Le miró divertida:
— ¿Tú nunca sucumbiste…?
Oberlus rió a su vez:
— ¿Quien iba a tentarme a mí, con esta cara…? — cambió de tono —. No. Ni siquiera los afeminados quisieron nunca tener tratos conmigo… — hizo una pausa en la que revolvió con un palo las cenizas de los libros —. ¿Sabías que jamás llegué a hablar con nadie más de cinco minutos…? Nadie parecía tener nunca nada que decirme… — movió de un lado a otro la cabeza como si se negara a creer en su propio pasado —. Pedir algo más de cinco minutos de atención a lo largo de toda una vida, no es pedir mucho, pero, sin embargo, nunca me los concedieron.
— Para alguien que presume de que la humanidad no le importa una mierda, te autocompadeces demasiado… — señaló Niña Carmen —. ¿O es que te estás justificando…?
La miró con mal contenida rabia, o tal vez con desprecio.
— No. No necesito justificarme… — replicó —. Y menos ante ti, que no tienes justificación posible.
— ¿Cómo puedes estar tan seguro…? ¿Qué sabes en realidad tú de mi vida…?
— Me basta con la forma en que te has comportado desde que estás aquí… — fue la respuesta —. Aquel día, cuando, después de todo lo que te había hecho, no fuiste capaz de disparar contra mí comprendí realmente cómo eres… — No todos somos asesinos…
— Matarme en aquel momento no podía considerarse un asesinato… Era una obligación. Pero no lo hiciste porque te gustaba que yo, un ser repelente al que nadie se ha aproximado nunca por propia voluntad, te mantuviera esclavizada… ¿Quién si no te iba a dar por el culo o te iba a humillar de ese modo…? Te va a resultar difícil encontrar a alguien como yo si algún día consigues librarte de mí… Si lo consiguieras, si lograras escapar acabarías de puta en una taberna de puerto, acostándote con cualquiera a cambio de unas monedas que ofrecerle luego al chulo que te diera una paliza… Ese es tu espíritu… — concluyó —. Y más posibilidades tengo yo de cambiar de cara, que tú de cambiar de instintos.
Niña Carmen acarició con ternura el abultado vientre que parecía ya a punto de reventar.
— Mi hijo me hará cambiar… — aseguró —. Será un hermoso niño, y tendré a quién dedicar mi vida… Cuando una mujer tiene un hijo olvida sus fantasías.
Él la observó largamente. Al fin negó:
— Tú no… A ti nadie te hará olvidar… Así naciste, y así morirás…
•
Los dolores comenzaron a media tarde, y gritó durante horas, sudando y retorciéndose, llorando, rezando e insultando al «maldito monstruo repelente que le había hecho concebir otro monstruo que pretendía matarla desde dentro».
La Iguana Oberlus guardaba silencio, a la espera, procurando recordar las instrucciones que había recibido, y tratando de no pensar en el hecho de que había llegado la hora y muy pronto tendría que tomar la decisión más importante de su vida.
La criatura que iba a nacer era su hijo; lo único que podía considerar auténticamente suyo en esta vida, y el único recuerdo, también, que dejaría al mundo el día en que muriera, pero aun así, confiaba en tener valor para arrojarlo al precipicio, antes siquiera de que comenzara a llorar, si es que llegaba a la conclusión de que habían engendrado un nuevo Oberlus.
Había dedicado mucho tiempo a pensar en ello, e incluso hubo un momento — antes del incidente con el barco inglés — en que abrigó la esperanza de que tal vez el niño podría vivir en una isla donde no había espejos y donde nadie se atrevería a decirle nunca cómo era su rostro.
Sería «su hijo», su heredero, «Rey de Hood» y de todos sus esclavos y riquezas, educado por su padre en el convencimiento de que ellos dos tenían razón y eran perfectos, y como tenían también la fuerza, el resto de los humanos debían servirles y obedecerles.
Pero ya incluso ese sueño era imposible, y si nacía contrahecha, la criatura estaba condenada a seguir sus huellas, no como príncipe heredero de una isla, sino como la más aborrecida de las criaturas vivientes.
Recordó su niñez y comprendió que él, menos que nadie, tenía derecho a hacer pasar a un ser humano por un calvario semejante al que había padecido en aquellos años. La vida no era algo tan valioso como para tener que pagarla a tan alto precio, sobre todo cuando aún no se conocía y no se tenía, como él, rabia por vivirla y ansia de venganza.
El niño pasaría en un instante del caliente vientre de su madre a un tibio mar en el que se hundiría eternamente sin conciencia siquiera de que había llegado a respirar.
De la nada a la nada, ahorrándose al propio tiempo un larguísimo viaje a través del dolor para alcanzar, a la postre, el mismo punto.
¿Qué significado tenía aceptar de antemano un calvario tan amargo como el suyo, cuando se abrigaba el absoluto convencimiento de que no existía un más allá después de la muerte que compensara por tan terrible cúmulo de padecimientos?
Él, Oberlus, la Iguana, el hijo del Averno, la bestia hedionda de la que todos renegaban, «sabía» que no había Dios, ni Cielo, ni Infierno que justificasen una sola lágrima de su hijo, y por lo tanto él, Oberlus, la Iguana, se arrogaba el derecho a evitarle tan gratuitos sufrimientos.
Los gritos aumentaron.
Las lamparillas de aceite parecieron titilar con más fuerza.
El agua hirvió sobre el fuego que, en un rincón, contribuía a iluminar más fantasmagóricamente aún la estancia.
Niña Carmen se aferró a los barrotes de la cama, y empujó con fuerza.
La Iguana Oberlus permaneció a la espera, siempre en silencio.
Llegó el alba.
Nació el niño.
Niña Carmen dejó de gritar y cerró los ojos exhausta.
La Iguana Oberlus cortó el cordón umbilical, tomó a la criatura en brazos, y la envolvió en un paño limpio.
Luego, muy despacio, la aproximó a la luz y la estudió con detenimiento.
Niña Carmen abrió los ojos y le miró ansiosa.
La Iguana Oberlus se aproximó a la entrada de la cueva y arrojó al recién nacido al espacio, observando cómo iba a chocar, con un golpe seco, contra la superficie de un mar gris, acerado y tranquilo, sobre el que comenzaban a revolotear, con la primera claridad del día, rabihorcados, alcatraces, albatros y gaviotas.
•
— Yo quería verlo.
— No te hubiera gustado.
— Era mi hijo.
— Y mío también. Te advertí que lo haría, y lo hice… Sus problemas ya han acabado.
— Nadie tiene derecho a disponer así de la vida de otro.
La observó con el ceño fruncido:
— Yo lo tengo… — aseguró —. En la antigua Grecia los espartanos arrojaban al abismo a los niños defectuosos… Muchos animales los matan también… Sólo nuestra especie se complace en dejarlos vivir para destruirlos luego poco a poco… Tengo ese derecho… — repitió —. Y no me arrepiento de haberlo ejercido.
— Pero yo necesitaba verlo… — insistió ella —. ¿Cómo puedo tener la seguridad de que no era normal…?
— ¿Por qué tendría que haberle matado en ese caso…?
— Porque no lo querías… porque un niño complica las cosas… porque tal vez me hubiera hecho diferente y tú no deseas que yo sea diferente… — se encogió de hombros —. Porque te gusta matar… ¡Hay tantas razones…!