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Oberlus se encogió a su vez de hombros, pero ahora mucho más abiertamente, y su indiferencia parecía sincera:

— Puedes pensar lo que quieras… — dijo —. Me tiene sin cuidado… Ya está muerto, nadie va a resucitarlo, y no hay que darle más vueltas al asunto… Es mejor así. Mejor para todos.

Ella tardó en responder, y cuando lo hizo, dejó caer muy despacio las palabras.

— Nunca te lo perdonaré… — dijo.

Él la observó en silencio, meditabundo, y por último hizo un gesto de impotencia, alzando las manos como si una vez más se enfrentase a algo que estaba por completo fuera de su alcance:

— ¿Qué puede importarme un enemigo más o menos…? — inquirió —. Estoy acostumbrado a ellos desde siempre… Y recuerda: tal vez hubo un momento en que te quise, fui blando contigo y abrigué la esperanza de que tal vez mi suerte cambiaba y había encontrado una mujer que compartiría mi perra vida… Pero eso quedó atrás.

— ¿Me estás amenazando?

— Sí… — la afirmación fue rotunda —. Ya no eres para mí alguien a quien se puede amar, o la futura madre de mi hijo… Eres mi esclava, una cosa, y como te advertí en su día, tus obligaciones son mantener esto limpio, darme de comer, y abrir las piernas cuando te lo ordene… — señaló hacia afuera, hacia el abismo — Y si me fastidias, te juro que seguirás el camino de tu hijo.

Carmen de Ibarra — ¡qué absurdo que alguien la hubiera llamado Niña Carmen en algún tiempo! — nada dijo, porque abrigaba la seguridad de que él hablaba, como siempre, en serio. La tregua, si es que en algún momento llegó a existir esa tregua había concluido, y sintiéndose como se sentía, nervioso y acosado, la Iguana Oberlus no se lo pensaría mucho a la hora de lanzarla al abismo si se le antojaba hacerlo.

Si en alguna ocasión llegó a imaginar que lo había dominado, al igual que había dominado a tantos otros, aquella circunstancia había cambiado, y ahora, ni el vestido gris perla con encajes negros ni todas sus astucias femeninas, le valdrían frente a un ser que se había convertido nuevamente en lo que siempre fue: una bestia de agudísima inteligencia y corazón de hielo.

Una bestia que además, y en una perfecta demostración de refinado sadismo, ya ni siquiera se mostraba brutal y tiránico con ella y no la violaba maltratándola como antaño, sino que se limitaba a poseerla con la cansada autoridad del severo marido que exige sus derechos a la hora de regresar a casa fatigado tras una dura jornada de trabajo.

Se diría que su relación común, aquella particular y extraña «luna de miel» que habían vivido: violenta, desgarradora, repelente y casi espeluznante, había concluido, y penetraban, como tantas otras parejas, en el largo, oscuro y tortuoso sendero del hastío y el rencor compartidos.

Cuando la madre de Diego Ojeda tuvo noticias del crimen que se había cometido en la isla de Hood, y del que habían sido testigos los hombres de la tripulación del Adventure, abrigó la esperanza de que tal vez el misterio que encerraba aquella isla guardara algún punto de contacto con el misterio de la goleta Ilusión, desaparecida en aquellas mismas aguas, y decidió, por tanto, enviar de nuevo al falucho, pero esta vez con diez hombres armados a bordo.

Sus órdenes eran capturar al asesino y traerlo a Guayaquil para someterlo a un exhaustivo interrogatorio, así como tratar de encontrar en el solitario peñón algún rastro del perdido navío.

El Madeleine y el Río Branco, de los que se habían descubierto huellas, eran buques que habían naufragado, también de forma harto misteriosa, por aquellas mismas fechas y en la misma zona, al igual que el María Alejandra, un ballenero del que tampoco se tenían noticias. No resultaba por todo ello ilógico suponer que los cuatro siniestros se hallaran relacionados de algún modo.

La clave tenía que estar, a todas luces, en el misterioso criminal, al que algunas voces comenzaban ya a identificar como la Iguana Oberlus, el espantoso arponero del Old Lady II que había desertado de su barco varios años atrás.

Doña Adelaida Ojeda, que pese al tiempo transcurrido continuaba negándose a aceptar la muerte de su primogénito, ofreció por tanto cien doblones de oro al capitán del falucho y cincuenta a cada uno de sus hombres, si le traían noticias fidedignas y definitivas de la suerte corrida por su hijo Diego.

— Y si me lo traéis con vida, os haré ricos… — prometió —. Ricos a todos.

El capitán del falucho, Arístides Rivero — que años más tarde alcanzaría notoriedad y acabaría ahorcado por tentativa de rebelión armada —, recaló por tanto en la isla de Chatman como primera escala, con la astuta intención de levar anclas a media tarde, calculando alcanzar las costas de Hood en plena noche para desembarcar a su gente buscando sorprender de ese modo al amanecer al escurridizo Oberlus en el momento en que abandonara, confiado, su seguro escondite.

Contaba con la ayuda de una luna menguante para encontrar la isla, pero quiso su mala suerte que negros nubarrones que llegaron del este inopinadamente la ocultaran, lo que motivó que, a medianoche, temiera estrellarse contra la roca, decidiendo mantenerse al pairo hasta el amanecer.

El alba le sorprendió a unas seis millas de la costa, pero aunque izó a toda prisa el trapo y navegó directamente hacia la bahía de sotavento, ya para entonces el avisado Oberlus le había descubierto, por lo que reunió de nuevo a sus cautivos encerrándolos una vez más en la gruta del acantilado.

Durante cinco días, los hombres de Arístides Rivero recorrieron la isla palmo a palmo, comprobando que parte de los aljibes habían sido reparados, y aquí y allá se distinguían huellas frescas que denunciaban presencia humana, lo que les llevó al convencimiento de que, en efecto, no sólo un hombre, sino varios — y tal vez incluso una mujer — se ocultaban en alguna parte.

Tres voluntarios se dejaron deslizar con cuerdas por la pared del acantilado, y Oberlus vio cruzar sus sombras y escucho sus voces a través de las diminutas oquedades de los nidos, calculando que uno de ellos habría pasado a menos de seis metros de la entrada de la cueva.

Lo estaban acorralando y lo sabía.

Ya era sólo cuestión de tiempo que dieran con él, y no le quedaría entonces más remedio que dejarse morir de hambre allí dentro como un conejo atrapado por los hurones.

No existía puerta de escape, y les bastaría sentarse en la cumbre del acantilado y aguardar.

Decidió por tanto que había llegado el momento de plantar batalla, y esa noche maniató también a Niña Carmen, amordazó a los cuatro, y tomando sus armas y su pesado arpón de ballenero, trepó en silencio hasta la cima. Distinguió la hoguera en la playa de la ensenada, y distinguió también las luces del falucho. Aguardó escuchando en las tinieblas y no le llegó más que el grito de algunas aves inquietas y el gruñido de un solitario lobo marino que aguardaba la muerte a una docena de metros de distancia.

Comenzó a moverse con sigilo, conocedor de cada sendero, cada roca y cada matojo de la isla, capaz de hacerlo a ciegas, sin un rumor, casi sin despertar a las aves que descansaban en sus nidos.

Aquél era su reino; el que había recorrido miles de veces, y en ocasiones, en noches semejantes, se había deslizado de igual modo para acechar a sus cautivos, comprobando que permanecían inmóviles y no trataban de rebelarse contra él.

Alcanzó la playa casi una hora más tarde, y se detuvo protegido por las sombras. Muy quieto, estudió a los hombres que dormían acurrucados en torno al fuego, y al que montaba guardia armado de un pesado trabuco.

No se dio prisa, cerciorándose de que todos sus enemigos se hallaban a la vista y nadie iba a sorprenderle de forma inesperada, y por último, calmosamente alzó el arpón, apuntó con cuidado, tensó el brazo y arrojó el arma sin acompañarla esta vez de su grito característico.