueda del piloto portugués.
Gamboa, Joao Bautista de Gamboa y Costa, ex primer piloto del Río Branco, encontró refugio bajo el saliente de una laja de roca, donde, acostado y pegado a ella, resultaba por completo invisible desde tierra, incluso para quien pasara a un metro sobre su cabeza.
Cuando la corta marea alcanzaba su punto más alto, las olas llegaban mansamente hasta él y se veía obligado a acompasar su respiración al flujo y reflujo, por lo que abrigó el convencimiento de que, en cualquier otro océano que no fuera el Pacífico y sus tranquilas aguas, semejante escondite hubiera resultado por completo impracticable.
Evocó el violento batir del mar contra la costa de su Cascaes natal, y dio gracias a Dios porque no se tratara del mismo océano, ya que el violento Atlántico le hubiera destrozado contra la pared del fondo de su refugio con la primera embestida.
Así pues, la mitad del tiempo en seco, la otra mitad empapado, dejó que las horas del sol se desgranasen lentas. Doce. Ni una más ni una menos, minuto a minuto, y aunque trató por todos los medios de administrar su escasa agua potable, el enemigo al que más temía de momento, la sed, le asaltó al final de la tarde debido al pesado calor y el salitre.
Las manos, completamente despellejadas, le ardían con un dolor sordo, latente e insoportable, y se veía obligado a lanzar un gemido cada vez que necesitaba coger algo o afianzarse a las rocas.
Vio al sol descender sobre el horizonte, justo frente a él y aguardó pacientemente a que se ocultara por completo ensuciando de rojo un cielo tachonado de nubes altas e increíblemente largas.
Era un hermoso espectáculo en verdad, pero Joao Bautista de Gamboa y Costa no se encontraba en situación de apreciarlo, y tan sólo rogaba para que durase lo menos posible y las tinieblas se abatiesen con rapidez sobre la isla.
Ya a oscuras, vadeó de nuevo la costa, siguiendo el camino a la inversa, y cuando puso el pie en tierra firme, se tumbó en la arena y aguardó muy quieto y con el hacha aferrada todo lo firmemente que le permitía su agarrotada mano, atento al más mínimo movimiento que se detectara en la isla.
Casi media hora después avanzó arrastrándose, centímetro a centímetro, consciente de que su vida dependía de su paciencia y de que el tiempo era lo único que tenía a su favor en la lucha que había emprendido.
Un rabihorcado aleteó a unos metros de distancia, y se aplastó contra el suelo, aterrorizado. Cuando el corazón dejó de latir queriendo escapar de su pecho, gateó hasta el ave, la apartó con suavidad, y se apoderó del único huevo que incubaba. Lo cascó contra una pequeña piedra, y se lo bebió con ansia. Buscó luego otros nidos y otros huevos, y fue consumiendo glotonamente todos aquellos que no contenían un embrión de polluelo.
Sus ojos se habían habituado ya a la oscuridad, lo que le permitía distinguir los contornos a cinco o seis metros de distancia, y eso hizo que media hora más tarde diera al fin con lo que venía buscando: un grupo de rocas que conformaban en su centro una diminuta hondonada que contenía un agua limpia y fresca que le supo a gloria.
Durmió allí mismo un par de horas, debió de nuevo, llenó la calabaza y continuó su incursión sin alejarse nunca de la costa, hasta tropezar con el tronco de un grueso cactus, a cuyo pie descubrió a una pacífica iguana de tierra que no hizo gesto alguno al verle y se dejó atrapar sin oponer resistencia.
Hubiera preferido retorcerle el cuello en silencio, pero ni siquiera tenía fuerzas suficientes para ello y optó por aplastarle la cabeza con el hacha de piedra.
La devoró despacio, cruda y casi palpitante, venciendo su repugnancia y permitiendo que la sangre le chorreara por el rostro y el cuello, pues tenía la plena seguridad de que si no recuperaba sus maltrechas fuerzas, jamás podría enfrentarse a su enemigo.
El alba le sorprendió ya de vuelta al refugio, donde aprovechó, media mañana, el descenso de la marea para dormir a gusto por primera vez en cuarenta y ocho horas.
Al octavo día, Oberlus comenzó a irritarse. Había registrado la isla palmo a palmo, sin olvidar una sola cueva, ni el más diminuto bosquecillo de cactus, barranco o recoveco, y no sólo no había encontrado al fugitivo, sino que ni siquiera había descubierto una simple huella de su paso.
Cada dos días se veía en la necesidad de liberar temporalmente al resto de los cautivos cuyo estado físico y mental se deterioraba a ojos vista, sucios, demacrados y atemorizados, y anhelaba regresar a la rutina de su vida diaria, tumbado en la cumbre del acantilado, vigilando su reino, leyendo durante largas horas y disfrutando del hermoso cuerpo de su prisionera.